SRI AUROBINDO

 

ENSAYO SOBRE LA GUITA (1)

(Primera serie)

 

 

Ensayos  sobre la Gîtâ

Primera serie

 

I

LO QUE LA GÎTÂ PUEDE DARNOS

 

El mundo es rico en escrituras, sagradas y profanas, en revelaciones y  semi-revelaciones,  en religiones y filosofías, en sectas, escuelas, sistemas, a los que se apegan con intolerancia y pasión los numerosos espíritus cuyo conocimiento es incompleto o nulo. Éstos pretenden que tal o cual libro es el único Verbo eterno de Dios, que todos los demás no son más que imposturas o, todo lo más, inspirados deficientemente; desean que tal o cual filosofía sea la última palabra de la intelecto razonante, que todos las demás sistemas sean erróneos, o solamente válidos en ciertas verdades parciales que incorporan el único culto filosófico verdadero. Igualmente, los descubrimientos de las ciencias físicas han sido erigidos en artículos de fe y, en nombre de estas ciencias, la religión y la espiritualidad han quedado desterradas, como obras de la ignorancia y de la superstición, y la filosofía, como antigualla e ilusión. A estas exclusiones sectarias y a estas vanas querellas, los sabios mismos se han prestado con frecuencia, confundidos, como fueron, por un espíritu oscurantista que, mezclándose con su luz, lo ha ocultado con alguna nube de egoísmo intelectual o de orgullo espiritual. Sin embargo, parece que la humanidad esté dispuesta ahora a crecer en modestia y sabiduría un poco más. Nosotros no nos ponemos ya a matar a nuestros semejantes en nombre de la verdad revelada, o porque su espíritu está educado de otro modo o constituido de otra manera que el nuestro; estamos poco dispuestos a maldecir o injuriar a nuestro vecino porque sea lo bastante perverso o insolente como para abrigar opiniones distintas a las nuestras; incluso estamos dispuestos a admitir que la Verdad está en todas partes y que no puede ser monopolio exclusivamente nuestro; comenzamos a considerar en otras religiones y otras filosofías la verdad y la ayuda que contienen, y no ya meramente para condenarlas como falsas o para criticar lo que nosotros pensamos que son sus errores. Pero siempre estamos listos para proclamar que nuestra verdad nos da el conocimiento supremo que otras religiones o filosofías no han sabido captar o no lo han comprendido más que imperfectamente, de tal manera que sólo tratan de aspectos subsidiarios e inferiores de la verdad de las cosas, o que simplemente pueden, todo lo más, preparar a las mentes menos desarrolladas, considerando las alturas a las que nosotros hemos llegado. E incluso estamos dispuestos a aceptar, tanto sobre los demás como sobre nosotros mismos, todo el contenido sagrado del libro o del evangelio que admiramos, insistiendo para que todo sea aceptado como verdad eternamente válida, y para que en cada jota, en cada tilde, en cada diéresis, sea reconocida su parte de  inspiración plena.

            Puede, por lo tanto, ser útil, cuando se abordan las antiguas Escrituras,  como los Vedas, los Upanishads, o la Guîtâ,  indicar con precisión, con qué espíritu se hace, y qué pensamos exactamente poder extraer de ella, que sea de valor para la humanidad presente y para su futuro. Afirmamos, ante todo, que, sin género de duda, existe una Verdad, única y eterna, que nosotros buscamos, de la que emanan todas las demás verdades, en cuya luz todas ellas encuentran su justo lugar, su explicación y relación al sistema del conocimiento. Pero precisamente por esta razón, esta Verdad no puede quedar encerrada en una única fórmula cáustica, y no es probable que se encuentre en su integridad, con todo lo que ella implica, en una filosofía, o libro sagrado particulares, o  expresada completa y definitivamente por algún maestro, pensador, profeta o Avatâr. Ni tampoco nos la hemos encontrado totalmente, si la comprensión que tenemos de ella comporta la exclusión intolerante de la verdad subyacente en otros sistemas; porque sólo rechazamos con ardor lo que no estamos en condiciones de apreciar y explicar. En segundo lugar, esta Verdad, aunque una y eterna, se expresa en el Tiempo y a través de la mente del hombre; por esto, toda Escritura debe contener necesariamente dos elementos:  uno temporal, perecedero, perteneciente a las ideas de la época y del país donde fue producida; la otra, eterna, imperecedera y aplicable en todo tiempo y lugar. Además, en la exposición de la Verdad, es inevitable que la forma propia que le es dada, el sistema, la disposición, el molde metafísico e intelectual y la expresión precisa de la cual se ha hecho uso, estén, en su mayor parte, sometidos a las mutaciones del Tiempo y a la pérdida de su vigor; porque el intelecto humano se modifica sin descanso; dividiéndose y reajustándose  constantemente queda obligado a desplazar continuamente sus segmentos y a recomponer sus síntesis; abandona sin cesar las expresiones y símbolos del pasado por otros nuevos, o bien, si continúa utilizando los antiguos, cambia de tal modo su connotación o, al menos, su contenido y asociaciones exactos, que nunca podemos estar seguros de comprender un libro antiguo de este género con el sentido y el espíritu precisos que originariamente tenía para sus contemporáneos. Lo que mantiene un valor enteramente permanente, es que, además de ser universal, ha sido experimentado, vivido y percibido con una visión superior a la intelectual.

            Por todo esto, considero de poca importancia extraer de la Gîtâ la connotación metafísica exacta que  tuvo para los hombres de su tiempo, suponiendo  que esto pudiera hacerse con precisión. Que esto no es posible,  está probado por la divergencia  de comentarios legítimos que sobre ella se han escrito y que todavía se están produciendo; porque todos ellos no se ponen de acuerdo más que en el desacuerdo; cada uno encuentra en la Gîtâ su propio sistema metafísico y la tendencia de su propio pensamiento religioso.  Ni incluso, la erudición más esmerada y desinteresada, ni las teorías más luminosas sobre el desarrollo histórico de la filosofía hindú, nos salvarán de un error inevitable. Pero, como compensación, lo que nosotros podemos hacer con provecho, es investigar en la Gîtâ las verdades vivas reales que contiene, fuera de su forma metafísica, para extraer de  ella  aquello que pueda ayudarnos, no sólo a nosotros, sino también al mundo en general, y traducirlo en la forma y expresión más naturales y vívidas que podamos encontrar, de manera que se adapten al espíritu de la humanidad de hoy, y sean útiles a sus necesidades espirituales. Sin duda, en esta tentativa, puede que aportemos un gran número de errores, originados en nuestra propia individualidad y en las ideas que  presiden nuestro clima intelectual, como sucedió con grandes hombres anteriores nosotros; pero si nos zambullimos en el espíritu de esta gran Escritura, y, sobre todo, si intentamos vivir dentro de este espíritu, podemos estar seguros de encontrar tanta verdad real como seamos capaces de recibir, además de la influencia espiritual, y la ayuda eficaz que, personalmente, estamos pretendiendo extraer de ella. Y es para esto, al fin y al cabo,  para lo que fueron escritos los Libros sagrados; lo demás no es más que disputa académica o dogma teológico. Sólo continúan siendo de una importancia vital para la humanidad, esas Escrituras, religiones, filosofías, que pueden ser, de esa manera, renovadas, revitalizadas, cuya substancia de verdad inalterable, constantemente reformada y desarrollada en el pensamiento más profundo y en la experiencia espiritual de una humanidad en desarrollo. Los demás libros no resisten más que la calificación de monumentos del pasado, pero no tienen ninguna fuerza real, ni el impulso vital para el futuro.

            En la Gîtâ  hay muy poco que sea puramente local o temporal; su espíritu es tan profundo, tan vasto y universal, que, incluso, ese poco puede fácilmente universalizarse sin que el sentido de la enseñanza sufra disminución ni violación; más bien gana en profundidad, en verdad y en fuerza, al recibir un alcance más amplio que si se limitara a su única región y a su única época. Es verdad que, con frecuencia, el texto mismo sugiere el más amplio ámbito que puede darse de esta manera a una idea, en sí misma local o limitada. Así, la Gîtâ insiste en la antigua idea y en el antiguo sistema hindúes de sacrificio, como de un intercambio entre hombres y dioses; sistema e idea que, de hecho, han quedado, después de mucho tiempo, prácticamente obsoletos, incluso en la India, y carentes ya de realidad para el espíritu humano en general. Pero nosotros encontramos aquí un sentido dado a la palabra ‘sacrificio’, tan enteramente sutil, tan figurado y simbólico, y la concepción de los dioses tan poco local y mitológica, sino, al contrario, tan puramente cósmica y filosófica, que podemos aceptar fácilmente estos dos términos como la expresión de un hecho psicológico real y como una ley general de la Naturaleza, y aplicarlos así a las concepciones modernas del cambio de vida y vida, de sacrificio ético y de auto-entrega, con objeto de ensancharlos y profundizarlos y proyectar sobre ellos un aspecto más espiritual y la luz de una Verdad más profunda y de mucho más desplegable. Igualmente, la idea de acción, según el Shâstra, la institución de las cuatro castas sociales, la alusión a las relaciones entre sí de estas cuatro castas, o a la inferioridad espiritual comparativa  de los shudras  y de las mujeres, parecen, a primera vista, ser puramente locales y temporales; y si se insiste excesivamente en su sentido literal, quedan reducidas hasta el punto de  privar a la lección de la Gîtâ de su universalidad y de su profundidad espiritual, restringiendo su  beneficio a la humanidad en general. Pero si se mira su espíritu y sentido, detrás, sin fijarnos en el nombre local  ni en la institución temporal, percibiremos también aquí que el sentido es profundo y verdadero, y el espíritu,  filosófico, espiritual y universal. Mediante el Shâstra nos damos cuenta de que la Gîtâ se refiere la ley que la humanidad se ha impuesto a sí misma para reemplazar la acción puramente egoísta del hombre natural, no regenerado, y frenar su tendencia a buscar en la satisfacción de sus deseos la medida y el objeto de su vida. Vemos también que esta cuádruple organización de la sociedad no es más que la forma concreta de una verdad espiritual, independiente en sí misma de tal forma; reposa en la concepción del trabajo justo como la expresión correctamente ordenada de la naturaleza del ser individual a través del cual se ha ejecutado el trabajo, asignándole esta naturaleza su línea y su campo de acción en la vida, conforme a sus cualidades originarias y a sus posibilidades de expresión. Ya que éste es el espíritu  con el que la Gîtâ presenta sus ejemplos más particulares y locales, quedamos justificados al aplicar siempre el mismo principio y de buscar siempre la verdad general más profunda que, podemos estar seguros, subyace a todo lo que, a primera vista,  parece ser meramente local o temporal. Porque siempre encontraremos que la verdad y el principio más profundos están implicados en la fibra del pensamiento, aun cuando no estén expresamente manifiestos en su lenguaje.

            No abordaremos con otro espíritu los elementos del dogma filosófico o del credo religioso, ya sea que participen de la Gîtâ, o estén aferrados a ella como consecuencia de la utilización de los términos filosóficos y de los símbolos religiosos propios de su tiempo. Cuando la Gîtâ hable  de Sânkhya y de Yoga, no discutiremos más allá de los límites de lo que es esencialmente justo para nuestra exposición, de las relaciones entre el Sânkhya  de la Guîtâ, caracterizado por su Purusha único y su faceta fuertemente vedántica,  y del Sânkhya no teísta o “ateo”, que ha llegado hasta nosotros con su sistema de múltiples Purushas y de una Prakriti única; ni tampoco del Yoga de la Gîtâ, tan multifacético, sutil, rico y flexible, con la doctrina teísta y el organizado, científico, rigurosamente definido y clasificado sistema del Yoga de Patandjali. Es evidente que, en la Gîtâ, el Sânkhya y el Yoga no son más que dos partes convergentes de la misma verdad vedántica, o, más bien, dos modos de aproximación concurrentes en su realización: la una, filosófica, intelectual y analítica; la otra, intuitiva, devocional, práctica, ética y sintética, que logra el conocimiento por la experiencia. La Gîtâ no admite una diferencia legítima en sus enseñanzas. Y todavía tenemos menos necesidad de discutir las teorías que consideran la Gîtâ como el fruto de una tradición o de un sistema religiosos particulares. Su enseñanza es universal, cualesquiera que hayan podido ser sus orígenes.

            El sistema filosófico de la Gîtâ, su exposición de la verdad, no es la parte más vital, más profunda, más eternamente duradera de su enseñanza; sin embargo, la mayoría de las materias que la componen, las principales sugerentes y penetrantes ideas, entretejidas en su compleja armonía, poseen un valor y una vigencia eternas; porque no se trata solamente de  ideas luminosas, o de especulaciones brillantes de una inteligencia filosófica, sino más bien de verdades permanentes de la experiencia espiritual, de hechos verificables  de nuestras más altas posibilidades psicológicas que, nadie que intente captar profundamente los misterios de la existencia, puede permitirse ignorar. Cualquiera que pueda ser este sistema, no es, como sus comentadores  se esfuerzan en presentarlo, estructurado para o con la intención de servir de apoyo a  una determinada  escuela de pensamiento filosófico, ni para poner en evidencia las calificaciones de alguna forma de Yoga. Porque el lenguaje de la Gîtâ, la estructura de su pensamiento, la combinación y el equilibrio de las ideas, pertenecen, no al  temperamento de un maestro sectario, ni al espíritu de una dialéctica rigurosamente analítica que recorta una parte de la verdad con exclusión de lo demás, sino que más bien se encuentra en ella un movimiento de ideas ancho, ondulante, circundante, que revela un vasto espíritu y una rica experiencia sintéticas. Ésta es una de esas grandes síntesis donde la espiritualidad de la India ha sido tan rica,  como lo ha sido también en la creación de movimientos intensivos y exclusivos de conocimiento y de realización religiosa, que persiguen, con una concentración absoluta, un hilo conductor, un camino hasta sus últimas consecuencias. Esta obra no tiende a separar y confrontar, sino que concilia y unifica. 

            El pensamiento de la Gîtâ no es puro monismo, aunque ella vea en el Yo único, inmutable, puro y eterno, el fundamento de toda existencia cósmica; tampoco es Mâyâvâda, aunque hable  de la Mâyâ de los tres modos de Prakriti, omnipresente en el mundo creado; no se trata tampoco de un monismo cualificado, aunque sitúa en el Uno su eterna y suprema Prakriti, manifestada bajo la forma de jiva, e insiste en que el estado supremo de consciencia espiritual  radica en  morar en Dios más bien que en la disolución; tampoco es Sânkhya, aunque explique el mundo creado por el doble principio de Purusha y Prakriti; ni es un teísmo vishnuíta, a pesar de que nos presente a Krishna, el Avatar de Vishnu según los Purânas, como la Deidad suprema, y no admite diferencia esencial alguna, ni ninguna superioridad real del status del Brahman indefinible y sin relaciones,  sobre este Señor de seres, Amo del universo y Amigo de todas las criaturas. Del mismo modo que la primera síntesis espiritual de los Upanishads, ésta más reciente, a la vez espiritual e intelectual, evita, naturalmente, toda determinación rígida, ya que esto conllevaría una limitación de su  comprehensividad universal. Su fin es precisamente el opuesto al de los comentadores polemistas, quienes, encontrando este Libro establecido como uno de las tres más altas autoridades vendánticas, intentaron  convertirlo en un arma defensiva y ofensiva contra las otras escuelas y sistemas. La Gîtâ no es un arma utilizable en las disputas dialécticas; es una puerta abierta al mundo entero de la verdad y experiencia espirituales, y la vista que nos ofrece abarca todas las provincias de esa región suprema; diseña líneas de orientación, pero no crea fragmentos excluyentes, ni levanta muros o setos para limitar nuestra visión.

            Han existido otras síntesis a lo largo de la historia del pensamiento hindú. La primera que hizo su aparición fue la síntesis védica del ser psicológico del hombre, en sus más altos vuelos y en sus más vastos alcances de conocimiento, de poder, de gozo, de vida y de gloria divinos, con la existencia cósmica de los dioses, síntesis proseguida más allá de los símbolos del universo material, hacia planos superiores ocultos a los sentidos físicos y a la mentalidad material. El coronamiento de esta síntesis fue, según la experiencia de los rishis védicos, algo divino, trascendente y beatífico, en cuya unidad el alma creciente del hombre y la eterna plenitud divina de los dioses cósmicos se ven  perfectamente y  se realizan. Los Upanishads asumieron esta experiencia culminante de los primeros videntes y la convirtieron en punto de partida de una alta y profunda síntesis de conocimiento espiritual. Reúnen en una gran armonía todo lo que había sido visto y experimentado durante todo un período rico y fértil de búsqueda espiritual, por quienes, inspirados y liberados,  conocieron al Eterno. La Gîtâ parte de esta síntesis vedántica, y sobre la base de sus ideas esenciales construye una nueva armonía unificando tres grandes medios y poderes: amor, conocimiento y acción, a través de los cuales el alma humana puede aproximarse directamente al Eterno y fundirse en Él. Existe todavía otra: la tántrica1 que, aunque menos sutil y espiritualmente menos profunda, es incluso más audaz y más enérgica que la síntesis de la Gîtâ, porque incluso aprovecha los obstáculos que se oponen a la vida espiritual y los obliga a transformarse en instrumentos para una conquista espiritual más rica, capacitándonos para abrazar en  nuestro horizonte divino la totalidad de la vida como la divina lîlâ2. Y, en ciertas direcciones, es inmediatamente más rica y fecunda, porque hace pasar al primer plano, no sólo el conocimiento divino, las obras divinas y una devoción enriquecida de amor divino, sino también los secretos del Hata y Raja Yogas, es decir, la utilización del cuerpo y de la ascesis de la mente para la revelación de la vida divina en todos sus planos, en lo cual la Gîtâ no presta más atención que de pasada y rutinaria. Además, esta síntesis tántrica intenta apoderarse de la noción de perfectibilidad divina del hombre, poseída por los rishis védicos, pero que las épocas intermedias la relegaron a las sombras, noción destinada a llenar un espacio muy extenso en toda síntesis futura del pensamiento, de la experiencia y de las aspiraciones humanas.

            Nosotros, que pertenecemos al día que llega, nos mantenemos en cabeza de una nueva edad de desarrollo, que debe conducir a una nueva y más amplia síntesis. No estamos obligados a ser vedantines ortodoxos de alguna de las tres escuelas, ni tántricos ortodoxos, ni adherirnos a alguna de las religiones teístas del pasado, ni a atrincherarnos dentro de las cuatro paredes de la enseñanza de la Gîtâ; esto significaría limitarnos nosotros mismos e intentar construir nuestra vida espiritual  con la ayuda del ser, del conocimiento y de la naturaleza de otros, de los hombres del pasado, en lugar de edificarla con la de nuestro propio ser y de nuestras propias posibilidades. Nosotros no pertenecemos a las auroras del pasado, sino a los mediodías del futuro.

            Una masa de nuevos elementos se derrama sobre nosotros; no sólo tenemos que asimilar las influencias de las grandes religiones teístas de la India y del mundo, así como recuperar la comprensión del significado del budismo, sino también contar plenamente con las poderosas, aunque limitadas, revelaciones del conocimiento y de la investigación modernos; y, además de esto, el remoto pasado sin referencia, que parecía muerto, vuelve sobre nosotros resplandeciente con un gran número de luminosos secretos tras haber estado perdidos largo tiempo para el conocimiento humano, y que brotan ahora otra vez de detrás del velo. Todo esto apunta a una nueva síntesis muy vasta y muy rica. Una fresca armonización vastamente abarcadora de todas nuestras ventajas es una necesidad a la vez intelectual y espiritual del futuro. Pero del mismo modo que las síntesis del pasado pusieron como punto de partida a sus predecesoras, así también la del futuro, para afirmarse en un terreno sólido, debe proceder de lo que han creado en el pasado los grandes cuerpos de pensamiento y experiencia espirituales realizadas. Entre ellos, la Gîtâ ocupa uno de los lugares más prominentes.

            Entonces nuestro objeto, estudiando la Gîtâ,  no será  escudriñar su pensamiento como lo hacen los escolásticos o los académicos, ni investigar el lugar que ocupa su filosofía en la historia de la especulación metafísica, como tampoco nos enfrentaremos a ella como un analítico dialéctico. Nos aproximaremos a ella para encontrar la ayuda y la luz; y nuestro fin deberá ser extraer el mensaje esencial  y vivo, lo que la humanidad debe captar para su perfeccionamiento  y su más alta prosperidad espiritual.

1 Hay que recordar que toda la tradición de los Purânas extrae del Tantra la riqueza de su contenido.

2 El juego cósmico.                                      

 

 

II

EL MAESTRO DIVINO

 

 Lo que distingue a la Gîtâ  de otros grandes libros religiosos del mundo, es que no se trata de una obra aislada que se baste a sí misma, fruto de la vida espiritual de una personalidad creadora como la de Cristo, Mahoma o el Buddha, o de una época de pura búsqueda espiritual, como lo son el Veda y los Upanishads, sino que se presenta como un episodio en la historia épica de las naciones y de sus hombres, de sus guerras y de sus hazañas, y que emerge en un momento crítico en el alma de uno de sus principales personajes  al enfrentarse a la  acción  suprema de su vida, una acción terrible, violenta y sanguinaria, en el momento en el que debe, o bien retroceder definitivamente ante ella, o  bien consumarla hasta su inexorable cumpli-miento. Importa poco saber si la Gîtâ es,  como la crítica moderna supone, una composición tardía inserta por su autor en el cuerpo de la Mahâbhârata para investir su enseñanza con la autoridad y la popularidad de esta gran gesta nacional. A mí me parece que existen fuertes motivos contra esta hipótesis, cuyas pruebas, además, sean extrínsecas o intrínsecas, son extremadamente escasas e insuficientes. Pero incluso, si fueran válidas, permanece el hecho de que el autor no solamente se ha esforzado para entrelazar inextricablemente su obra en la vasta red del gran poema, sino que se cuida una y otra vez de recordarnos la situación de la cual ha surgido su enseñanza; vuelve a ella de una manera acentuada, no sólo al final, sino también en medio de sus más profundas disquisiciones filosóficas. Debemos aceptar la insistencia del autor y reconocer la plena importancia de esta preocupación recurrente del Maestro y del discípulo. Esto es por lo que la enseñanza de la Gîtâ debe ser considerada, no simplemente a la luz de una filosofía espiritual o de una doctrina ética generales, sino como teniendo relación con una crisis real en la aplicación de la ética y de la espiritualidad a la vida humana. Porque lo que representa esta crisis, lo que es el significado de la batalla de Kurukshetra y su impacto en el ser interior de Arjuna, es lo que, en primer lugar,  precisamos determinar si deseamos captar la intención central de las ideas de la Gîtâ.

            Es muy evidente que el gran cuerpo de la más profunda enseñanza no puede ser levantado en torno a un acontecimiento ordinario que, tras su aspecto superficial y externo, no oculta ningún abismo de  sugerencias profundas ni de peligrosas dificultades y para el cual es más que suficientemente la aplicación de los patrones ordinarios y cotidianos del pensamiento y de la acción. En efecto, hay tres cosas en la Gîtâ que son espiritualmente significativas, casi simbólicas, típicas de las relaciones y problemas más profundos de la vida espiritual y de la existencia humana en sus raíces; está la personalidad divina del Maestro, sus relaciones características con su discípulo y la ocasión de su enseñanza. El Maestro es Dios mismo  hecho humano; el discípulo es, utilizando términos del lenguaje de hoy, el hombre más representativo de su tiempo, el amigo más íntimo del Avatar y su instrumento elegido, su protagonista en una obra y en un combate inmensos, cuyo designio secreto, ignorado por los participantes, es conocido solamente por la Divinidad encarnada, que dirige todo desde detrás del velo de su insondable mente cognoscitiva; la ocasión es la crisis violenta de esa obra y de esa lucha en el momento en el que la angustia, la dificultad moral y la violencia ciega de sus movimientos aparentes, se imponen, con el choque de una revelación visible, en la mente de su hombre representativo, y resucitan el problema total del significado de Dios en el mundo, de la meta, de la dirección, y del sentido de la vida y conducta humanas.

            Desde los tiempos antiguos, la India ha conservado con fuerza la fe en la realidad del Avatar, el descenso a la forma, la revelación de la Divinidad en la humanidad. En Occidente, esta fe  jamás ha imprimido verdaderamente su sello en la mente,  porque se ha  presentado a través del cristianismo exotérico como un dogma teológico, sin ninguna raíz en la razón, en la consciencia general, ni en la actitud ante la vida. Por el contrario, en la India ha crecido y persistido como consecuencia lógica de la visión vedántica de la vida, y ha arraigado firmemente en la consciencia del pueblo. Toda existencia es una manifestación de Dios porque Él es la única existencia, y nada puede existir salvo que sea, o bien  una figura  real, o una imagen  de esta realidad única. Por lo tanto, todo ser consciente es, en parte o de algún modo,  un descenso del Infinito a la aparente finitud del nombre y de la forma. Pero es una manifestación velada, y existe una gradación entre el ser supremo1 del Divino y, en el finito,  la consciencia parcial o completamente obscurecida por la ignorancia del yo. El alma consciente encarnada 2 es una centella del Fuego divino; y esta alma en el hombre se abre a la consciencia de sí misma a medida que, saliendo de la ignorancia del yo, se desarrolla en un ser consciente. Además el Divino, derramándose en las formas de la existencia cósmica, se revela ordinariamente en la eflorescencia de Sus poderes, en las energías y magnitudes de Su conocimiento, de Su amor, alegría, de Su fuerza de ser desarrollado3, en los grados y  aspectos de su divinidad. Pero cuando el Divino, en su Consciencia y Poder, asume la forma humana con el modo humano de acción, la posee, no sólo por Sus poderes y magnitudes, grados y aspectos externos de Sí Mismo, sino por Su eterno conocimiento de sí, cuando el No-nacido se conoce y actúa según la estructura del ser mental, y bajo las apariencias del nacimiento, entonces alcanza la cumbre de la manifestación condicionada; es el descenso pleno y consciente de la Divinidad, es el Avatar.

            La forma de vedantismo vishnuíta  que ha puesto un mayor acento en esta noción, expresa la relación del Dios en el hombre con hombre en Dios, mediante la doble figura de Nara-Nârâyana, asociada históricamente con el origen de una escuela religiosa muy similar en sus doctrinas a la enseñanza de la Gîtâ. Nara es el alma humana que, eterna compañera del Divino, no se encuentra ella misma más que cuando se despierta a ese compañerismo y cuando comienza, como diría la Gîtâ, a vivir en Dios. Nârâyana es el Alma divina, siempre presente en nuestra humanidad, la guía, la amiga y el sostén secreto del ser humano, el “Señor que mora  en el corazón de las criaturas” de la Gîtâ; cuando, dentro de nosotros, es apartado el velo de este santuario secreto y el hombre habla frente a frente con Dios, escucha la voz divina, recibe la luz divina y actúa por el poder divino, entonces llega a ser posible la elevación suprema del ser consciente humano encarnado, fuera del nacimiento,  al Eterno.  Llega a ser capaz de residir en Dios y abandonar totalmente su consciencia en Él, lo cual la Gîtâ proclama como el mejor y más profundo secreto de cosas, uttamam rashayam.  Cuando esta divina Consciencia eterna, siempre presente en todo ser humano, este Dios en el hombre, toma posesión total o parcial de la consciencia humana, y llega a ser, bajo una imagen humana visible, el guía, el maestro, el conductor del mundo, no como quienes, viviendo todavía muy humanamente, sienten algo del poder,  de la luz, o del amor de la Gnosis divina, que les anima y les conduce, sino actuando en el seno mismo de esa divina Gnosis, directamente desde su fuerza y desde plenitud centrales, entonces nos encontramos ante la  presencia  evidente del Avatar. La Divinidad interior es el Avatar eterno en el hombre; la manifestación humana es su señal y despliegue en el mundo exterior.

            Cuando nosotros comprendemos de esta manera la noción de Avatar, vemos la impor-tancia secundaria que tiene la apariencia de las cosas, tanto para la enseñanza fundamental de la Gîtâ, nuestro objeto presente, como para la vida espiritual en general.  Controversias tales como la que ha obsesionado al pensamiento en Europa acerca de la historicidad de Cristo parecería completamente una pérdida de tiempo a un hindú proclive a la vida espiritual; concedería a esta cuestión una importancia histórica considerable, pero apenas de algún valor religioso, porque, a fin de cuentas ¿qué importa que un cierto Jesús, hijo del carpintero José, haya nacido realmente en Nazareth o en Belén, vivido, enseñado y condenado a muerte bajo acusación de sedición, real o inventada, si nosotros  podemos conocer, por la experiencia espiritual, al Cristo interior, vivir iluminados por la luz de su enseñanza y escapar del yugo de la Ley natural mediante esa reconciliación del hombre con Dios, cuya crucifixión es el símbolo? Si el Cristo, Dios hecho hombre, vive dentro de nuestro ser espiritual, parecería importar muy poco que fuera o no un hijo de María, que hubiera vivido físicamente, sufrido  y muerto en Judea. Así pues, el Krishna que nos importa a nosotros es el de la encarnación eterna del Divino y no el maestro histórico que enseña y conduce a los hombres.

            Puesto que buscamos el núcleo del pensamiento de la Gîtâ, necesitaremos, por lo tanto, ocuparnos solamente del significado espiritual del Krishna divino-humano del Mahâbhârata que nos es presentado como el maestro de Arjuna en el campo de batalla de Kurukshetra. El Krishna histórico, sin duda que existió. Encontramos el nombre por vez primera en el Chhandogya Upanishad, donde todo lo que podemos concluir con respecto a él es que era muy conocido  en la tradición espiritual como uno de aquellos que alcanzan el conocimiento del Brahman; además, era tan conocido en su personalidad y en las circunstancias de su vida, que bastaba, para  referirse a él, con mencionar ‘Krishna, el hijo de Devaki’, su madre, para que todos supieran de quién se trataba. En el mismo Upanishad encontramos la mención de Rey Dhritarashtra, hijo de Vitricharvirya, y que la tradición asociaba ambos nombres tan íntimamente, que son los de los dos  personajes principales en la acción del Mahâbhârata; y podemos concluir, con justa razón, que fueron realmente contemporáneos y que la epopeya está, en una gran medida, relacionada con personajes históricos, y también con un acontecimiento histórico: la guerra de Kuruskshetra, profundamente impresa en la memoria del pueblo. También sabemos que Krishna y Arjuna fueron objeto de culto religioso en los siglos precristianos; y hay algunas razones para suponer que estuvieron asimismo en relación con una tradición religiosa y filosófica, de la cual la Gîtâ podría  haber reunido numerosos elementos, e incluso hallado la fundamentación de su síntesis del conocimiento, de la devoción y de las obras; y quizás también que el Krishna humano fue el fundador, el restaurador, o, al menos, uno de los primeros maestros de esta escuela. La Gîtâ puede además, a pesar de su redacción posterior, representar la prolongación de la enseñanza de Krishna en el pensamiento hindú, y es posible que la vinculación de esta enseñanza con el Krishna histórico, con Arjuna y con la guerra de Kuruskshetra, sea algo más que una ficción literaria. En el Mahâbhârata, Krishna es representado a la vez como personaje histórico y como Avatar; su culto y su carácter de Avatar, debieron, por tal razón, haber sido establecidos sólidamente en esa época –aparentemente, desde el siglo V al I a. C., cuando la historia antigua y el poema, la tradición épica de los Bhâratas, adoptaron su forma actual. También encontramos en este poema una alusión a la historia o leyenda de la juventud del Avatar en Vrindâvan,  desarrollada por los Puranas en un intenso y poderoso símbolo espiritual; y bajo esta forma ejerció una influencia muy profunda en la mente religiosa de la India. Asimismo poseemos en el Harivansha un  relato de la vida de Krishna, evidentemente muy legendario, que quizás haya sido el origen de los relatos puránicos.

            Pero todo esto, por lo demás de considerable importancia histórica, no la tiene en absoluto para nuestro propósito actual. No nos interesa  más que la figura del Maestro Divino tal como nos lo presenta la Gîtâ, y con el Poder que representa en la iluminación espiritual del ser humano. La Gîtâ acepta la naturaleza del Avatar humano; porque el Señor habla de la manifestación repetida, e incluso constante, del Divino en la humanidad, cada vez que Él, el eterno No Nacido, mediante su Maya, por el poder de su Conciencia infinita de ocultarse aparentemente en las formas finitas, asume las condiciones del devenir que denominamos nacimiento. Pero no es sobre esta encarnación sobre lo que insiste la Gîtâ, sino sobre el Divino trascendente, cósmico e interior; es sobre el Principio de todas las cosas, el Señor del universo, y sobre la Divinidad secreta en el hombre. Es esta divinidad interior lo que se significa en la Gîtâ cuando habla de aquellos que, en el curso de su ascesis, se entregan a austeridades asúricas excesivas ofendiendo al Dios interior, o cuando menciona el pecado de quienes desprecian al Divino alojado en el cuerpo humano, o incluso cuando dice que esta misma Divinidad destruye nuestra ignorancia mediante la lámpara resplandeciente del conocimiento. Es entonces el Avatar eterno, Dios en el hombre, la Consciencia divina siempre presente en el ser humano, quien, manifestado bajo una forma visible, habla al alma humana en la Gîtâ, ilumina el significado de la vida y el secreto de la acción divina, y le da, cuando se enfrenta con el misterio doloroso del mundo, la luz del conocimiento y dirección divinos, al mismo tiempo que la palabra segura y fortificante del Señor de la existencia. Esto es lo que la consciencia religiosa hindú anhela hacer íntima en ella misma de cualquier forma que sea: bien en la imagen humana simbólica, que guarda religiosamente en sus templos, o por el culto a sus Avatares, o incluso por la devoción al gurú humano, a través del cual se hace oír la voz del Maestro universal único. A través de todas estas cosas se esfuerza por despertar a esa voz interior, por desvelar esta forma de lo Sin Forma y hacer frente a ese Poder, Amor y Conocimiento del Divino manifiesto. 

            En segundo lugar, encontramos el significado típico, casi simbólico del Krishna humano, que se mantiene detrás de la acción del Mahâbhârata, no como su héroe, sino como su centro secreto y su guía oculto. Esta acción es la acción de todo un mundo de hombres y de naciones; algunos de aquellos han venido para unirse a un esfuerzo de cuyo éxito no se beneficiarán personalmente, y para éstos él es un líder; otros han llegado para oponerse, y para ellos él es un adversario, el que desbarata sus planes, y el que les lleva a la muerte, y  a algunos de éstos les parece, además, que es un instigador de toda maldad y el destructor de su viejo orden, de su mundo familiar y de los valores admitidos como seguros de virtud y de bien moral; algunos otros son representativos  de lo que tiene que ser realizado, y para éstos él es el consejero, la ayuda, el amigo. Cuando la acción prosigue su curso natural, o los trabajadores de la obra tienen que sufrir de manos de sus enemigos, o pasar las pruebas que les preparan para dominar, el Avatar  está oculto o no aparece más que ocasionalmente  para llevarles ayuda y aliento, pero en todo momento crítico se hace sentir su mano, no obstante, de  tal modo que todo el mundo se imagina ser  él mismo el protagonista; e incluso Arjuna, su mejor amigo e instrumento principal, no se da cuenta de que él mismo no es más que un medio, y tiene que confesar finalmente que durante todo el tiempo no conoció realmente  a su Amigo divino. Ha recibido el consejo de su sabiduría, la ayuda de su poder; le ha amado y ha sido amado; le ha adorado incluso sin comprender su naturaleza divina; pero él ha sido guiado, como todos los demás, a través de su propio egoísmo; y el consejo, la ayuda y la dirección le fueron dadas en el lenguaje de la Ignorancia y recibidas por él mediante pensamientos igualmente de la Ignorancia. Hasta el momento en que todo ha sido empujado a este terrible emergencia de la batalla, en el campo de Kurukshetra, donde al final se yergue el Avatar, pero no como luchador, sino como el  conductor del carro militar que lleva el destino de la lucha, hasta ese momento, Él no se reveló incluso a aquellos que ha elegido.

            Así pues, la figura de Krishna llega a ser, por así decir, el símbolo de la manera de relacionarse el Divino con la humanidad. Somos movidos por nuestro egoísmo e ignorancia, manteniendo la ilusión  de que nosotros mismos somos los ejecutores de la obra, alardeando de ser la verdadera causa del resultado obtenido; y lo que nos mueve no lo vemos más que, accidentalmente, como algo vago, o incluso como alguna fuente, a la vez humana y terrestre, de conocimiento, aspiración y poder, como algún Principio o Luz o Poder, que reconocemos y adoramos sin saber qué es, hasta que surge la ocasión que nos obliga  a permanecer detenidos ante el velo. Y la acción en la que esta figura divina se mueve es toda la vasta actividad del hombre en la vida; no simplemente en la vida interior, sino en todos estos giros obscuros del mundo, que no podemos juzgar más que por la luz crepuscular de la razón humana cuando la proyecta obscuramente delante de cada uno de nuestros pasos inciertos. Es un  rasgo característico de la Gîtâ, que eso sea la culminación de una acción tal que dé lugar a su enseñanza, y que confiera esta prominencia y  este relieve audaz al evangelio de la acción, que enuncia con un énfasis y una fuerza que no encontramos en las otras Escrituras sagradas de la India. No sólo en la Gîtâ, sino también en los demás pasajes del Mahabharata, Krishna declara  con insistencia la necesidad de la acción; pero es aquí donde desvela su secreto y revela a la divinidad detrás de nuestras obras.

            El compañerismo simbólico que une a Arjuna con Krishna, el alma humana con el alma divina, es expresado en el pensamiento hindú en otra parte: en el viaje al cielo de Indra y Kutsa, sentados en una carroza; en la figura de dos pájaros sobre un árbol, en los Upanishads; y en las figuras gemelas de Nara y Nârâyana, los videntes que practican juntos la tapasyâ para alcanzar el conocimiento. Pero las tres parábolas tienen como fin hacer sensible la idea de que es en el conocimiento divino donde, como la Gîtâ dice, toda acción culmina en su punto más elevado; mientras que aquí, en cambio, es la acción la que lleva a este conocimiento; y es en el curso de la acción donde el Divino se presenta como Conocedor. Arjuna y Krishna, este humano y este divino se mantienen juntos, no como videntes en una apacible ermita de  meditación, sino en el carro de la guerra, el uno como luchador y el otro sujetando las bridas en medio de los clamores de la batalla y del estruendo de las armas. El Maestro de la Gîtâ es, por lo tanto, no sólo el Dios encarnado, quien se revela a sí mismo en las palabra de sabiduría, sino también el Dios encarnado, que mueve todo nuestro mundo de acción, por el que y para el que toda nuestra humanidad existe, lucha y trabaja, y  hacia el que toda vida humana camina  y progresa. Él es el Señor secreto de nuestras obras y sacrificios, y el Amigo del género humano.

 

 

III

EL DISCÍPULO HUMANO

 

            Tal es, entonces, el Maestro divino de la Gîtâ, el Avatar eterno, el Divino que ha descendido a la consciencia humana, el Señor que asentado en el corazón de todos los seres. Él es Quien conduce, oculto detrás del velo, todos nuestros pensamientos, acciones y aspiraciones de nuestro corazón,  y del mismo modo Él dirige, oculto detrás del velo de las formas, de las fuerzas y tendencias visibles y sensibles, la gran acción universal del mundo que Él ha manifestado en Su propio ser.  Todo el empeño de nuestra búsqueda y de nuestras tentativas ascendentes encuentran su culminación y calma en la satisfacción de su cumplimiento, cuando podemos rasgar el velo y penetrar más allá de nuestro yo aparente hasta este Yo verdadero, cuando podemos realizar todo nuestro ser total en este Señor verdadero de nuestro ser, cuando podemos renunciar a nuestra personalidad por la Persona única y real, fusionar en Su luz plena nuestras actividades mentales, siempre dispersas y siempre convergentes, ofrecer nuestra voluntad aberrante y nuestras energías, siempre en lucha, a Su vasta, luminosa e individida Voluntad, renunciar y satisfacer al mismo tiempo todos nuestros deseos y emociones centrífugos y disipados en la plenitud de Su Felicidad auto-existente. Tal es el Maestro del mundo cuyo conocimiento eterno se refleja de una manera variada y parcial en todas las enseñanzas más elevadas; tal es la voz a la cual el oído de nuestra alma debe despertarse.

            Arjuna, el discípulo que recibe su iniciación en el campo de batalla, es la contrapartida de esta concepción del Maestro; es el tipo de alma humana luchadora que todavía no ha recibido el conocimiento, pero que llega a ser capaz de recibirlo mediante su acción en el mundo, en una amistad e íntimidad crecientes con el Yo divino y superior en la humanidad. Según una explicación de la Gîtâ, no sólo este episodio, sino la totalidad del Mahâbhârata, no sería más que una alegoría de la vida interior, y no tendría nada que ver con la vida y acción humanas exteriores; estas batallas serían solamente las que libra el alma con los poderes que se esfuerzan dentro de nosotros para poseernos. Esta es una visión que el carácter general de la epopeya y su lenguaje actual, tal como es, no justifican y que, si se estrechase un poco más, haría  de la lengua de la Gîtâ, filosófica pero sin distorsiones,  una mixtificación constante, laboriosa y algo pueril. Ciertamente el lenguaje de los Vedas y, al menos, una parte de los Puranas es netamente simbólico, lleno de imágenes y de representaciones concretas de cosas que yacen detrás del velo;  pero la Gîtâ está redactada en términos sencillos, y pretende resolver los  grandes problemas éticos y espirituales que la vida del hombre plantea, y uno no puede ir más allá de este lenguaje y pensamiento, tan  simples, y trasvestirlos según su imaginación. Pero existe un tanto así de verdad en esta forma de ver, de que la presentación de la doctrina es, si  no simbólica, al menos típica, como debe serlo necesariamente la presentación de un discurso como el de la Gîtâ, si ha de tener alguna relación, siquiera algo,  con lo que formula. Arjuna, como hemos visto, es el hombre representativo de una gran lucha universal, y de un movimiento, guiado divinamente, de hombres y pueblos; la Gîtâ lo tipifica como el alma humana de acción, dispuesta a través de esta acción, en  el momento de su crisis más aguda y violenta, a enfrentarse al problema de la vida humana y a su aparente incompatibilidad con el estado espiritual, o incluso con un ideal de perfección puramente ético.

            Arjuna es el guerrero, teniendo en el carro a su lado al divino Krishna, que toma  las riendas. En los Vedas también encontramos esta misma imagen del alma humana y del Divino atravesando en un carro el campo de una gran batalla para alcanzar la meta de un esfuerzo que apunta alto. Pero aquí se trata de una pura figura y de un símbolo. Aquí, el Divino es Indra, el Señor del mundo de la Luz y de la Inmortalidad, el poder del conocimiento divino que desciende en ayuda de un buscador humano combatiendo frente a los hijos de la mentira, de la obscuridad, de la limitación, de la muerte; la batalla se libra contra los enemigos espirituales que obstruyen el camino hacia el mundo superior de nuestro ser, y el objetivo es ese plano de vasta existencia que resplandece  con  la luz de la Verdad suprema y  se eleva a la inmortali-dad consciente del alma que deviene perfecta, plano del que Indra es el señor. El alma humana es Kutsa, que, como su nombre indica,  persigue con constancia la sabiduría del vidente; y él es descendiente de Arjuna, “el Blanco”, o de Arjuni, “la  Blanca”, hijo de Switrâ, “la Madre Blanca”; es decir, es el alma sátwica, purificada y llena de luz, abierta a las glorias ininterrumpidas del conocimiento divino. Y cuando el carro alcanza el final de su viaje, que es la propia morada de Indra, el Kutsa humano ha llegado a parecerse tan exactamente a su divino compañero, que sólo puede ser distinguido de aquél por Sachi, la esposa de Indra, porque ella es “consciente de la verdad”.  La parábola es, evidentemente, la de la vida interior del hombre; es un figura del ser humano que crece en la semejanza  del divino eterno por la iluminación creciente del Conocimiento. Pero la Gîtâ comienza desde la acción, y Arjuna es el hombre de acción y no de conocimiento; es combatiente, nunca vidente ni pensador.

            Este temperamento característico del discípulo queda indicado claramente desde el comienzo del libro, y se conserva hasta el final. Se observa, en primer lugar, en la manera en que Arjuna se despierta al significado de lo que hace, al sentido de la gran masacre de la que él está destinado a ser el instrumento principal; después, en los pensamientos que emergen inmediatamente en él, en el punto de vista y en los motivos psicológicos que le hacen retroceder  ante la terrible catástrofe. No son los pensamientos, el punto de vista, los motivos de un espíritu filosófico, ni  incluso profundamente reflexivo, o de naturaleza espiritual, frente a un mismo problema o a un problema similar. Son aquellos, podríamos decir, del hombre práctico o de acción, del ser humano emocional y sensitivo, moral e inteligente, pero no habituado a la reflexión profunda y original, ni a sondear en las profundidades; son aquellos más bien  propios de un hombre acostumbrado a unos principios elevados, pero firmes, de pensamiento y acción,  y habituado a caminar con confianza a través de todas las dificultades y vicisitudes de la vida, quien, de repente, descubre que  todos sus principios le han  fallado, y que queda privado, de un tajo, de todo lo que fundamenta en el la confianza y la vida. Ésta es la naturaleza de la crisis que experimenta.

            Arjuna es, en el lenguaje de la Gîtâ, un hombre sometido a la acción de los  tres gunas o modos de la Fuerza de la Naturaleza,  habituado a moverse en este campo, como la generalidad de los hombres, sin plantearse preguntas. Justifica su nombre solamente por el hecho de que él es, hasta cierto punto, puro y sátwico como para no ser gobernado más que por unos principios elevados y unos impulsos claros, y porque habitualmente dirige su naturaleza inferior según la más noble ley moral que conoce. No tiene una disposición asúrica violenta, ni es esclavo de sus pasiones, sino que se ha disciplinado para mantener una calma superior y  el dominio de sí, para una firme ejecución de sus obligaciones y  para una obediencia estricta a los  mejores principios imperantes en el tiempo y en la sociedad en la que le toca vivir, y a los principios de la religión y de la moral en las que ha sido educado. Es egoísta como cualquier otro hombre, pero con un egoísmo más puro o sátwico, que tiene en cuenta la ley moral, la sociedad y los derechos de los demás,  y no sólo, o predominantemente, sus propios intereses, deseos y pasiones. Ha vivido y se ha guiado según el Shastra, el código moral y social. La idea que le preocupa, la norma que obedece es el dharma, esa concepción colectiva hindú de la regla de conducta religiosa, social y moral, y especialmente la regla del rango y de la función  a las que él pertenece, él el kshatriya noble, dueño de sí mismo, el príncipe caballeresco, el guerrero y líder de hombres arios.

Es siguiendo siempre esta ley, poniendo en  práctica sus nociones de virtud y de derecho,  como él ha vivido hasta ahora; y  de repente descubre que esto es lo que  le ha conducido a llegar a ser el protagonista de una masacre terrorífica y sin igual, de una monstruosa guerra civil que envuelve a todas las naciones arias civilizadas, que debe entrañar la completa destrucción de la flor de su virilidad y que amenaza su ordenada civilización con el caos y el colapso.

            Además, es típico del hombre de acción necesitar de sus sensaciones para despertar al significado de su acción. Le ha pedido a su amigo y conductor que le coloque entre los dos ejércitos, sin que sea motivado por una idea más profunda que la fiera intención de ver y observar de frente a estas miríadas de campeones de la maldad que él tiene por misión encontrar, conquistar y destruir “en este festival del combate”, de manera que pueda prevalecer la justicia. Mientras queda fijado en estas cosas es cuando se hace clara para él  la revelación del significado de una guerra civil y doméstica, una guerra en la que no sólo los hombres de la misma raza, de la misma nación, del mismo clan, sino también los de la misma familia y hogar, combaten en campos opuestos. Debe enfrentarse a todos aquellos que el hombre social considera particularmente queridos y sagrados, como a enemigos y matarlos, ya sea el maestro y el preceptor venerados, el viejo amigo, el camarada y el compañero de armas, o ya sean  sus parientes, de sangre o de  alianzas: los abuelos, los tíos, quienes tuvieran con él la relación de padre, de hijo, de nieto; todas estas ataduras sociales deben ser cortadas en dos con la espada. No es que él no supiera estas cosas con anterioridad, sino que nunca se había representado lo que todas ellas significaban; no las había meditado profundamente ni sentido en su corazón, en el centro de su ser, obsesionado, como él estaba, por su idea de sus derechos, de sus culpas sufridas, de los principios de su vida, de la lucha por el derecho, del deber de un kshatriya de proteger la justicia y la ley, y  de combatir a muerte la violencia injusta.  Y ahora que esta visión le ha sido descubierta por el conductor divino, puesta tan sensiblemente ante  sus ojos, le produce un profundo impacto, liberado en el mismo centro de su ser sensitivo, vital y emocional.

            El primer efecto es una crisis violenta, emocional y física, que  entraña el disgusto de la acción, de sus móviles materiales y de la vida misma. Arjuna rechaza la meta de la vida  perseguida por la humanidad egoísta en su acción: la felicidad y el goce;  rechaza la meta de la vida del kshatriya: la victoria, la autoridad, el poder y el gobierno de los hombres. ¿Qué es, después de todo, esta lucha por la justicia, cuando queda reducida a su expresión práctica, sino simplemente, una lucha por los intereses propios, por los de sus hermanos y los de su partido, o para poseer, gozar y poder? Pero a  este precio no merece la pena esforzarse por estas cosas. Porque carecen de valor en sí mismas, no lo tienen más que como un instrumento para el justo mantenimiento de la vida social y nacional,  y es precisamente éste mismo objeto lo que él va a destruir  destruyendo a su familia y a su raza. Y después llega el grito de las emociones. Éstos son aquellos que hacen  la vida y la felicidad deseables, ¡nuestros “propios allegados”! ¿Quién, entonces, consentiría llevarlos a la muerte, sea por el bien de toda la tierra, o incluso por el reino de los tres mundos? ¿Qué placer puede tener él  vida, qué felicidad, qué satisfacción en sí mismo después de tal acción? Todo el asunto no es más que un pecado espantoso; porque ahora el sentido moral se despierta para justificar la rebeldía de los sentidos y del corazón. Es un pecado;  no existe ningún derecho ni justicia en el exterminio recíproco, especialmente cuando aquellos que deben ser masacrados, son los objetos naturales de reverencia y amor, cuando la vida  sin ellos ya no es digna de ser vivida; violar estos sentimientos sagrados no puede ser virtud, sino un crimen odioso. Él entiende que la ofensa, la agresión, el primer pecado, los crímenes de avidez y de pasión egoísta que han empujado las cosas hasta este punto, procedieron de nuestros adversarios; y sin embargo, la resistencia armada contra el mal sería en sí misma, bajo tales circunstancias, un pecado y un crimen peor que el de ellos, porque ellos están cegados por la pasión e  inconscientes de su falta, mientras que de este lado, el pecado sería cometido con un claro sentimiento de culpa. ¿Y para qué? ¿Para el mantenimiento de la moralidad de la familia, de la ley social y de la ley de la nación? Pues no; ya que estos serían justamente los valores destruidos  por esta guerra civil, ya que la familia misma sería aniquilada, se engendraría la corrupción de la moral y la impureza de la humanidad,  puesto que serían destruídas las leyes eternas de la raza y la ley moral de la familia. La ruina de la raza, el colapso de sus antiguas tradiciones, la degradación moral y el infierno para los autores de tal crimen,  éstos son los únicos resultados prácticos posibles de este monstruosa guerra civil. “Esto es por lo que”, grita Arjuna, arrojando lejos de él el arco divino y la aljaba inagotable que le fue donada por los dioses para esta hora terrible, “es mejor para mí, desarmado y sin resistencia, dejarme masacrar por los hijos armados de Dhritarâsthtra. No combatiré.”

            El carácter propio de esta crisis interior no es entonces la duda del pensador; no es  un retroceso ante las apariencias de la vida, ni la mirada que se vuelve hacia el interior en busca de la verdad de las cosas, del significado real de la existencia, de una solución, o de una huida del obscuro enigma del mundo. Es la rebeldía moral, sensitiva y emotiva, de un hombre, que está hasta ahora satisfecho con la acción y sus principios corrientemente admitidos, y que  estos mismos principios le arrojan a un espantoso caos, donde se hallan en violento conflicto con todos los demás y ellos mismos, y donde  no existe ninguna regla de conducta a la que pueda confiarse, nada donde apoyarse en un traspiés, ningún dharma1. Esta situación, para el alma de acción en el ser mental es la peor crisis que puede haber, el fracaso y la derrota. La rebeldía en sí misma es la más elemental y simple de las posibles; en el plano de las sensaciones es el sentimiento primario de horror, de lástima y de disgusto; vitalmente, la pérdida de todo atractivo hacia los motivos reconocidos y familiares de la acción, hacia las metas de la vida, y la desaparición de toda fe en ellos; emocionalmente, el retroceso de los sentimientos ordinarios del hombre social, del afecto, del respeto, del deseo de la felicidad y de la satisfacción para todos, su retroceso ante un deber riguroso que ultrajaría a todos; desde el plano moral, el sentimiento elemental de pecado y del infierno, y el rechazo de los “placeres manchados de sangre”; en el orden práctico, la impresión de que los principios de acción han provocado un efecto que destruye toda meta real en la acción. Pero el efecto global es ese derrumbamiento interior que abarca todo lo expresado por Arjuna cuando dice que todo su ser consciente, no sólo su pensamiento, sino también su corazón, sus deseos vitales y todo en él, está totalmente confundido, y que no puede encontrar en ninguna parte, regla de acción, dharma, que le parezcan válidos. Por esta única razón busca refugio, en tanto que discípulo, cerca de  Krishna: “Dame, exige realmente, lo que he perdido, una ley auténtica, una regla de acción clara, un sendero por el que pueda caminar confiadamente de nuevo.” No pide el secreto de la vida o del mundo, el significado o el propósito de todas las cosas, sino un dharma.

            Y sin embargo, es precisamente este secreto lo que no pide, o, al menos, el necesario conocimiento que le lleve a una vida superior, a la que su Divino Maestro intenta conducirle;  porque lo que a Éste le importa es que él renuncie a todos los dhârmas, salvo aquel, único y vasto, que consiste en vivir conscientemente en el Divino y actuar según esta consciencia. Esto es por lo que, tras haber puesto a prueba toda su rebeldía contra los preceptos ordinarios de conducta, procede a decirle muchas de las cosas  que tienen que ver con el estado del alma, pero nada con ninguna regla exterior de acción; debe mantener su igualdad de alma, abandonar todo deseo de los frutos de su trabajo, elevarse por encima de sus nociones intelectules de vicio y virtud, vivir y actuar en unión con el Divino, con el espíritu en samadhi, es decir, fijado con firmeza  en el Divino exclusivamente. Arjuna no está satisfecho; desea saber cómo tal cambio de estado del alma afectará a la acción exterior del hombre, qué efectos tendrá sobre su lenguaje, sus movimientos, su manera de ser, qué modificaciones  se producirán en su ser viviente y ejecutante. Krishna persiste simplemente en un desarrollo de las ideas que él ya ha enunciado antes: que lo que importa es el estado del alma subyacente a la acción, no la acción misma. Lo único que se necesita es que el espíritu quede firmemente anclado en un estado de igualdad sin deseos. Arjuna exclama impacientemente –porque aquí no hay una regla de conducta como él esperaba, sino más bien, según lo ve, la negación de toda acción: “Si tienes la inteligencia por superior en la acción, ¿por qué, entonces, me asignas esta acción de una naturaleza tan terrible? Confundes mi entendimiento con un discurso equívoco; manifiéstame la palabra única y decisiva por la que yo pueda alcanzar lo mejor.” Porque es siempre el hombre de acción quien no tiene  estima por el pensamiento metafísico ni por  la vida interior, salvo cuando pueden responder en su única exigencia: darle un dharma, una ley para vivir en el mundo o, si fuera necesario, para abandonarlo; porque ésta es también una acción decisiva que él puede comprender. Pero tener que vivir y actuar en este mundo, manteniéndose por encima de él, son palabras “equívocas” y perturbadoras de las cuales él no tiene la paciencia para profundizar en su sentido.

            El resto de las cuestiones y el propósito de Arjuna proceden de su mismo temperamento y carácter. Queda turbado cuando se le dice que una vez que la igualdad del alma está asegurada, no hay necesidad de ningún cambio aparente en la acción, porque el hombre debe actuar siempre según la ley de su naturaleza, incluso si el acto mismo parece imperfecto y defectuoso comparado con el que revela otra ley distinta de la suya propia. ¡La naturaleza!. Pero ¿qué importancia tiene este sentido del pecado en la acción que le atormenta tan fuertemente? ¿No es esta misma naturaleza la que empuja a los hombres al pecado y a la culpa, como por la fuerza e incluso contra su mejor voluntad? Su inteligencia positiva queda desconcertada cuando Krishna le declara que fue él mismo quien, en tiempos pasados, reveló a Vivasvân este  mismo Yoga, olvidado desde entonces, y que él lo revela ahora de nuevo, a él, a Arjuna; y por su exigencia de una explicación, provoca la famosa declaración, frecuentemente citada, sobre la naturaleza del Avatar y su propósito en la tierra. Se queda de nuevo hundido en el desconcierto por las palabras con las que Krishna continúa para reconciliar acción y renuncia a la acción; y Arjuna le pide una vez más, en lugar de palabras “equívocas”, una declaración decisiva de lo que es mejor y más elevado. Cuando se da plena cuenta el carácter del Yoga al que está invitado a abrazar, su naturaleza, totalmente práctica, acostumbrada a actuar desde la voluntad, de la preferencia y del deseo mentales, queda horrorizada por su dificultad, y desea saber cuál es la suerte del alma que intenta semejante empresa y fracasa. ¿No pierde, además de esta vida de actividad, pensamiento y emoción  humanas, que  ha abandonado,  esta consciencia del Brahman a la que aspira?; y perdiéndolas ambas,  ¿no perece como una nube que se disuelve?

            Cuando sus dudas y perplejidades quedan resueltas, y sabe que es el Divino quien debe ser en adelante su ley, se esfuerza de nuevo y siempre por llegar a un conocimiento claro y decisivo que  le guíe prácticamente hacia el origen y la regla de su acción futura. ¿Cómo puede ser distinguido el Divino entre tantos estados de ser que constituyen nuestra experiencia ordinaria? ¿Cuáles son las grandes manifestaciones de la energía propia del Divino en el mundo bajo las cuales él pueda reconocerla y alcanzarla mediante la meditación? ¿No puede ver él incluso desde ahora la Forma divina y cósmica de Eso que está hablándole realmente a través del velo de la mente y cuerpo humanos? Y sus últimas preguntas  exigen una distinción clara entre la renuncia a las obras y esta renuncia más sutil que se le pide que adopte, entre Purusha y Prakriti, entre el campo y el Conocedor del campo, distinción tan importante para la práctica de la acción sin deseo, bajo el solo impulso de la Voluntad divina; y finalmente pide una declaración nítida de las operaciones y de los efectos prácticos de los tres modos de la Prakriti que se le incita a superar.

            A tal discípulo imparte su enseñanza divina el Maestro de la Gîtâ, toma a este discípulo en un momento de su desarrollo psicológico mediante la acción egoísta donde todos los valores emocionales, morales y mentales de la vida ordinaria, social y egoísta, se han colapsado en un hundimiento repentino, y él debe elevarlo de esta vida inferior a un estado de consciencia superior, alejado del apego ignorante a la acción hacia Eso que sobrepasa la acción, y, sin embargo, origina y manda en la acción, fuera del yo hacia el Yo, fuera de  la vida encuadrada en un marco mental, vital y corporal, hacia esta Naturaleza superior, más allá de la mente, que es la condición del Divino.

            Al mismo tiempo debe dar a su discípulo lo que éste le pide y que su guía interior le incita a buscar: una nueva Ley de vida y acción superior, que esté por encima de la insuficiente regla de la existencia humana ordinaria, tejida de conflictos y oposiciones sin fin, de dudas y de certezas ilusorias, una Ley superior mediante la cual el alma quede liberada de esta atadura de las obras, y pueda, sin embargo, actuar y vencer en la vasta libertad de su divino ser. Porque la acción debe ser ejecutada, el mundo debe cumplir sus ciclos y el alma del ser humano no debe, por ignorancia, huir de la obra que está por hacer. La trayectoria íntegra de la enseñanza de la Gîtâ está determinada y dirigida, incluso en sus más amplios derroteros, con la vista puesta en lograr de este triple objetivo.

 

1Dharma significa literalmente aquello a lo cual uno puede asirse y que mantiene las cosas juntas, la ley, la norma, la regla natural, la regla de conducta y de vida.

 

 

IV

EL CORAZÓN DE LA ENSEÑANZA

 

            Nosotros conocemos al Maestro divino, vemos al discípulo humano; nos queda adquirir una  idea clara de la doctrina. Aquí es particularmene necesaria una concepción clara, sujeta a la idea esencial, al núcleo central de la enseñanza; porque la Gîtâ, como consecuencia de la riqueza y de la multiplicidad de facetas de su pensamiento, de su comprensión sintética de diferentes aspectos de la vida espiritual, y de la flexibilidad motriz y fluida de su argumentación, se presta, incluso más que cualquier otra Escritura, a ser desnaturalizada, en un sentido o en otro, por un espíritu parcial. Los logicistas hindúes reconocen en la falsificación, inconsciente o semi-inconsciente de los hechos, de los palabras y de las ideas, para adaptarlos a unas nociones preconcebidas, a unas doctrinas, o a unos principios de preferencia, una de las fuentes más fecundas del error; y es quizás la más difícil evitar, incluso para los pensadores más exigentes. Es quizás es una de las cosas más difíciles de evitar incluso para los pensador más conscientes.

            Porque la razón humana es, en este punto, incapaz de desempeñar continuamente el papel de detective sobre sí misma; su verdadera naturaleza es incautarse de  alguna conclusión parcial, idea o principio, de instituirse en su defensora y de convertirla en clave de toda verdad; y tiene una capacidad infinita de establecer un doble juego dentro sí misma para evitar que se detecte en sus operaciones esta debilidad necesaria y cuidadosamente conservada. La Gîtâ se presta fácilmente a esta suerte de error, porque es fácil convertirla en un paladín de nuestras propias doctrinas o dogmas, al poner un énfasis especial sobre uno de los aspectos del libro, o incluso sobre algún pasaje sobresaliente y enfático, y dejando en la sombra  todo el resto de los dieciocho capítulos, o presentándolo como una enseñaza subordinada y auxiliar.

            Así pues, están aquellos que dicen que la Gîtâ no enseña las obras en absoluto, sino una disciplina que prepara para renunciar a la vida y a las obras. La indiferencia en la ejecución de acciones prescritas o de cualquier otra labor que se presente, llega a ser el instrumento, la disciplina; el único objetivo verdadero es la renuncia final a la vida y a las obras. Es muy fácil justificar esta visión mediante citas  sacadas del libro y una combinación apropiada del peso que uno asigna a las diferentes partes de su argumentación, especialmente si se desatiende el modo peculiar en el que son tomados ciertos términos, tales como sannyâsa, renuncia;  pero es completamente imposible persistir en esta forma de ver, después de una lectura imparcial, ante la continua afirmación, repetida hasta el final del libro, de que la acción debe ser preferida a la inacción. Esta superioridad de la acción, resaltada en el Yoga, a la inacción del sannyâsa, reside en la verdadera renuncia al deseo, la renuncia interior, por la igualdad de alma y el abandono de las obras al Purusha supremo.

            Hay otros que hablan de la Gîtâ como si la doctrina de la devoción fuera su enseñanza total, dejando de lado sus elementos monistas, y el lugar privilegiado que ella concede a la inmersión quietista del alma en el Yo único de todas las cosas. Sin duda, su énfasis en la devoción, su insistencia en el aspecto del Divino en tanto que Señor y Purusha, como también su doctrina del Purushôttama, el Ser Supremo, superior a la vez al Ser mutable y al Ser inmutable, y que es lo que, en Su relación con el mundo, conocemos como Dios, son los más notables  entre los elementos más esenciales de la Gîtâ. Por último, este Señor es el Yo en el que culmina todo conocimiento; es el Amo del sacrificio al que conducen todas las obras;  y es también el Señor del Amor, en cuyo ser penetra el corazón pleno de devoción. La Gîta mantiene un equilibrio perfectamente igual, enfatizando, ya en el conocimiento, ya en las obras, ya en la devoción, pero siguiendo la tendencia inmediata del pensamiento, y no para marcar alguna preferencia absoluta por una vía que se oponga a las otras dos. Aquel, en el que se encuentran las tres vías y llegan a ser una, Aquel es el Ser Supremo, el Purushôttama.

            Pero actualmente, de hecho, una vez que la mentalidad moderna ha comenzado a darse cuenta de la Gîtâ y a ocuparse de ella, la tendencia dominante es más bien, aprovecharse de su insistencia continua en la acción, subordinando a ésta sus elementos de conocimiento y devoción, y considerarla como un tratado de Karmayoga, una Luz que nos conduce por el sendero de la acción, un Evangelio de las Obras. Sin duda, la Gîtâ es claramente un Evangelio de las Obras, pero de las obras que culminan en  el conocimiento, esto es, en la realización espiritual y en la quietud del alma, unsd obras que tienen  como móvil la devoción, es decir, un abandono consciente y total de uno mismo, primero en brazos del Supremo, y después en Su Ser mismo; no se trata entonces, en absoluto, de obras tal como las entiende el espíritu moderno, de una acción dictada por motivos, principios o ideales, sean egoístas o altruistas, personales, sociales o humanitarios. Y sin embargo, esto es lo que las interpretaciones modernas intentan ver en la Gîtâ. Se nos ha dicho continuamente, por voces muy autorizadas, que la Gîtâ, oponiéndose en esto a la habitual tendencia ascética y quietística del pensamiento y espiritualidad hindúes, proclama, sin equívoco posible, el evangelio de la acción humana, el ideal del cumplimiento desinteresado de los deberes sociales, e incluso, según parece, el ideal completamente moderno del servicio social. A todo esto, sólo puedo responder que, con toda evidencia e incluso en la misma superficie, la Gîtâ  no enseña nada parecido, y que esto es una mala interpretación, una interpretación de un libro antiguo por la mentalidad moderna, una explicación por el intelecto europeo o europeizado de hoy de una enseñanza completamente antigua y profundamente oriental e hindú. Lo que la Gîtâ enseña no es la acción humana, sino la acción divina; no es el cumplimiento de los deberes sociales, sino el abandono de todos los principios de deber o de conducta por un cumplimiento desinteresado de la voluntad divina que opera a través de nuestra naturaleza; no un servicio social, sino la acción de los mejores, de los poseídos de Dios, de los hombres-amos, la acción realizada impersonalmente por el amor del mundo y como un sacrificio a Aquel que permanece detrás del hombre y de la Naturaleza.

            En otras palabras: la Gîtâ no es una guía de moral práctica, sino de vida espiritual. El espíritu moderno es en este preciso momento el espíritu europeo, tal como ha llegado a ser después de haber abandonado, no sólo el idealismo filosófico de la más alta cultura greco-romana, de la cual salió, sino también de la devoción cristiana de la Edad Media. Este espíritu los ha reemplazado o transmutado en un idealismo práctico y en una devoción social, patriótica y filantrópica. Se ha despojado de Dios, o lo ha reservado exclusivamente para el uso dominical, y ha erigido, en Su lugar, al hombre como dedidad, y a la sociedad como ídolo visible. En el mejor de los casos el espíritu moderno es práctico, étic, social, pragmático, altruista, humanitario. Ahora bien, todas estas cosas son buenas; son especialmente necesarias en la hora presente; forman parte de la Voluntad divina,  sin lo cual no habrían llegado a ser tan dominantes en la humanidad. No existe ninguna razón por la que el hombre divino, el hombre que mora en la consciencia brahmánica, en el Ser divino, no presente en su acción todas estas características; él las tendrá, si forman el más alto ideal de su tiempo, el yugadharma, y si no hay todavía ningún ideal superior que establecer, ni llevar a cabo ningún gran cambio radical. Porque el hombre divino es, como el Maestro indica a su discípulo, el mejor,  el que debe ponerse como modelo para los demás; y, de hecho, Arjuna es llamado para vivir según los más altos ideales de su tiempo y  la cultura reinante, pero con conocimiento, con la comprehensión de las verdades que se ocultan detrás, y no como el hombre ordinario, que sigue meramente la ley y los usos dominantes.

            Pero el punto importante aquí, es que el espíritu moderno ha excluido de su poder motivador práctico los dos principios esenciales: Dios (o el Eterno) y la espiritualidad (o estado divino), que son los dos conceptos dominantes de la Gîtâ. El hombre moderno no vive más que en la dimensión humana, y la Gîtâ querría que nosotros viviésemos en Dios, “aunque en el mundo, pero en Dios”; él no vive más que en su cuerpo, en su corazón e intelecto, y la Gîtâ querría que viviésemos en el Espíritu; él vive en el Ser mutable, que es “todas las criaturas”, pero la Gîtâ desearía que viviésemos también en el Inmutable y el Supremo; él vive en el curso cambiante de los tiempos, pero la Gîtâ nos pide que vivamos en el Eterno. O si comienza a reconocer, de una manera vaga, estos valores superiores, es sólo para subordinarlos al hombre y a la sociedad; pero Dios y la espiritualidad existen por derecho propio y no como algo accesorio. Y en la práctica, lo que hay de inferior en nosotros debe aprender a existir para lo superior, para que lo superior en nosotros pueda existir conscientemente para lo inferior, y así elevarlo a su propia altura.

            Así pues, es un error interpretar la Gîtâ desde el punto de vista de la mentalidad de hoy y forzarla a enseñarnos el cumplimiento  desinteresada del deber como la ley más elevada y suficiente para todo. Una breve consideración de la situación de la que trata la Gîtâ nos mostrará que tal punto de vista no puede ser su intención.  Porque todo lo referente a la enseñanza, lo que le da nacimiento, lo que fuerza al discípulo a buscar al Maestro, es precisamente el conflicto inextricable de las diversas concepciones aparecidas del deber, conflicto que acaba con el derrumbamiento de todo el edificio utilitario, moral e intelectual, erigido por el espíritu humano. En la vida humana, surge con bastante frecuencia una especie de conflicto, como, por ejemplo, entre los deberes domésticos y la llamada del país y de una causa, o incluso entre la llamada de la nación y el bien de la humanidad, o algún principio moral o religioso más vasto.  Incluso puede aparecer una situación interior, como sucedió con el Buddha, en la que todos los deberes debían ser abandonados, pisoteados, dejados a un lado, para seguir la llamada interior del Divino.Yo no puedo pensar que la Gîtâ haya resuelto una situación interior semejante haciendo regresar a Buddha a su esposa, a su padre y al gobierno del Estado de Sakya, ni que haya ordenado  a Ramakrishna llegar a ser un Pundit en una escuela de su país natal para enseñar desinteresadamente sus lecciones a los niños pequeños, ni que haya obligado a Vivekananda a sostener a su familia y, con este fin, ejercer desapasionadamente la ley, o  la medicina, o el periodismo. La Gîtâ no enseña el cumplimiento desinteresado de los deberes, sino a seguir  la vida divina, el abandono de todos los dharmas, sarva-dharmân, para tomar refugio en el Supremo solamente; y la actividad divina de un Buddha, de un Ramakrishna, de un Vivekananda está en perfecta consonancia con esta enseñanza. Y es más: la Gîtâ, aunque prefiera la acción a la inacción, no excluye la renuncia a las obras, sino que la acepta como uno de los caminos que conducen al Divino. Si Dios no puede alcanzarse más que  mediante la renuncia a las obras, a la vida activa y a todos los deberes, y la llamada interior es poderosa,  entonces que todo esto sea arrojado al brasero, y no hay ningún otro remedio para ello. La llamada de Dios es imperativa y no puede ser contrabalanceada por ninguna otra consideración.

            Pero aquí dificultad es mayor por el hecho de que la acción que Arjuna debe acometer es una de aquellas ante las cuales retrocede su sentido moral. ¿Dices que su deber es combatir? Pero ahora este deber se ha convertido  ante sus ojos en un pecado terrible. ¿En qué le ayudaría eso, o  cómo le resolvería su dificultad al aconsejarle cumplir su deber con desinterés y sin pasión? Deseará saber cuál es su deber, o cómo puede ser su deber destruir en una masacre sanguinaria a sus parientes, a su raza, a su país entero.  Se le ha dicho que la razón está de su lado, pero eso no le satisface ni puede satisfacerle, porque su verdadero punto de vista  es que la legitimidad de sus pretensiones no justifica apoyarlas mediante una masacre despiadada, destructiva para el futuro de su nación. ¿Debe él, entonces, actuar sin pasión, en el sentido de no preocuparse de si es un pecado, o cuáles serán las consecuencias, teniendo en cuenta que él cumple con su deber como soldado? Ésta puede ser la doctrina de un Estado, o la de los políticos, de los juristas, de los casuistas; nunca puede ser la enseñanza de una gran obra religiosa o filosófica que está para resolver el problema de la vida y de la acción desde sus mismas raíces. Y si eso fuera la última palabra de la Gîta sobre este problema moral y espiritual tan agudo, sería preciso sacarla de la lista de las Escrituras sagradas universales, y entonces depositarla, a lo sumo, en nuestra biblioteca de ciencia política o de ética casuística.

            Ciertamente, la Gîtâ, como los Upanishads, enseña la igualdad de alma que se eleva por encima del pecado y de la virtud, más allá del bien y del mal, pero sólo en tanto que parte de la consciencia brahmánica y para el hombre que ha avanzado tan suficientemente sobre el sendero como para seguir la regla suprema. No predica la indiferencia con respecto al bien y al mal en la vida ordinaria del hombre, donde semejante doctrina acarrearía las más perniciosas consecuencias. Por el contrario, afirma que el que consuma el mal no alcanzará a Dios. Esto es por lo que, si Arjuna busca simplemente realizar del mejor modo posible la ley ordinaria de la vida humana, la ejecución desinteresada de lo que él siente que es un pecado, una obra del infierno, no puede serle de ayuda alguna, incluso aunque ese pecado sea su deber como soldado. Debe abstenerse de lo que su consciencia reprueba, aunque tengan que hacerse añicos miles de deberes.

            Debemos recordar que el deber es una idea que, en la práctica, descansa sobre conceptos sociales. Nos es lícito extender el sentido del término más allá de su propia connotación y hablar de nuestro deber con respecto a nosotros mismos; o podemos decir, si lo deseamos,   en un sentido trascendente, que éste fue el deber del Buddha de abandonar todo, o incluso, que es el deber del asceta quedarse sentado sin moverse en su cueva. Pero esto es, obviamente, jugar con palabras. El deber es una noción relativa y depende de nuestra relación con los demás seres humanos. Es el deber de un padre, como padre, alimentar y educar a sus hijos; el de un abogado, defender de la mejor manera posible a su cliente, incluso aunque sepa que es culpable, y sus alegaciones, pura falacia; el de un soldado, luchar y disparar bajo orden, incluso si mata a uno de los suyos o a un compatriota; el de un juez, enviar al culpable a prisión y al asesino a la horca. Y mientras estas posiciones sean aceptadas, el deber queda claro; se trata de una cuestión de hecho, que no es necesario comentar, incluso aun cuando no intervenga un punto de honor o de afecto, y que anula a la ley absoluta, religiosa o moral. Pero ¿qué ocurre si los puntos de vista personales son trastocados, si el abogado se da cuenta de la absoluta iniquidad de la mentira, si el juez adquiere la certeza de que la pena capital es un crimen contra la humanidad, si el hombre llamado al campo de batalla siente, como el objetor de consciencia de hoy o como lo sentiría un Tolstoy, que en ninguna circunstancia está permitido quitar la vida al ser humano, como tampoco lo está comer carne humana? Es evidente que aquí la ley moral, que está por encima de todos los deberes relativos, debe prevalecer; y esta ley moral no depende de ningún producto social, ni de ninguna concepción de deber, sino únicamente de la percepción interior despiertada en el hombre, el ser moral.

            De hecho, existen en el mundo dos leyes de conducta muy diferentes, cada una válida en su propio plano:  una, que depende principalmente de la posición social, y otra, que no depende de esta posición, sino que es enteramente dependiente del pensamiento y de la consciencia. La Gîtâ no nos enseña a subordinar el plano superior al inferior; no pide a la consciencia moral que se despierta que se suicide en el altar del deber, como víctima inmolada a las leyes del estado social. Nos convoca para ir  a lo superior y no a lo inferior; para salir de este conflicto de los dos planos, nos incita a elevarnos hasta el equilibrio supremo que domina a la vez el plano principalmente práctico y el plano puramente ético, hasta la consciencia brahmánica. La Gîtâ reemplaza la concepción de deber social por la de obligación divina. La sujeción a la ley externa cede el lugar a un cierto principio de autodeterminación interna de la acción, principio que, por la libertad del alma, se separa poco a poco de las embrolladas leyes de la acción. Y esto, como veremos, -la consciencia brahmánica, la libertad del alma frente a  las obras y  la determinación de las obras en la naturaleza por el Señor en nosotros y por encima de nosotros- es el núcleo de la enseñanza de la Gîtâ con respecto a la acción.

            La Gîtâ no puede ser comprendida, como cualquier otra gran obra de su mismo género, más que estudiándola en su conjunto, y como un argumento que va desarrollándose. Pero los intérpretes modernos, comenzando por el gran escritor Bankim Chandra Chatterji, que fue el primero que dió a la Gîtâ este nuevo significado de evangelio del deber, han insistido casi exclusivamente sobre los tres o cuatro primeros capítulos, y en estos, sobre la idea de la igualdad, sobre la expresión kartavyam karma, la obra que debe ser hecha,  y que ellos traducen por la palabra ‘deber’, y sobre la frase “Tienes derecho a la acción, pero no a los frutos de la acción”, que ahora es comúnmente citada como la gran palabra, mahâvâkya, de la Gîtâ. Al resto de los ocho capítulos, con su elevada filosofía, se les da una importancia secundaria, excepto a la gran visión del undécimo. Todo esto es completamente natural para la mentalidad moderna,  que está, o estuvo hasta ayer, poco proclive a tener paciencia ante las sutilezas metafísicas y las remotas investigaciones espirituales, ansiosa para ponerse a trabajar y, como el mismo Arjuna, interesada principalmente por una ley de las obras que pueda ponerse en práctica, un dharma. Pero ésta es una mala forma de manejar esta Escritura.

            Esta igualdad de alma que la Gîtâ predica no significa desinterés, porque el gran mandato dado a Arjuna después de que han sido echados los fundamentos de la enseñanza y erigida la estructura principal, “Yérguete, condena a muerte a tus enemigos, disfruta de tu próspero reino”, no tiene el tono de un altruismo intransigente, ni de una abnegación inmaculada y sin pasión; es un estado íntimo de equilibrio y amplitud que es la base de la libertad espiritual. En este equilibrio, en esta libertad, nosotros tenemos que hacer “el trabajo que debe hacerse,” frase que la Gita utiliza en el sentido más amplio, incluyendo en ella todas las obras , sarvakarmâni, y que excede en mucho, aunque los pueda incluir, los deberes sociales y las obligaciones éticas. No es la elección individual la que debe determinar el trabajo que deba realizarse; tampoco es el derecho a la acción y el rechazo de toda pretensión de sus frutos la última palabra de la Gîtâ, sino solamente una fórmula preliminar que gobierna el primer estado del discípulo cuando comienza a ascender la montaña del Yoga. De hecho, esta regla queda invalidada y reemplazada en un estado posterior. Porque la Gîtâ continúa afirmando enfáticamente que el hombre no es el autor de la acción que lleva a cabo; es la Prakriti, la Naturaleza, la gran Fuerza con sus tres modos de acción, la que opera por él, y es preciso que se entere bien de que él no es quien actúa. Así pues, el “derecho a la acción” es una idea válida solamente mientras mantengamos la ilusión de ser nosotros mismos los autores; tal idea, así como la de “la pretensión a los frutos de la acción”, tienen que desaparecer necesariamente de nuestra mente tan pronto como dejamos de tener, para nuestra propia consciencia, la condición de autores. Toda tendencia egoísta, tanto del derecho a la acción como a sus frutos, llevan consigo su desaparición.

            Pero el determinismo de Prakriti no es todavía la última palabra de la Gîtâ. La igualdad de la voluntad y el rechazo de los beneficios de la acción  no son más que medios para entrar con esl espíritu, con el corazón y con la inteligencia, en la consciencia divina y vivir en ella; y la Gîtâ dice expresamente que tales deben ser los medios a emplear en tanto que el discípulo sea incapaz de vivir por sí mismo de esa manera o, incluso, de desarrollar gradualmente, por la práctica, este estado superior. Y ¿qué es, entonces,  este Divino, del que Krishna declara que es él mismo? Es el  Purushottama –el Purusha Supremo- más allá del Yo que no actúa, más allá de la Prakriti que actúa, fundamento del uno, dueño del otro, el Señor, del que todas las cosas son  la manifestación, quien, se asienta en el corazón de Sus criaturas, incluso en su  sujeción actual a Maya, gobernando desde allí las obras de Prakriti;  Aquél por quien los ejércitos, concentrados en el campo de Kurukshetra, han sido ya exterminados, mientras  viven todavía, y quien utiliza a Arjuna solamente como un instrumento o como una ocasión inmediata de esta gran masacre. La Prakriti no es sino su Fuerza ejecutora. El discípulo debe elevarse por encima de esta Fuerza y de sus tres modos o gunas; es preciso que llegue a ser trigunâtîta. No es a ella a quien debe rendir sus acciones, sobre las que él ya no tiene ni “pretensión” ni “derecho”, sino al Ser supremo. Reposando en Él su mente y su inteligencia, su corazón y su voluntad, con conocimiento de sí, de Dios y del mundo, con un perfecto equilibrio, una perfecta devoción, un abandono absoluto de sí, él debe cumplir sus obras como una ofrenda al Señor de todas las energías y de todos los sacrificios. Identificado en voluntad, consciente de esta consciencia en él, Eso tomará la decisión y la iniciativa de la acción. Esta es la solución que el Maestro divino propone a su discípulo.

            Nosotros no tenemos que buscar lo que es la gran y suprema palabra de la Gîtâ, su mahâvâkya; porque la Gîtâ misma la revela en su última frase, la nota dominante de la gran armonía. “Refúgiate con todo tu ser en el Señor, que mora en tu corazón; por Su gracia alcanzarás la paz suprema y el estado eterno. Así pues, te he revelado un conocimiento más secreto que el que está oculto. Escucha además mi palabra suprema que Yo te manifestaré, la más secreta: el espíritu fijado sobre Mí, sé Mi devoto, ofréceme el sacrificio y la adoración; infaliblemente vendrás a Mí, porque me eres querido. Abandona todas las normas de conducta, y busca refugio en Mí solamente; Yo te liberaré de todo pecado; no te aflijas.”

            El sistema de la Gîtâ se resuelve en tres grandes pasos por los que la acción se eleva del plano humano al divino, abandonando la esclavitud de la ley inferior por la libertad de la superior.  En primer lugar, es preciso que, por la renuncia al deseo y por una perfecta igualdad de alma, el hombre, en tanto que se cree autor de la acción, debe ofrecer las obras como un sacrificio, un sacrificio a una deidad que es el único y  supremo  Yo, aunque no haya sido realizado en su propio ser. Tal es el paso inicial. A continuación debe renunciar, no solamente al deseo del fruto de la acción, sino también a la pretensión de ser su autor, y reconocer al Yo como el principio siempre igual, inactivo, inmutable, y todas las obras como simples operaciones de la Fuerza universal, del Alma de la Naturaleza, Prakriti, el poder desigual, activo y  mutable. Finalmente, el Yo supremo debe ser visto como el Purusha supremo que gobierna a esta Prakriti, como el principio cuya alma en la Naturaleza es una manifestación parcial, y por quien todas las acciones son regidas, en una perfecta trascendencia, a través de la Naturaleza.  A él deben ser ofrecidos el amor, la adoración y el sacrificio de las obras; la totalidad del ser humano tiene que ser ofrendada a Él, y también su consciencia entera debe elevarse hasta que  more en esta consciencia divina, de manera que el alma humana pueda participar en Su divina Trascendencia,  más allá de la Naturaleza y de Sus obras, y pueda actuar en una perfecta libertad espiritual.

            El primer grado es el Karmayoga, el sacrificio desinteresado de las obras; de aquí que la Gîtâ ponga el acento sobre la acción. El segundo es el Jnanayoga, el descubrimiento del Yo y el conocimiento de su verdadera naturaleza y de la del mundo; y aquí la insistencia recae sobre el conocimiento; pero el sacrificio de las obras se mantiene en vigor, y la vía de las Obras llega a ser una, sin desaparecer, con la del conocimiento; pero el sacrificio de las obras continúa y el sendero de las Obras llega a ser uno con el sendero del Conocimiento pero no desaparece en éste. El último grado es Bhaktiyoga, la adoración y la búsqueda del Yo supremo en tanto que Ser Divino, y aquí el acento está puesto sobre la devoción; sin embargo el conocimiento no queda subordinado a ella, sino, por el contrario, la devoción lo eleva, revitaliza y realiza,  sin que el sacrificio de las obras se detenga; el doble sendero llega a ser la triple vía del conocimento, de las obras y de la devoción. Y el fruto del sacrificio, el único fruto que quedaba todavía por ofrecer al buscador, es alcanzado: la unión con el Ser Divino y la unidad con la suprema Naturaleza divina.

* Este término aparecen opuesto en las versiones inglés y francesa.

 

 

V

KURUKSHETRA

 

Antes de que podamos continuar para observar, siguiendo los amplios pasos del Maestro de la Gîtâ, el trazado de la triple vía del hombre, vía por la cual su voluntad, su corazón, su pensa-miento se elevan hacia lo Más Alto y penetran en el corazón del Ser, que es el objetivo supremo de toda acción, de todo amor y de todo conocimiento, antes de eso, es preciso que  consideremos una vez más la situación de hecho de la que emerge el relato de la Gîtâ; pero la consideramos ahora, en su orientación más general, como el tipo de la vida humana e incluso de toda la existencia del mundo. Porque aunque Arjuna mismo no esté interesado más que por su propia situación, su lucha interior y la ley de la acción que él debe seguir, sin embargo, como hemos visto, la pregunta particular que él formula, y la manera de formularla, plantean realmente el problema entero de la vida y acción humanas, el de saber lo que el mundo es, y el de cómo, siendo lo que es, la vida en este mundo puede ser conciliada con la vida en el Espíritu. Y el Maestro insiste en resolver todo este problema difícil y profundo, ya que es el fundamento mismo de su mandato a una acción que debe, a la luz de un conocimiento liberador, proceder de un nuevo equilibrio del ser.

            Pero ¿cuál es, entonces, la naturaleza de la dificultad para el hombre que debe considerar el mundo tal como es, vivir en él, y, sin embargo, desear llevar, dentro de sí mismo, la vida espiritual? ¿Cuál es este aspecto de la existencia que horroriza a su mente despierta y provoca lo que el título del primer capítulo de la Gîtâ denomina muy expresivamente el Yoga del abatimiento de Arjuna, la depresión y el descorazonamiento experimentado por el ser humano cuando se ve forzado a enfrentarse al espectáculo del mundo  tal como es realmente, una vez que el velo de la ilusión ética, de la ilusión de la rectitud, quede desprendido de sus ojos, y antes de que sea efectuada una reconciliación más alta consigo mismo? Es este aspecto que está figurado exteriormente en la carnicería y masacre de Kurukshetra, y espiritualmente, por la visión del Señor de todas las cosas, erigiéndose  bajo la forma del Tiempo para devorar y destruir a sus propias criaturas. Ésta es la visión del Señor de toda la existencia como  Creador universal, pero también como Destructor universal, del que las Escrituras antiguas pueden decir por una imagen cruel “Los sabios y los héroes son su nutrición, y la muerte el condimento de su banquete.” Se trata de una y la misma verdad, vislumbrada, en primer lugar indirecta y obscuramente, en los hechos de la vida, y percibida después directa y claramente, en la visión que el alma tiene de lo que se manifiesta en vida. El aspecto exterior es el de la existencia del mundo y del hombre  que procede mediante la lucha y la masacre; el aspecto interior es el del Ser universal realizándose mediante una vasta creación y en una vasta destrucción. La vida, como campo de batalla y campo de muerte, tal es Kurukshetra; el Dios Terrible, tal es la visión que Arjuna tiene sobre este campo de exterminio.

            “La guerra, dice Heráclito, es el padre de todas las cosas, la guerra es el soberano todopoderoso”; y  esta sentencia, como la mayoría de las sentencias de los pensadores griegos, sugiere una profunda verdad. Parece, en efecto, que todas las cosas en este mundo, si no el mundo mismo, tuvieron su origen de una colisión de fuerzas, materiales o de otro tipo; esto parece desarrollarse por una lucha de fuerzas, de tendencias, de principios, de seres,  creando siempre nuevas cosas, destruyendo siempre las antiguas, y avanzando uno hacia  no sabe muy bien dónde; hacia una destrucción final, dicen algunos; en una serie interminable de ciclos vanos, dicen otros; en ciclos progresivos que conducen, es la conclusión más optimista, a  través de toda la agitación y aparente confusión, y por una aproximación cada vez más alta, a algún apocalipsis divino. En cualquier caso, una cosa es cierta, y es que no sólo no existe aquí abajo construcción sin destrucción, ni armonía si no es por un equilibrio de fuerzas opuestas en litigio, saliendo victoriosa de muchos antagonismos actuales y virtuales, sino que además toda existencia de vida, para subsistir, exige nutrirse constantemente y, por consiguiente, necesita devorar otras vidas. Nuestra vida corporal es en sí misma un constante morir y renacer, el cuerpo como tal,  una ciudad asediada, atacada por fuerzas ofensoras, protegida por fuerzas defensoras, cuya función es devorarse entre sí; y éste es el  tipo de toda nuestra existencia . Este requerimiento parece haberse dado desde el comienzo de la vida: “Tú no conquistarás nada excepto combatiendo contra tus semejantes y tu entorno; incluso no vivirás si no es por la batalla y la lucha y absorbiendo en ti mismo las demás vidas. La primera ley de este mundo que he hecho es la creación y la preservación por la destrucción.”

            El pensamiento antiguo aceptó este punto de partida en la medida que podía percibirlo escrutando el universo. Los antiguos Upanishads lo vieron muy claramente y lo expresaron con una minuciosidad rigurosa sin comentarios lenitivos ni escapatorias optimistas de la verdad. El hambre, que es la muerte, decían ellos, es el creador y el dominador de este mundo, y representaban la existencia vital con la imagen del Caballo del sacrificio. La materia la describían con una palabra  que significa ordinariamente alimento, y nosotros, decían, la denominamos así porque es devorada y devora a sus criaturas. “El comedor que come, es comido” es la fórmula del mundo material, tal como los darwinistas la redescubrieron cuando llegaron a la conclusión de que la lucha por la vida es la ley que rige la evolución de la existencia. La ciencia moderna no ha hecho más que repetir  las viejas verdades que ya habían sido expresadas en fórmulas mucho más vigorosas, amplias y exactas por la sentencia de Heráclito y las figuras utilizadas por los Upanishads.

            La insistencia de Nietzsche  sobre la guerra como un aspecto de la vida, y sobre el hombre ideal como un guerrero; éste puede comenzar por ser el hombre-camello para ser en lo sucesivo el hombre-niño; pero entre estas dos etapas debe llegar a ser el hombre-león, si quiere alcanzar su perfección-. Estas teorías de Nietzsche, actualmente tan criticadas, tienen,  a pesar de que podamos diferir en opinión de algunas de sus conclusiones morales y prácticas que él creyó extraer de ellas, una incontestable justificación, y nos recuerdan una verdad que nos gustaría que estuviera oculta. Es bueno que debamos acordarnos de esta verdad; en primer lugar, porque toda alma fuerte encuentra en ella un efecto tonificante que la salva de la molicie y de la relajación demasiado animadas por ese sentimentalismo dulzón, filosófico, religioso y moral, que le gusta observar la naturaleza bajo el aspecto de amor, de vida, de belleza y de bondad, pero se aleja de su implacable máscara de muerte, adorando a Dios como Siva, pero rechazando adorarle como Rudra; en segundo lugar, porque, a menos que tengamos la honestidad y el coraje de mirar directamente el  rostro de la existencia, jamás llegaremos a ninguna solución efectiva de sus discordias y oposiciones. Debemos ver primeramente lo que la vida y el mundo son; a continuación, podremos tanto mejor investigar el modo correcto de transformarlos a lo que deben ser. Si este aspecto repulsivo de la existencia encubre dentro de sí misma algún secreto de la armonía final, ignorándolo o menospreciándolo, malograremos tal  secreto, y todos nuestros esfuerzos por una solución fracasarán por culpa de nuestra complaciente ignorancia de los verdaderos elementos del problema. Si, por otro lado, este aspecto de la existencia oculta un enemigo que debe ser abatido, pisoteado, extirpado, eliminado, incluso entonces no ganaremos nada subestimando su poder y su influencia sobre la vida, o rechazando constatar  cuán firmemente está enraizado en el pasado efectivo, y en los principios realmente operativos de la existencia.

            La guerra y la destrucción no son solamente un principio universal de nuestra vida, aquí en la tierra, en su aspecto puramente físico, sino que también rigen nuestra existencia mental y moral. Es evidente, para todo el mundo,  que en la vida real del hombre, tanto intelectual,  como social, política o moral, nosotros no podemos dar ningún paso verdadero hacia adelante sin que aparezcan la guerra y la lucha entre lo que existe y vive y lo que intenta existir y vivir, y entre todo lo que permanece detrás de ambas partes. Es imposible, al menos tal como son actualmente los hombres y las cosas, avanzar, crecer y realizar su meta y, al mismo tiempo, observar verdadera y totalmente ese principio de no perjudicar a nadie, que, sin embargo, se nos ofrece como la ley de conducta más elevada y mejor. ¿No deberíamos servirnos, decís vosotros, sólo de la fuerza del alma, y no destruir jamás, ni por la guerra ni por la violencia física, incluso para defendernos? Bien, la fuerza asúrica en el hombre y en las naciones puede, aunque hasta  donde  la fuerza el alma es efectiva, pisotear  todo, destrozar, exterminar, incendiar, corromper, como lo vemos hacer hoy, pero además a gusto y con toda libertad, y vosotros hayáis podido causar quizás tantas muertes, por vuestra abstención, como los demás recurriendo a la violencia; sin embargo, quizás habéis generado un ideal que algún día pueda  conducir -y que en todo caso debería conducir- a un mejor estado de cosas. Pero la fuerza del alma misma, cuando es efectiva, destruye. Solamente aquellos que la han utilizado con los ojos abiertos saben que es más terrible y destructiva que la espada y el cañón; y sólo aquellos cuya mirada no quede detenida en el acto y sus resultados inmediatos, pueden ver cuán terrorífico es el cortejo de sus efectos, cuántas cosas, a fin de cuentas, destruye, y, con estas cosas,  toda la vida que dependía y se nutrían de ellas. El mal  no puede perecer sin la destrucción de gran parte de lo que vive de este mal; y no es menos destrucción, incluso si nos es ahorrada, a nosotros personalmente, la sensación dolorosa de un acto de violencia.

            Además, cada vez que utilizamos esta fuerza del alma ponemos en pie una gran fuerza de karma contra nuestro adversario, de la cual no podemos controlar los movimientos subsecuentes. Vasishtha se sirve de la fuerza del alma contra la violencia guerrera de Vishwâmitra y los ejércitos de Huns, de Shakas y de Pallavas se precipitaron sobre el agresor. La simple  actitud de calma y pasividad del hombre espiritual, víctima de la violencia y de la agresión, despierta las terribles fuerzas cósmicas a una acción retributiva; entonces puede resultar más misericordioso oponerse, incluso por la fuerza, a aquellos que  representan el mal, que permitirles pisotear hasta que atraigan sobre sí una destrucción peor que la que nosotros jamás habríamos pensado infligirles. No es suficiente con que nuestras manos permanezcan limpias y nuestras almas, puras, para que la ley de la guerra y de la destrucción desaparezca del mundo; lo que está en su raíz debe ser, en primer lugar, arrancado de la humanidad. Mucho menos todavía la simple inmovilidad e inercia de aquellos que no desean, o son incapaces de oponer  alguna resistencia al mal, abrogarán esta ley; porque la inercia, el tamas, sin duda, daña mucho más de lo que puede hacerlo el principio rajásico de conflicto, que, al menos, crea más que destruye. Así pues, en lo que concierne al problema de la acción del individuo, su abstención a luchar y a su inevitable destrucción concomitante, bajo su forma más ordinaria y física, pueden ayudar al desarrollo de su propio ser moral, pero esa actitud deja intacta el poder del Asesino de las criaturas.

            Por lo demás, toda la historia de la humanidad sirve de testigo de la irreductible vitalidad y la persistente prevalencia de este principio en el mundo. Como paliativo, es natural que intentemos insistir sobre otros aspectos. La lucha y la destrucción no son todo; existe el principio salvador de asociación y ayuda mutua, lo mismo que el principio de disociación y de lucha; el poder del amor, no menos que el poder de la agresividad egoísta; el impulso a sacrificarse por los demás, además del de sacrificar a los demás por uno mismo. Pero cuando vemos cómo, de hecho, han operado estos principios verdaderamente, no estamos tentados a disimular o ignorar el poder de sus oponentes. La asociación no ha emergido solamente con el fin de la ayuda mutua, sino también, y al mismo tiempo, para la defensa y la agresión, para fortalecernos contra todos los ataques o resistencias en la lucha por la vida. La asociación misma se ha mostrado como un auxiliar de la guerra, del egoísmo, de la reivindicación y de la vida contra la vida. El amor mismo ha sido constantemente un poder de  muerte. Especialmente el amor del bien y el amor de Dios, tal como han sido adoptados por el ego humano, son responsables de muchos conflictos, masacres y destrucción. El autosacrificio es algo grande y noble, pero en su punto más culminante es un reconocimiento de la ley de la Vida por la muerte y llega a ser la ofrenda de uno mismo sobre el altar de algún  Poder que exige una víctima para que la obra deseada pueda llevarse a cabo. El simple pájaro que se enfrenta con el animal de presa en defensa de su polluelos, el patriota que muere por la libertad de su país, el mártir de una religión o de una idea, son, en grados diversos en la escala inferior y superior de la vida animal, ejemplos altísimos de auto-sacrificio, y es evidente en lo que ellos aportan testimonio.

            Pero si nos fijamos en los efectos generados, incluso se hace menos posible un pesimismo fácil. Ved a un patriota muriendo para que su país pueda ser libre, y considerad  ese país algunas décadas después de que el Señor del Karma ha pagado el precio de la sangre y del sufrimiento que fueron infligidos. Lo verás en su proceder como un opresor, un explotador y un conquistador de colonias y dependencias devorando a los demás pueblos para que él mismo pueda vivir, tener éxito para dominar. Los mártires cristianos perecieron a millares, oponiendo la fuerza del alma a la fuerza del imperio para que el Cristo venciera y el cristianismo prevaleciera. La fuerza del alma triunfa, el cristianismo prevalece, -pero no el Cristo; la religión victoriosa se convierte en una iglesia militante y dominadora y un poder más fanáticamente perseguidor que el credo y el imperio reemplazados por ella. Las religiones mismas se organizan en potencias de lucha recíproca y combaten entre sí encarnizadamente para vivir, crecer y poseer el mundo.

            Todo eso parece mostrar que aquí hay un elemento de la existencia -quizás el elemento inicial-, que nosotros no sabemos cómo dominar, sea porque no pueda ser dominado, o bien porque no hemos proyectado sobre él una mirada suficientemente imparcial para reconocerlo con calma y limpiamente y descubrir su naturaleza. Debemos mirar la existencia de frente si queremos llegar a la solución correcta, cualquiera que pueda ser ésta. Y mirar la existencia de frente es mirar a Dios de frente, porque ambas realidades no pueden estar separadas; como tampoco la responsabilidad de las leyes de la existencia cósmica puede ser retirada de Él, que las creó, o de Eso, que ha constituido el mundo. Sin embargo, aquí  queremos  de nuevo paliar y utilizar equivocadamente el lenguaje. Erigimos un Dios de amor  y de misericordia, un Dios de bondad, un Dios justo, equitativo y virtuoso, siguiendo nuestras propias concepciones morales de justicia,  virtud y equidad, y todo lo demás, decimos, no es Él, o no es Su obra, sino la  obra de algún poder diabólico al que Él permitió, por alguna razón cualquiera, elaborar su mala voluntad; o bien es la obra de algún obscuro Arihman, contrarrestando a nuestro gracioso Ormuzd; o incluso resulta de la falta de un hombre egoísta y pecador que ha corrompido lo que Dios hizo originariamente perfecto. Como si el hombre hubiera creado la ley que impone la muerte al mundo animal y la necesidad de devorarse entre sí, o ese espantoso proceso por el que la naturaleza crea, ciertamente, y preserva, pero al mismo tiempo, y por una acción gemela inextricable, mata y destruye.

            No hay más que un pequeño número de religiones que han tenido el coraje de decir sin ninguna reserva, como lo fueron las hindúes, que este enigmático poder cósmico es una Deidad única, una Trinidad, y de  representar la imagen de la Fuerza  que actúa en el mundo en la figura, no sólo de la benefactora Durga, sino también en la de la terrible Kalí, en su sanguinaria danza de destrucción, al decir: “Ésta también es la Madre; que sepas que ésta también es Dios; a esta también, adórale si tienes el coraje.” Y es significativo que la religión que ha tenido esta resuelta honestidad y este tremendo arrojo, ha obtenido éxito en crear una espiritualidad profunda y vastamente extendida, como ninguna otra puede igualar. Porque la verdad es la base de la espiritualidad real, y la bravura es su alma misma. Tasyai stayama âyatanam.

            Todo esto no quiere decir que la guerra y la destrucción sean el alfa y el omega de la existencia, ni que la armonía no sea más grande que la guerra, que el amor no manifieste más al Divino que la muerte, o que nosotros no debamos esforzarnos para reemplazar la fuerza física por la fuerza del alma, la guerra por la paz, la rivalidad por la unión, el odio por el amor,

el egoísmo por la universalidad, la muerte por la vida inmortal. Dios no es sólo el Destructor, sino también el Amigo de las criaturas; no es sólo la Trinidad cósmica, sino también el Trascendente; también la terrible Kalí es igualmente la Madre amante y benefactora; el Señor de Kurukshetra es el divino camarada y conductor del carro del combate, el seductor los seres, el Krishna encarnado. Y adondequiera que nos conduzca, a través de las luchas, de los conflictos y de la confusión, o cualquiera que sea la meta o estado divino al que  nos llame, será ciertamente a una trascendencia que sobrepasa  todos estos aspectos sobre los que tan firmemente hemos estado insistiendo. Pero, dónde y cómo, con qué clase de trascendencia y bajo qué condiciones, tenemos que descubrirlo; y para descubrirlo lo primero que se necesita es ver el mundo tal cual es, observar y valorar correctamente su acción, tal como se muestra al comienzo y ahora, para que a continuación se manifiesten más claramente el recorrido y la meta. Es preciso reconocer para qué es Kurkshetra; asimismo debemos someternos a la ley de la Vida por la muerte antes de que podamos encontrar nuestro sendero hacia la vida inmortal; igualmente tenemos que abrir nuestros ojos, con una mirada menos horrorizada que la de Arjuna, a la visión del Señor del Tiempo y de la Muerte, y dejar de repudiar, de odiar o de retroceder ante el Destructor universal.

 

 

VI

EL HOMBRE Y LA BATALLA DE LA VIDA

 

Así pues, si queremos apreciar en su universalidad la enseñanza de la Gîtâ, es preciso aceptar intelectualmente su punto de vista  y su audaz manera con la que concibe la naturaleza mani-festada y el proceso cósmico. El divino conductor del carro de Kurukshetra se revela, por un lado, como el Señor de todos los mundos, como el Amigo y la Guía omnisciente de todas las criaturas, y por el otro, como Tiempo y como Destructor “que emergen para la destrucción de estos pueblos.” La Gîtâ, siguiendo en esto el espíritu de la religión hindú, que abraza todo, afirma que este segundo aspecto también es Dios; no intenta escapar al enigma del mundo zafándose por la puerta falsa. Si, de hecho, no consideramos la existencia meramente como la acción mecánica de una Fuerza material bruta e independiente, ni tampoco como un juego, igualmente mecánico, de ideas y energías que surgen de una No-Existencia original, o bien  reflejándose en el alma pasiva, o incluso como la evolución de un sueño o de una pesadilla en la consciencia de superficie de una Trascendencia inmutable e indiferente que no queda afectada por este sueño y no toma parte real en él, si es que aceptamos, como lo hace la Gîtâ, la existencia de Dios, es decir, del Ser omnipresente, omnisciente y omnipotente, pero siempre trascendente, por quien el mundo es manifiesto y se manifiesta a Sí Mismo en el mundo, de un Dios que no es esclavo sino Señor de su Consciencia, de su Naturaleza o de Su Fuerza creadoras (Maya, Prakriti o Shakti), que no puede ser  contrariado ni frustrado en Su concepción y en Su propósito cósmicos por Sus criaturas, humanas o diabólicas, y que no necesita justificarse cambiando la responsabilidad de alguna parte de Su creación o de Su manifestación sobre lo que es creado o manifestado, entonces, en este caso, el ser humano debe partir de un acto de fe grande y difícil. Encontrándose él mismo en un mundo que es aparentemente un  caos de poderes en guerra, un conflicto de fuerzas vastas y obscuras, una vida que no subsiste más que por el constante cambio y por la muerte, amenazada por todos los lados por el dolor, el sufrimiento, el mal y la destrucción, debe ver en todo ello al Dios omnipresente; y consciente de que este enigma debe tener una solución, y de que más allá de esta Ignorancia en la que él mora tiene que existir un Conocimiento que puede conciliar todo, es preciso que recurra a esta fe como punto de apoyo. “Aunque me hagas perecer, yo confiaré en Ti.” Toda doctrina, o toda fe humana, si es activa y afirmativa, ya sea teísta, panteísta o atea, envuelve, de hecho, más o menos explícitamente, o completamente, tal actitud. Ella admite y cree: admite las contradicciones del mundo, cree en algún principio supremo -Dios, Ser universal o Naturaleza- que nos capacitará para trascender, superar o armonizar estas contradicciones; quizás incluso para llevar a cabo las tres cosas a la vez, es decir, para armonizar mediante la superación y la trascendencia.

            Así pues, en lo que concierne a las realidades de la vida humana, tenemos que aceptar este aspecto de lucha y de batalla, que se amplía a crisis extremas, tal como la de Kurukshetra. La Gîta, como hemos visto, toma como esquema uno de estos períodos de transición y crisis, como los que humanidad sufre periódicamente en el curso de su historia, en los que se baten poderosas fuerzas, con enormes destrucciones y reconstrucciones de orden intelectual, social, moral, religioso y político; de crisis semejantes en el estadio actual  de desarrollo psicológico y social, que acaban generalmente en una convulsión física de discordia, guerra o revolución. La Gîtâ parte de la aceptación de la necesidad en la Naturaleza de parecidas crisis violentas, y admite, no solamente el aspecto moral, la lucha entre la justicia y la injusticia, entre la ley del Bien, que tiende a afirmarse, y las fuerzas que se oponen a su progreso, sino también el aspecto físico, la guerra concreta por las armas, u otros conflictos físicos violentos entre seres humanos que representan poderes antagonistas. Debemos recordar que la Gîtâ fue redactada en un tiempo en el que la guerra era, incluso más todavía que ahora, una parte necesaria de la actividad humana, y la idea de su eliminación del diseño de la vida hubiera sido entonces una quimera absoluta. El evangelio de la paz universal y de la buena voluntad entre los hombres -porque sin una buena voluntad recíproca, íntegra y universal, no puede haber una paz real y permanente- nunca ha tenido éxito, aunque fuera por un momento, en tomar posesión de la vida humana en el curso de los ciclos históricos de nuestro desarrollo, porque moralmente, socialmente y espiritualmente, la humanidad no ha estado preparada, y porque el equilibrio de la Naturaleza en su evolución no le habría permitido una preparación inmediata para semejante trascendencia.

            Incluso ahora, nosotros no hemos progresado realmente más allá de la viabilidad de un sistema de acomodación de los intereses en conflicto que puede, a lo sumo, reducir la recurrencia de las peores formas de lucha. Y para aproximarse a esta fin ideal, el instrumento que la humanidad se ha visto forzada, por su propia naturaleza, a adoptar, es una monstruosa masacre recíproca sin paralelo en la historia; una guerra universal, llena de amargura y de odio irreconciliable, ¡es el camino más corto y el instrumento más eficaz que el hombre moderno ha encontrado para establecer la paz universal! Esta paz, que no reposa en ningún cambio fundamental de la naturaleza humana, sino solamente en nociones intelectuales, en conveniencias económicas, en un retroceso vital y sentimental ante la pérdida de vidas humanas, la crudeza y los horrores de la guerra, llevada a cabo por nada mejor que por ajustes políticos, no comporta ninguna garantía segura de solidez o de duración. Un día puede llegar, debe llegar seguramente, decimos nosotros, en el que la humanidad esté preparada espiritualmente, moralmente, socialmente, para el reino de la paz universal. Mientras tanto,  la batalla en tanto que aspecto de la vida, la naturaleza y la función del hombre como guerrero, tienen que ser aceptadas y toda religión y toda filosofía prácticas deben tenerlo en cuenta. La Gîtâ, que toma la vida como es, y no sólo como podría ser en un futuro más o menos lejano, busca cómo pueden ser armonizados este aspecto y esta función, necesarios en  la vida, con la existencia espiritual.

            Por esto es por lo que la Gîta está dirigida a un guerrero, a un hombre de acción, a alguien cuyo deber en la vida es hacer la guerra y la protección; la guerra como una función de gobierno para la protección de aquellos que son excusados de este deber, de quienes no pueden protegerse a sí mismos y por esta razón se hallan a merced de los poderosos y de los violentos; guerra, por añadidura y por extensión moral de esta idea, para asegurar la protección de los débiles y oprimidos y para el mantenimiento del derecho y de la justicia en el mundo. Porque todos estos ideales, el social y práctico,  el moral y caballeresco, forman parte de la concepción hindú del kshatriya, el hombre cuya función  es ser un guerrero, un gobernante y, en su naturaleza, caballero y rey. Aunque las ideas más generales y más universales de la Gîtâ sean para nosotros las más importantes, no debemos dejar completa-mente fuera de nuestra consideración el rasgo y la tendencia que ellas toman de la cultura hindú y del sistema social peculiar de donde han surgido. Este sistema difiere en sus concepciones del moderno. Para la mente moderna el hombre es un pensador, un trabajador (o productor) y un luchador, todo a la vez en él, y la tendencia del sistema social es reunir todas las actividades y exigir de cada individuo su contribución a la vida  y a las necesidades intelectuales, económicas y militares de la comunidad, sin prestar ninguna atención a las disposiciones de la naturaleza y carácter de cada individuo. La antigua civilización hindú insistía especialmente en la naturaleza, tendencia y carácter individuales, y trataba de determinar con ello el tipo ético, la función y el lugar en la sociedad. Además no consideraba al hombre primariamente como un ser social, ni la plenitud de su existencia social como el más alto ideal, sino más bien como un ser espiritual en proceso de formación y desarrollo, que tenía su vida social, su ley moral, el juego de su carácter y el ejercicio de su función como instrumentos y etapas de formación espiritual. El pensamiento y el conocimiento, la guerra y el gobierno, la producción y la distribución de las riquezas, la labor y el servicio, constituían funciones sociales cuidadosamente diferenciadas, estando asignadas cada una de ellas a quienes estaban, por naturaleza, llamados a ella, y suministrando el medio adecuado mediante el cual cada uno podría, individualmente, proceder sobre el camino hacia su desarrollo espiritual y auto-perfección.

            Ciertamente la idea moderna de una obligación común en todos los departamentos principales de la actividad humana tiene sus ventajas: favorece una mayor solidaridad, unidad y plenitud en la vida de la comunidad y un mayor desarrollo del ser humano completo en todas sus posibilidades, en oposición a las interminables divisiones, a la super-especialización del trabajo, al estrechamiento y a la limitación artificial de la vida del individuo, a las que, finalmente, condujo el sistema hindú. Pero también tiene sus inconvenientes, y, en algunas consecuencias de sus aplicaciones excesivamente lógicas, se ha desembocado en ridiculeces grotescas y a la vez desastrosas. Esto es suficientemente evidente en el carácter de la guerra moderna. Partiendo de la idea de una obligación militar común, impuesta a cada individuo para defender y luchar por la comunidad por la cual él vive y se beneficia, ha surgido el sistema por el  cual todo hombre de la nación es lanzado a la trinchera sangrante para matar y ser matado; pensadores, artistas, filósofos, sacerdotes, comerciantes, artesanos, todos desagarrados de sus  funciones naturales, la vida entera de la comunidad desorganizada, la razón y la consciencia holladas, el mismo ministro religioso que es asalariado del Estado, o llamado por su función a predicar el evangelio de la paz y del amor, ¡forzado a renegar de su fe y convertirse en un carnicero de sus hermanos! No sólo la consciencia y la naturaleza son violadas por el fíat arbitrario del Estado militar, sino que la defensa nacional, arrastrada a situaciones extremadamente insensatas, hace lo propio para convertirse en un suicidio colectivo.

            La civilización hindú, por el contrario, se ha propuesto siempre como meta principal reducir al mínimo la incidencia y el desastre de la guerra. Con este propósito limitó la obligación militar a una clase poco numerosa que, por su nacimiento, naturaleza y tradiciones, estaba destinada a esta función y que encontraba allí sus medios naturales de desarrollo por el despliegue en su alma de las cualidades de coraje, fuerza disciplinada, desinteresadamente compasiva y  de nobleza caballeresca a las que la vida de soldado, proseguida bajo la presión de un ideal elevado, ofrece un campo y unas oportunidades. Los demás de la comunidad estaban, en todo caso, protegidos del asesinato y del ultraje; su vida y ocupaciones estaban tan mínimamente interferidas como fuera posible. No estaba confiada  a las tendencias combativas y destructivas de la naturaleza humana más que en un ámbito restringido, confinado a una especie  de terrenos cercados, de manera que se causara la menor cantidad de daño a la vida general de la comunidad humana, mientras que, al mismo tiempo, la función de la guerra, por estar sujeta  a elevados ideales éticos, y a todas reglas posibles de humanidad y caballerosidad, suponía la obligación de ayudar al ennoblecimiento y a la elevación, en vez de al embrutecimiento, de aquellos que la ejercían. Hay que tener muy presente  que es una guerra de esta clase, sometida a estas condiciones, la que la Gîtâ tenía en perspectiva, una guerra considerada como una parte inevitable de la vida humana, pero tan restrictiva y regulada como para servir, tanto como las demás actividades, al desarrollo espiritual y moral que entonces se consideraba como el objetivo total y verdadero de la vida, una guerra destructiva, dentro de unos límites cuidadosamente fijados, de la vida corporal del hombre individual, pero constructiva de su vida interior y de la elevación moral de la raza. Que esta guerra haya ayudado en el pasado, cuando estaba sometida a un ideal, a esta elevación,  así como al desarrollo de la caballerosidad y del caballero, el ideal hindú del kshatriya, el ideal japonés del samurai, no puede ser negado más que por los fanáticos del pacifismo. Una vez que ha cumplida su función, puede entonces desaparecer; pero si intenta sobrevivir a su utilidad, se manifestará como una pura brutalidad, una violencia despojada de su ideal y de sus aspectos constructivos, y será rechazada por la mente humana en desarrollo; pero debe ser reconocido su servicio pasado a la humanidad, para hacerse una justa visión de nuestra evolución.

            El hecho físico de la guerra, sin embargo, no sólo es una manifestación particular y exterior de un principio general de la vida; y el kshatriya, la manifestación externa y el tipo  de un carácter general necesario para la integridad de la perfección humana. La guerra tipifica y encarna físicamente el aspecto de la batalla y de la lucha que pertenece a toda vida, tanto a nuestra vivencia interior como a la exterior, en un mundo cuyo método es el enfrentamiento y la lucha de fuerzas; estas fuerzas progresan mediante una destrucción mutua hacia un ajuste continuamente cambiante que expresa una progresiva armonización y una aspiración a una armonía perfecta basada en alguna potencialidad todavía incomprendida de la unidad. El kshatriya es el tipo y la encarnación humana del luchador en el hombre, que acepta este principio de  vida y se  enfrenta  a él, como un guerrero que se esfuerza por dominar, no retrocediendo ante la destrucción de los cuerpos y de las formas, sino apuntando, a través de todo ello, a la realización de ciertos principios de derecho, de justicia, de ley, que  constituyen la base de esta armonía hacia la cual tiende toda la lucha.  La Gîtâ acepta este aspecto de la energía universal y el hecho físico que la encarna: la guerra, que es la contradicción extrema de la elevada aspiración del alma a la paz interior y  a la no-violencia exterior1 . Ella se dirige al hombre de acción, al que se esfuerza y al luchador: el kshatriya, necesariamente zambullido en un torbellino de combates y de acción, que parecen ser la contradicción misma del ideal elevado del alma de poder calmo y de auto-dominio,  busca, para resolver la contradicción, un punto en el que sus dos términos se unan y un equilibrio que sea la primera base esencial de esta armonía y de esta trascendencia.

            El hombre responde en la batalla de la vida de la manera más en consonancia con la cualidad esencial dominante de su naturaleza. Hay, según la filosofía shankyana, y aceptada a este respecto por la Gîtâ, tres cualidades esenciales o modos de energía universal, y también, por lo tanto, tres cualidades esenciales de la naturaleza humana: sattwa, el modo del equilibrio, del conocimiento y de la satisfacción; rajas, el modo de la pasión, de la acción y de la emoción luchadora; tamas, el modo de la ignorancia  y de la inercia. Dominado por el tamas, el hombre no responde suficientemente a la acometida y al choque de las energías del mundo que  se arremolinan en torno de él y que convergen en él, sufre sus golpes y está sometido, atormentado y abrumado por ellas; todo lo más,  ayudado por las otras cualidades, el hombre tamásico busca solamente de algún modo sobrevivir,  subsistir mientras pueda, refugiarse en la fortaleza de una rutina establecida de pensamiento y acción,  donde se siente, en cierta medida, protegido de la batalla, e incluso rechazar las exigencias que su naturaleza más elevada impone sobre él, excusado de aceptar la necesidad de mayores luchas y de un ideal de esfuerzo y dominio crecientes. Dominado por rajas, el hombre se lanza a la batalla e intenta utilizar esta lucha de fuerzas para su propio beneficio egoísta, para matar, conquistar, dominar, gozar; o, ayudado en cierta medida por la cualidad sáttwica, el hombre rajásico hace de la lucha misma un instrumento para ampliar su dominio interior, su goce, su poder, y su posesión. La batalla de la vida llega a convertirse en su deleite y su pasión; en parte, por su propio bien, por el placer de la actividad y el sentimiento de poder; en parte, como un instrumento de su crecimiento y auto-desarrollo natural.  Dominado por sattwa, el hombre, en medio de la disensión,  anda en busca de un principio de ley, de derecho, de equilibrio, de armonía, de paz y de satisfacción. El hombre puramente sáttwico tiende, generalmente por una especie de desapego interior, o incluso por un rechazo exterior de los conflictos y de la agitación de la energía activa del mundo, a buscar en él mismo este principio, ya sea para sí mismo exclusivamente, o con el impulso de comunicarlo, una vez adquirido, a otros espíritus;  pero si la mente sáttwica acepta parcialmente el impulso rajásico, busca más bien imponer este principio de equilibrio y armonía a la lucha y al caos aparente para preparar una victoria de la paz, del amor y de la armonía sobre el principio de la guerra, de la discordia y del conflicto. Todas las actitudes adoptadas por la mente humana con respecto al problema  de la vida, derivan, o bien del dominio de una u otra de estas cualidades, o incluso de un intento de establecer un equilibrio y armonía entre ellas.

            Pero aquí también llega una fase en la que la mente se aparta del problema total e, insatisfecha con las soluciones que le ofrece el triple modo de la Naturaleza, traigunya, trata de encontrar alguna solución superior, fuera de esta Naturaleza, o incluso por encima de ella. Busca una salida hacia algo que sea, o bien exterior y vacío de toda cualidad, y por tanto de toda actividad, o bien superior a las tres cualidades y dominador de ellas -y por consiguiente, capaz de acción- y al mismo tiempo no afectado ni dominado por esta acción: hacia el nirguna o hacia el trigunâtîta. Aspira, ya sea  a una paz absoluta de la existencia incondicionada, o a la calma dominante de una existencia superior. El movimiento natural de la primera actitud tiende hacia la renuncia del mundo, sannyâsa; el de la segunda, hacia un estado de superioridad frente a las exigencias de la Naturaleza inferior y sus turbulencias de acciones y reacciones; su principio es la igualdad de alma y la renuncia interior a las pasiones y deseos. La primera es el impulso inicial de Arjuna retrocediendo ante el resultado calamitoso de toda su actividad heroica en el gran cataclismo de la batalla y del exterminio, Kurukshetra; ante la pérdida total del principio de acción que ha seguido hasta aquí, la inacción y el rechazo de la vida y de sus exigencias le parecen la única salida. Pero es a un estado de superioridad interior y no a la renuncia física a la vida y a la acción a lo que llama la voz del Maestro divino.

            Arjuna es el kshatriya, el hombre rajásico que gobierna su acción rajásica mediante un elevado ideal sáttwico. Avanza hacia esta gigantesca batalla, a este Kurukshetra, como a “una fiesta del combate”, con la plena aceptación de la alegría de la batalla, pero con una confianza orgullosa en la rectitud de su causa; así pues, avanza en su rápida cuadriga desgarrando el corazón de sus enemigos con el estruendo victorioso de su trompa de guerra; porque él quiere mirar a todos estos reyes de hombres, llegados a este lugar para defender contra él la causa de la injusticia y establecer como regla de vida el desprecio de la ley, la justicia y la verdad, que  reemplazarían por la ley de un egoísmo orgulloso y arrogante. Cuando esta confianza se desmorona dentro de él, cuando es derribado de lo alto de su actitud habitual y de los fundamentos mentales de su vida, es por el efecto de una eclosión de la actividad tamásica en el hombre rajásico lo que, -en un movimiento de retroceso, hecho de estupor, de dolor, de horror, de consternación, de desánimo-, le arroja en el extravío del espíritu, en la lucha de la razón contra sí misma, para hundirla en el principio de ignorancia e inercia. Esto tiene como resultado inducirle a la renuncia: antes  la vida del que vive mendigando la caridad que el dharma del kshatriya, que esta batalla y acción culminando en un exterminio total, que este ideal de dominio, gloria y poder que no puede ser adquirido más que mediante la destrucción y el derramamiento de sangre, que esta conquista de la alegría manchada de sangre, que esta defensa de la justicia y del derecho que contradice toda rectitud, y que  esta afirmación de la ley social, que destruye, por sus procedimientos y consecuencias, todo lo que constituye la sociedad.

            El sannyâsa es la renuncia a la vida, a la acción y al triple modo de la Naturaleza; pero este estado no puede ser estimulado más que por alguna de las tres cualidades (gunas). Esta incitación puede ser tamásica, un sentimiento de impotencia, de miedo, de aversión, de disgusto, de horror del mundo y de la vida; o puede ser la cualidad rajásica, que tiende hacia el tamas: un sentimiento de lasitud en el esfuerzo, de tristeza, de desencanto, de rechazo a aceptar por más tiempo este vana confusión de actividad con sus dolores  y su eterna insa-tisfacción. O bien puede ser el impulso de rajas, que tiende hacia sattwa: el impulso para llegar a  algo más elevado que todo lo que pueda ofrecer cualquier vida, para conquistar un estado superior, de poner la vida misma a los pies de una fuerza interior que intenta cortar todas las ataduras y sobrepasar todos los límites. O incluso puede ser el impulso sáttwico: una percepción intelectual de la vanidad de la vida y la ausencia de toda meta real y de  toda justificación a esta ronda eterna de la existencia del mundo; o incluso una percepción espiritual del Intemporal , del Infinito, del Silencioso, de la Paz del más allá sin nombre y sin forma. El retroceso de Arjuna es el retroceso tamásico ante la acción del hombre a la vez sáttwico y rajásico. El Maestro podría afirmar este movimiento en su orientación, utilizándolo como una entrada sombría a la pureza y a la paz de la vida ascética; o podría purificarla de un golpe  o elevarla a las raras alturas de la tendencia sáttwica a la renuncia. En realidad, no hace ni lo uno ni lo otro. Desalienta el retroceso tamásico así como la tendencia a la renuncia; exige proseguir la acción, y precisamente esta acción violenta y terrible, pero orienta al discípulo hacia otra renuncia más íntima, que constituye la verdadera salida de su crisis y el camino hacia la superioridad del alma sobre la Naturaleza universal, e incluso hacia la acción de su alma tranquila y dueña de sí misma, en el universo. La enseñanza de la Gîtâ es, no un ascetismo físico, sino una ascesis interior.

 

 

 

VII

LA FE DEL GUERRERO ARIO1

 

La respuesta del Maestro divino al primer desbordamiento  del apasionado examen de consciencia de Arjuna, por su repugnancia  a la masacre, por su sentimiento de pesar y de pecado, por su aflicción ante una vida vacía y desolada, por su pronóstico en cuanto los deplorables efectos de una mala acción, es una reprobación enérgica. Todas estas reacciones, le dice, no son más que una confusión de la mente y una ilusión, debilidad de  corazón y cobardía, una degradación de la virilidad del guerrero y del héroe. Esto no es lo propio del hijo de Prithâ; jamás debería, de esa manera, el campeón y  principal esperanza de una causa justa, abandonarla en el preciso momento de  crisis y de peligro,  ni tolerar que un inesperado estupor  de su corazón y de sus sentidos, el ofuscamiento de su razón, y el derrumbamiento de su voluntad, le traicionen hasta el punto de hacerle deponer sus armas divinas y  rechazar la obra que Dios le confió.  Ésta no es la actitud esperada y adoptada por el hombre ario; este sombrío estado de ánimo no le llovió del cielo, ni puede conducir a él; y sobre la tierra se convierte en una degradación de la gloria que está reservada al coraje, al heroísmo y a las acciones nobles. ¡Que arroje lejos de él esta piedad enfermiza y auto-indulgente, que reaccione y aplaste a sus enemigos!

            Esta sería, podría decirse, la respuesta de héroe a héroe, pero no la de un Maestro divino a su discípulo, de quien esperaríamos más bien que le animara a la bondad, a la santidad, a la abnegación y a retirarse de los objetivos y senderos mundanos. Pero la Gîtâ dice expresamente que Arjuna acaba de deslizarse con esa conducta hacia una posición de debilidad nada edificante, - “sus ojos, cargados de aflicción y rompiendo en lágrimas,  su corazón, desbordado por la tristeza y el desánimo” porque está invadido por la piedad, krpayâvistam. ¿Pero no es la piedad una debilidad divina? ¿No es la piedad una emoción divina que en ningún caso  debería desalentarse con reprobaciones tan duras? ¿O estamos ante a un mero evangelio de la guerra y de las acciones heroicas, ante una fe en un poder y en una fuerza arrogantes propios de Nietzsche, o ante una lección de dureza hebraica o teutona, que entiende la piedad como una debilidad, admitida por el héroe noruego, que agradece a Dios que le haya concedido un corazón insensible? No; la enseñanza de la Gîtâ brota de una fe genuina hindú, y la compasión ha figurado siempre en su espíritu como uno de los elementos más comprensivos de la naturaleza divina. El Maestro mismo, enumerando en un capítulo posterior las cualidades de naturaleza divina en el hombre, cita entre ellas la compasión a las criaturas, la bondad, la liberación de la ira y del deseo de matar y hacer daño, y la considera al mismo nivel que  la intrepidez,  el entusiasmo y la energía. La brutalidad, la dureza, la crueldad, la satisfacción en el exterminio de los enemigos y el amasamiento inicuo de la riqueza y las posesiones, por el contrario, son cualidades asúricas; proceden de la violenta naturaleza de los titanes, que niegan la Divinidad en el mundo, y al Divino en el hombre, y no rinden tributo más que al Deseo como su única divinidad. Así pues, la debilidad de Arjuna  no merece la censura desde tal punto de vista.

            “¿De dónde te ha llegado esta debilidad, esta vergüenza y esta obscuridad del alma en un momento de dificultad y de peligro?” inquiere Krishna de Arjuna. Esta  pregunta hace entrever la verdadera naturaleza que ha inducido a Arjuna a desviarse de sus cualidades heroicas. Hay una compasión divina que desciende a nosotros de las alturas, pero para el hombre cuya naturaleza no la posee, ni  ha sido vaciada en su molde, pretender ser superior,  dominador o superhombre, constituye una locura y una insolencia, porque sólo se es superhombre cuando uno manifiesta  la más elevada naturaleza del Divino en la humanidad. Esta compasión observa con amor, sabiduría y una vigilancia serena, la batalla y la lucha, la resistencia y la debilidad del hombre, sus virtudes y vicios, sus alegrías y sufrimientos,  su sabiduría  e ignorancia, su prudencia y  locura, sus aspiraciones y  fracasos, y participa en todas las situaciones para aliviar y curar. En el santo y en el filántropo puede adoptar la forma de la plenitud del amor o de la caridad; en el pensador y en el héroe asume la amplitud y la potencia de una sabiduría y de una fuerza compasivas. Es esta compasión, en el guerrero ario, el alma de su gentileza, la que rechaza quebrar la caña homicida, pero a su vez asiste y protege al débil y al oprimido, al herido y al vencido. Pero es también la compasión divina la que derriba al tirano despiadado y al opresor altivo, no con cólera ni con odio –porque éstas no forman parte de las elevadas cualidades divinas; la cólera de Dios contra el pecador, Su  rencor al malvado, son fabulaciones de creencias semi-instruidas; y lo mismo ocurre con  la tortura eterna de los infiernos que tales creencias han inventado-, sino, como comprendió claramente la antigua espiritualidad hindú, con tanto amor y compasión por el titán poderoso, inducido a error por su fuerza y herido por sus pecados, como por los desgraciados y  oprimidos, que tienen que ser amparados de su violencia e injusticia.

            Pero no es ésta la compasión que manifiesta Arjuna al rechazar su obra y su misión. No es ésta la compasión, sino una impotencia cargada de piedad por sí mismo, un retroceso ante el sufrimiento mental que su acción debe causarle, -“Yo no veo lo que podría despojarme de este dolor que reseca mis sentidos.”- Para un ario la autocompasión es lo más bajo e indigno de cuanto puede decirse de él. Su piedad por los demás  constituye también una forma de auto-indulgencia; es el horror físico de los nervios inspirado por el acto de matar, es el encogimiento emocional y egoísta del corazón ante la destrucción de los Dhritarâshtrians porque son “su propio pueblo”, y porque sin ellos la vida se tornaría vacía. Esta piedad es una debilidad de la mente y de los sentimientos –una debilidad que muy bien puede ser conveniente para hombres en un estado inferior de desarrollo, quienes, si no fueran débiles serían duros y crueles, porque les hace cambiar las expresiones más duras de su sensibilidad egoísta por otras más amables; les es preciso apelar al tamas, principio de la debilidad, para ir en auxilio de sattwa, principio de la luz, y sofocar así la fuerza y los excesos de sus pasiones rajásicas. Pero este comportamiento no es propio del hombre ario desarrollado, que  tiene que evolucionar, no por la debilidad, sino por una ascensión continua de fuerza en fuerza. Arjuna es el hombre divino, el hombre dominador en vías de formación y, como tal, ha sido elegido por los dioses. Le ha sido encomendada una misión; tiene a Dios junto a él en su carro; empuñado el arco celestial, Gandiva; delante, los campeones de la iniquidad, quienes se oponen a que el Divino conduzca el mundo. No es  a él a quien corresponde determinar lo que se hará o no a tenor de sus emociones y movimientos pasionales, ni retroceder ante una destrucción necesaria al atender el clamor de su corazón  o de  su razón egoísta, ni declinar ejecutar su labor porque aporte dolor y la sensación de vaciedad a su vida, o porque, por la ausencia de miles de personas que deben perecer,  sus concebibles efectos carezcan de valor ante sus ojos. Todo esto supone, por debilidad, despojarse de su naturaleza superior. Él no debe fijarse más que en la obra que hay que llevar a cabo, kartavyam karma; no tiene que escuchar más que la orden divina infundida a través de su naturaleza guerrera y no debe interesarse más que por el mundo y por el destino de la humanidad que le pide, como hombre enviado por los dioses, que la asista en su marcha, y dejar libre su camino de los siniestros ejércitos que la asedian.

            En su respuesta a Krishna, Arjuna admite la reprobación, aun cuando proteste contra la orden que recibe, y la rechace. Es consciente de su debilidad y sin embargo se sujeta a ella. Está de acuerdo en que es su pobreza de espíritu la que le ha despojado de su naturaleza verdadera y heroica; toda su consciencia está aturdida en su visión del bien y del mal, y en este desorden acepta al Amigo divino como su maestro; pero los apoyos emocionales e intelectuales sobre los que él basaba su sentido de rectitud, han sido enteramente barridos y no puede aceptar una orden que parece atraer sólo a su antiguo punto de vista y que no le proporciona una base nueva para la acción. Intenta, además, justificar su rechazo a actuar, y pone delante como excusa las quejas de sus nervios y de su ser sensorial, que retroceden ante el exterminio y su secuela de goces sangrientos; los derechos de su corazón, que le hacen replegarse ante el dolor y la vaciedad de la vida, que constituirían el efecto su acción; el derecho de sus conceptos morales habituales, que quedan horrorizados por la necesidad de matar a sus gurús, Bhisma y Drona; los derechos de su razón que no ven más que resultados  desagradables y ninguna ventaja  en la obra terrible y violenta que le es asignada. Está decidido, sobre sus antiguas bases de pensamiento y motivos, a no combatir, y espera en silencio la respuesta a las objeciones que le parecen irrefutables. Son a estos derechos del ser egoísta de Arjuna a los que Krishna se propone, en primer lugar, reducir a la nada para conceder espacio a la ley superior, que trasciende todos los motivos de acción egoístas.

            La respuesta del Maestro procede en dos líneas diferentes; la primera es breve y está fundamentada en las ideas más elevadas de la cultura general aria, en la que Arjuna ha sido educado; la segunda, es otra explicación pero más amplia, basada en un conocimiento más íntimo que  permite el acceso a verdades más profundas del ser humano, el cual constituye el verdadero punto de partida de la enseñanza de la Gîtâ. La primera se apoya en concepciones filosóficas y morales del Vedanta, y en las ideas sociales de deber y de honor que establecieron los fundamentos éticos de la sociedad aria. Arjuna ha intentado justificar su rechazo por razones de orden ético y racional, pero lo que en realidad ha hecho es encubrir con palabras de aparente racionalidad la rebeldía de sus emociones ignorantes e indisciplinadas. Ha hablado de la vida física y de la muerte del cuerpo como si éstas fueran realidades primarias, pero tales realidades no son esenciales para el sabio o el pensador. El dolor por la muerte corporal de los amigos y parientes es una desgracia no ratificada por la sabiduría  y el conocimiento verdaderos. El hombre ilustrado no se aflige por los vivos, ni tampoco por los muertos; sabe que el sufrimiento y la muerte no son más que simples incidentes en el curso de la historia del alma. La realidad es el alma, no el cuerpo. Todos esos reyes de hombres, por cuya muerte próxima llora Arjuna, han vivido ya anteriormente, y de nuevo tomarán posesión de un cuerpo humano;  porque del mismo modo que el alma pasa físicamente por la niñez, la juventud y la edad madura, así también pasa de un cuerpo a otro. La mente calma y sabia, el dhîra, el pensador que observa la vida establemente sin dejarse distraer o cegar por sus sensaciones y emociones, no es engañado por las apariencias materiales; no permite que la llamada de la sangre, de sus nervios y de su corazón nuble su juicio, o contradiga a su conocimiento. Él ve, más allá de los hechos aparentes de la vida del cuerpo y de los sentidos, el hecho real de su ser, y se eleva, por encima de los deseos físicos y emocionales de la naturaleza ignorante,  hacia la única y verdadera meta de la existencia humana.

            ¿Cuál es este hecho real, esta meta más elevada? El hecho de que la vida humana y la muerte se repitan a través de los eones de los grandes ciclos del mundo, no es más que un largo proceso por el que el ser humano se prepara y se hace apto para la inmortalidad. ¿Y cómo debe prepararse? ¿Qué hombre está capacitado para ello? Es aquél que deja de observarse como una vida y un cuerpo, aquél que no acepta las experiencias materiales y sensoriales del mundo en su propio valor o en el que les atribuye el hombre físico, aquél que se conoce a sí mismo y a todos los demás como almas, aquél que aprende a vivir en su alma y no en su cuerpo, y que en sus relaciones con los demás los trata también como almas y no como simples seres físicos. Porque inmortalidad no significa sobrevivir a la muerte -esto pertenece ya a toda criatura dotada de una mente-, sino trascender la vida y la muerte; significa esa ascensión por la que el hombre deja de vivir como cuerpo animado por la mente, para vivir finalmente como espíritu y en el Espíritu. Cualquiera que esté sujeto a la tristeza y a la aflicción, cualquiera que sea esclavo de las sensaciones y emociones, absorbido por los contactos con las cosas transitorias, no puede ser apto para la inmortalidad. Todo esto debe ser soportado hasta su conquista, hasta que el hombre liberado no experimente dolor alguno, hasta que sea capaz de acoger todos los acontecimientos materiales del mundo, gozosos o tristes, con una igualdad de alma, sabia y calma, como los acoge el Espíritu eterno, tranquila, en lo más secreto de nosotros. Ser perturbado por la aflicción y el horror, como lo fue Arjuna, ser desviado por ellos del camino que hay que recorrer, ser vencido por la auto-compasión, ser intolerante al dolor y retroceder ante una circunstancia  tan insignificante como inevitable, como es la muerte del cuerpo, es la prueba de una ignorancia no aria. No es así como el ario, con una solidez tranquila, debe escalar hacia la vida inmortal.

            No existe tal cosa como la muerte, ya que es el cuerpo el que muere, y el cuerpo no es en absoluto el hombre. Lo que  verdaderamente es, no puede salir fuera de la existencia, aunque cambie las formas por las cuales aparece; e igualmente, lo que no existe, no puede entrar en el ser. El alma es y no puede dejar de ser. Esta oposición entre lo que es y lo que no es, este equilibrio entre el ser y el devenir, que constituyen el punto de vista mental de la existencia, se resuelven finalmente en la realización por el alma del Yo único e imperecedero, por quien  ha sido desplegado todo este universo. Los cuerpos finitos tienen un fin, pero Eso que posee y utiliza el cuerpo es infinito, ilimitado, eterno e indestructible;  abandona el cuerpo anterior inservible y toma otro nuevo, de la misma manera que un hombre cambia su vestimenta raída por otra nueva. Y ¿qué hay en todo esto como para tener motivos de lamentarse, angustiarse u horrorizarse? Eso es no-nacido, no muere, ni es algo que llegue a la existencia en un momento dado y  a continuación desaparezca para no volver jamás. No tiene nacimiento, es antiguo, sempiterno; no es matado cuando se mata al cuerpo. ¿Cómo puede ser matado el espíritu inmortal? Las armas no pueden lesionarlo, ni el fuego, quemarlo, ni el agua, empaparlo, ni el viento, secarlo. Eternamente estable, inmóvil, penetrándolo todo, es por siempre y para siempre. No se manifiesta como el cuerpo, ya que es superior a toda manifestación; no puede ser analizado por el pensamiento, pues que está por encima de toda inteligencia; no está sujeto al cambio ni a la modificación, como lo están la vida, sus órganos y sus objetos, sino que está más allá de los procesos cambiantes de la mente, de la vida y del cuerpo. Y sin embargo, es la Realidad que todo lo demás se esfuerza por representar.

            Incluso si la verdad de nuestro ser fuera menos sublime, menos vasta, menos  intangible en la muerte y en la vida, si el yo estuviese constantemente sujeto al nacimiento y a la muerte, incluso entonces la muerte de los seres tampoco debería ser una causa de dolor, porque es una circunstancia inevitable para la manifestación propia del alma. Su nacimiento es una aparición fuera de un estado en el que el alma no es inexistente sino solamente no manifiesta a nuestros sentidos mortales; y la muerte es un retorno a este mundo o estado no manifiesto y de donde reaparecerá de nuevo en el mundo físico. El barullo montado por la mente física y los sentidos físicos sobre la muerte y el terror que ésta inspira, ya sea en el lecho del enfermo o en el campo de batalla, es la más ignorante de las reacciones nerviosas. Llorar a los muertos es afligirse  de una manera ignorante por quienes no hay motivo alguno para llorar, ya que no han salido de la existencia, ni han sufrido ningún cambio de estado doloroso o terrible, puesto que, después de la muerte, ni están menos vivos,  ni en circunstancias más penosas que las experimentadas durante la vida.

            Pero en realidad, la verdad más alta es la única verdad. Todo es ese Yo, ese Uno, ese Divino que nosotros observamos, del que hablamos y oímos hablar como la maravilla que sobrepasa nuestra comprehensión,  porque después de todas nuestras búsquedas y  de todas nuestras declaraciones de conocimiento, y a pesar de lo que hemos aprendido de quienes lo poseen, ninguna mente humana ha conocido jamás este Absoluto. Es Esto lo que está aquí velado por el mundo, el señor del cuerpo; toda vida no es más que su sombra; la llegada del alma a la manifestación física y  nuestra salida de ella por la muerte, no es más que uno de sus movimientos menores. Una vez que nos conocemos como Eso, hablar de nosotros como muertos o matados es algo absurdo. Una sola cosa, en la cual tenemos que vivir, es la verdadera: el Eterno, manifestándose como el alma del hombre en el gran ciclo de su peregrinaje, con el nacimiento y la muerte como piedras miliares, con los mundos de más allá como lugares de descanso, con todas las circunstancias de la vida,  felices e infelices, como medios de nuestro progreso, como  campo de batalla y de victoria, y finalmente con la inmortalidad como la casa a la que viaja el alma.

            “Por esto, dice el Maestro, se descarta esta vana preocupación y este horror, y por esto combates, oh hijo de Bharata.” Pero ¿por qué semejante conclusión? Este elevado y vasto conocimiento, esta vigorosa auto-disciplina de la mente y del alma, por las que debemos elevarnos por encima de las exigencias de las emociones y del fraude de los sentidos hacia el verdadero conocimiento de nosotros mismos, pueden en verdad liberarnos de la tristeza y de la ilusión; pueden realmente curarnos del miedo a la muerte y de la aflicción por los que mueren;  pueden mostrarnos en verdad que aquellos de quienes decimos que están muertos, no lo están en absoluto, ni tenemos que estar afligidos por ellos, ya que no han hecho más que  pasar  a un más allá; pueden efectivamente enseñarnos a considerar con calma los más terribles asaltos de la vida, y  a ver la muerte del cuerpo como algo apenas significativo; pueden elevarnos hasta concebir todas las circunstancias de la vida como una manifestación del Uno y como medios para que nuestras almas se eleven por encima de las apariencias mediante una evolución ascendente hasta reconocernos como el Espíritu inmortal. Pero, ¿cómo se justifican la acción exigida a Arjuna y el exterminio de Kurukshetra? La respuesta es que ésta es la acción exigida de Arjuna  sobre el sendero que debe recorrer; se presenta inevitable en la realización de su función, tal como le exige su svadharma, su deber social, la ley de su vida y la ley de su ser. Este mundo, esta manifestación del Yo en el universo material no es sólo un ciclo del desarrollo interior, sino también el campo en el que las circunstancias externas de la vida deben ser aceptadas como condiciones y ocasiones  para este desarrollo.  Es un mundo de ayuda mutua y de lucha; el progreso que nos permite  no es un deslizamiento pacífico y sereno a través de alegrías fáciles, sino que cada paso tiene que ser ganado mediante un esfuerzo heroico y mediando un conflicto de fuerzas opuestas. Quienes han asumido la lucha interior y exterior, incluso el choque físico más potente de todos, el de la guerra, son los kshatriyas, los hombres fuertes; la guerra, la energía, la nobleza, el coraje, son su naturaleza; la defensa del derecho y una aceptación sin reservas de lo que se halla en juego en la batalla es su virtud y su deber.  Porque es un hecho permanente la lucha entre el bien y el mal, entre la justicia y la injusticia, entre las fuerzas que protegen y las que violan y oprimen; y una vez que el desenlace final es el conflicto físico, el campeón que enarbola la bandera del Derecho no debe temblar ni vacilar ante la terrible y violenta naturaleza de la obra que debe llevar a cabo; por una piedad equívoca en favor del violento y del cruel, y por el horror físico que inspira la inmensa destrucción decretada, no debe abandonar a sus seguidores o combatientes que están de su parte, ni traicionar la causa, ni dejar arrastrar por el polvo, ni ser pisoteado en el lodazal por los pies sangrientos del opresor, el estandarte del Derecho y de la Justicia. Su virtud y su deber están en la batalla y no en abstenerse de la lucha; el pecado no sería para él exterminar, sino negarse a matar.

            A continuación el Maestro deja a un lado por un momento este punto para dar otra respuesta a la queja de Arjuna por el horror a la muerte de sus allegados, lo cual vaciaría su vida de toda razón para vivir. ¿Cuál es el verdadero objetivo de la vida de todo kshatriya y su verdadera felicidad? No su propio placer, la  felicidad doméstica y una vida de confort y de alegrías pasajeras en compañía de amigos y parientes; su verdadero fin en la vida es la batalla por la justicia, y su mayor felicidad, encontrar una causa por la que pueda ofrendar su vida, o, si obtiene la victoria, ganar la gloria y la corona del héroe. “No existe bien más grande para el kshatriya que una guerra justa, y cuando tal circunstancia les llega de sí misma, como si se le abriesen las puertas del cielo, felices entonces están los kshatriyas. Y tú, si no libras esta batalla por la justicia, entonces habrás abandonado tu deber, tu virtud y tu gloria, y el pecado será tu porción.” Por semejante rechazo, se expondrá a la vergüenza  y al reproche de la cobardía, de la debilidad y de la pérdida de su honor de kshatriya. Porque, ¿cuál es la peor desgracia para un kshatriya? Es la pérdida de su honor, de su reputación, de su noble condición entre los hombres poderosos, los hombres de coraje y de poder; esto es  para él es mucho peor que la muerte. La batalla, el coraje, el poder, la autoridad, la disciplina, el honor de los bravos, el cielo de aquellos que caen noblemente, tal es el ideal del guerrero. Envilecer este ideal, permitir que este honor sea mancillado, ofrecer el ejemplo de ser un héroe glorioso entre los héroes, pero cuya acción queda abierta al reproche de la cobardía y de la debilidad, rebajando así las normas morales de la humanidad, es ser falso ante sí mismo y ante el mundo en lo él que exige de sus líderes y de sus reyes. “Muerto, conseguirás el cielo; victorioso, disfrutarás la tierra; levántate pues, oh hijo de Kunti, decidido a dar la batalla.”

            Esta llamada heroica puede parecer de un nivel inferior al de la espiritualidad estoica que le precede y al de la  espiritualidad más profunda que le sigue; porque en los próximos versos, en efecto, el Maestro le ordena que considere como iguales ante los ojos del alma  la buena fortuna y la mala, la pérdida y la ganancia, la victoria y el fracaso, y, después, en tal caso, marchar hacia la batalla; ésta es la enseñanza verdadera de la Gîtâ. Pero la ética hindú ha reconocido en todo momento la necesidad práctica de ideales graduados para el desarrollo de la vida moral y espiritual del hombre. Aquí, el ideal del kshatriya, el ideal de las cuatro castas está presentado bajo su aspecto social, y no en su significado espiritual, como lo será después. Tal es mi respuesta a ti, dice Krishna de hecho, si insistes en considerar la alegría, el sufrimiento y el resultado de tus acciones, como tus motivos de acción. Te he manifestado en qué dirección te guía el más alto conocimiento de uno mismo y del mundo; ahora acabo de mostrarte en qué camino te dirige tu deber social y los valores morales de tu casta, svadharmam api châvéskshya. Que consideres el uno o el otro, el resultado es el mismo. Pero si tú no estás satisfecho con tu deber social y con la virtud propia de tu casta, si crees que te conducen al dolor y al pecado, entonces te ordeno que te eleves a un ideal superior y no desciendas a los inferiores. Descarta todo egoísmo de ti, ignora la alegría y el dolor, desdeña la pérdida y la ganancia de todas las consecuencias mundanas; fíjate solamente en la causa a la que debes servir y en el trabajo que es preciso que lleves a cabo por orden divina, y “entonces no incurrirás en pecado.” De esta forma, ha respondido él a todos los argumentos de Arjuna, según el conocimiento y el ideal moral más elevado que habían alcanzado su raza y su tiempo, ya sea  la excusa de su dolor, o la de su repliegue ante la masacre, la de su sentido del pecado, o la de los desdichados efectos de su acción.

            Así es la fe del guerrero ario. “Conoce a Dios,” dice, “conócete a ti mismo, ayuda a los hombres; defiende el Derecho; haz sin miedo, sin debilidad ni vacilación tu trabajo de combatiente en el mundo. Tú eres el Espíritu eterno e imperecedero; tu alma está aquí abajo en su camino ascendente hacia la inmortalidad; la vida y la muerte no son nada; el dolor, las heridas y los sufrimientos no son nada; porque todo esto debe ser conquistado y superado. No te detengas en tu propio placer, en tu éxito o provecho, sino mira más alto y alrededor de ti; más alto, contemplando las cumbres esplendorosas a las que escalas; en torno de ti, observan-do este mundo de batalla y de prueba en el que el bien y el mal, el progreso y el retroceso están ligados por un implacable conflicto. Los hombres te llaman para que les auxilies, tú eres su hombre fuerte, ¡su héroe!; ayúdales entonces, y lucha. Destruye cuando por la destrucción debe avanzar el mundo; pero no odies lo que destruyas, ni te aflijas por todos aquellos que deben perecer. Conoce en cada uno al Yo único; debes saber que todos son almas inmortales y que el  cuerpo no es sino polvo. Haz tu trabajo con espíritu sosegado, con fortaleza y con serenidad. Lucha y fracasa noblemente, o conquista poderosamente. Porque ésta es la obra que Dios y tu naturaleza te han asignado para su cumplimiento.”

 

1 Gîtâ II. 1-38

 

 

 

VIII

SÂNKHYA Y YOGA

 

Aun cuando se aleje de esta primera y sumaria respuesta a las dificultades de Arjuna, y en las mismas primeras palabras que marcan la idea fundamental de una solución espiritual, el Maestro hace inmediatamente una distinción de la máxima importancia para la comprensión de la Gîtâ: la distinción entre Sankhya y Yoga. “Tal es la inteligencia (el conocimiento inteligente de las cosas y de la voluntad) que te ha sido declarada en el Sankhya; escucha ahora esto en el Yoga,  porque si tú estás en el Yoga por esta inteligencia, oh hijo de Prithâ, rechazarás la esclavitud de las obras.” Ésta es la traducción literal de las palabras por las que la Gîtâ anuncia la distinción que se propone hacer.

            La Gîtâ, en su fundamento, es un obra vedántica; es una de las tres autoridades reconocidas por la enseñanza védica y, si bien no descrita como una Escritura sagrada revelada, aunque, en efecto, sea en gran medida intelectual, raciocinativa, filosófica en su método, fundamentada ineludiblemente en la Verdad, pero no en la Palabra directamente inspirada, que es la revelación de la Verdad a través de las facultades superiores del Vidente, es, sin embargo, tan altamente estimada como para ser clasificada casi como un tercer Upanishad. Pero aun así sus ideas vedánticas están, efectivamente y en toda ella, afectadas por las del Sankhya y el modo de pensar del Yoga, y de esta afección deriva el peculiar carácter sintético de su filosofía. De hecho, es primariamente un sistema de Yoga práctico que enseña y proporciona ideas metafísicas solamente como aclaratorias de su sistema práctico; no declara meramente el conocimiento vedántico, sino que basa el conocimiento y la devoción en las obras, incluso cuando eleva las obras hasta el conocimiento, su culminación, y las informa con la devoción, como su verdadero corazón y semilla del espíritu. Además su yoga está asentado en la filosofía analítica de los Sankhyas, toma a ésta como punto de partida y siempre la conserva como un elemento representativo de su método y de su doctrina; pero además va mucho más allá, vetando  algunas de sus tendencias características y encontrando un medio de reconciliación entre el conocimiento analítico inferior de Sankhya y la verdad vedántica, superior y sintética.

            ¿Qué son, entonces,  el Sankhya y el Yoga de los que habla la Gîtâ? No son, en realidad, sistemas que nos han sido transmitidos bajo estos nombres y tales  como están  enunciados respectivamente en el  Sankhya Karika de Ishwara Krishna y en los aforismos del Yoga de Patanjali. Este Sankhya no es el sistema de los Karikas, -al menos como general-mente se entiende; porque la Gîtâ no admite en ninguna parte, ni por un instante, la multiplici-dad de Purushas como una verdad primordial del ser y afirma enfáticamente lo que el Sankhya tradicional niega vigorosamente, que el Uno es el Yo y el Purusha, y por otro parte, que este Uno es  el Señor, Ishwara o Purushottama, y que el Îshwara es la causa del universo. El Sankhya tradicional es, utilizando nuestras modernas distinciones, ateo; el Sankhya de la Gîtâ admite y reconcilia sutilmente las visiones teísta, panteísta y monista del universo.

            Tampoco este Yoga es el sistema de Yoga de Patanjali; porque éste es un método de Rajayoga puramente subjetivo, una disciplina interna, limitada, rígidamente diseñada, severa y científicamente graduada, mediante el cual la mente es progresivamente silenciada e instalada en el samadhi de manera que podamos beneficiarnos de los efectos temporales y eternos de este auto-excederse: los temporales, en cuanto a una gran expansión del conocimiento y los poderes del alma; en cuanto al eterno, en la unión divina. Pero el Yoga de la Gîtâ es amplio, flexible, un sistema muy versátil, de elementos variados, que son todos ellos armonizados gozosamente por una especie de asimilación natural y vívida, y el  Rajayoga no es más que uno de estos elementos, y no el más importante y el más vital. Este Yoga no adopta  ninguna graduación estricta y científica, sino que es un proceso de desarrollo natural del alma; busca, mediante la adopción de unos cuantos principios de equilibrio subjetivo y de acción, producir una renovación del alma y una especie de cambio, de ascenso o de nuevo nacimiento desde la naturaleza inferior a la divina. Por consiguiente, su idea de samadhi es completamen-te diferente de la noción ordinaria de trance yóguico;  y mientras Patanjali no concede a las obras más que una importancia inicial para la purificación moral y concentración religiosa, se diría que la Gîtâ llega hasta hacer  de las obras la característica distintiva del Yoga. La acción es para Patanjali solamente un prolegómeno; en la Gita es una fundamentación permanente; en el Rajayoga es preciso descartarla prácticamente, una vez alcanzado su efecto, o, al menos, deja muy pronto de ser un medio para realizar el Yoga; para la Gîtâ es un instrumento para eun ascenso más elevado, y continúa incluso después de la completa liberación del alma.

            Esto hay que repetirlo muchas veces, para evitar cualquier malentendido que pudiera crearse por la utilización de palabras familiares, con una connotación más amplia que el sentido técnico, habitual para nosotros en este momento. Sin embargo, todo lo que es esencial en los sistemas del Sânkhya y del Yoga, todo lo que en ellos es amplio, ecuménico y universalmente verdadero, es admitido por la Gîtâ,  pero sin estar limitada por ellos como lo están las escuelas adversas. Su Sankhya es el Sankhya universal y vedántico, tal como lo encontramos en sus primeros principios y elementos en la gran síntesis vedántica de los Upanishads y  en los más tardíos desarrollos de los Puranas. Su idea del Yoga es esta vasta idea de una práctica y de un cambio interior principalmente subjetivos, necesarios en el descubrimiento del Yo, o en la unión con Dios,  y cuyo Rajayoga no es más que una aplicación especial. La Gîtâ insiste en que el Sankhya y el Yoga no son dos sistemas diferentes, incompatibles y discordantes, sino uno, en su principio y en su meta; no difieren más que en su método y en su punto de partida. El Sankhya también es un Yoga, pero procede mediante el conocimiento; en otros términos, arranca de una discriminación y análisis intelectuales de los principios de nuestro ser, y alcanza su fin por la visión y la posesión de la Verdad. El Yoga, por el contrario, procede por las obras; en su primer principio es Karmayoga; pero es evidente que, según toda la enseñanza de la Gîtâ y sus definiciones ulteriores, la palabra  karma es utilizada en un sentido muy amplio, y que por Yoga se entiende la consagración desinteresada, tanto de todas las actividades interiores como de las exteriores, en un sacrificio al Señor de todas las obras, ofrecidas al Eterno como Señor de todas las energías y austeridades del alma. El Yoga es la práctica de la Verdad cuyo conoci-miento da la visión, y esta práctica tiene por fuerza motriz un espíritu de devoción iluminada, de calma, o de ferviente consagración a eso que el conocimiento ve como siendo el Supremo.

            ¿Pero cuáles son las verdades del Sankhya? La filosofía extrajo su nombre de su método analítico. El Sankhya es el análisis, la enumeración, la exposición separativa y discriminativa de los principios de nuestro ser, de lo cual la mente ordinaria no percibe más que las combinaciones y sus resultados. No busca en absoluto la síntesis. En el origen, su punto de vista es, de hecho, dualista; pero no es ese dualismo tan relativo de las escuelas vedánticas que se denominan a sí mismas dwaítas, sino que adopta un carácter muy absoluto e incisivo. Porque explica la existencia, no por uno, sino por dos principios originales, cuya interrelación es la causa del universo; el Purusha, el inactivo; la Prakriti, el activo. El Purusha es el Alma, no en la acepción ordinaria o popular de la palabra, sino en el sentido de puro Ser consciente, inmóvil, inmutable y luminoso en sí mismo. La Prakriti es la Energía y sus procesos. El Purusha no hace nada, pero refleja la acción de la Energía en su funcionamiento; La Prakriti es mecánica, pero al ser reflejada en el Purusha, reviste la apariencia de consciencia en sus actividades, y de este modo hallamos creados estos fenómenos de creación, conservación, disolución, nacimiento, vida y muerte, consciencia e inconsciencia,  conocimiento sensorial y conocimiento intelectual e ignorancia, acción e inacción, bienestar y  sufrimiento, que el Purusha, bajo la influencia de Prakriti, se atribuye a sí misma aunque no le pertenezcan en absoluto, sino exclusivamente a la acción o al movimiento de la Prakriti.

            Porque la Prakriti está constituida de tres gunas o modos esenciales de la energía: el sattwa, la semilla de la inteligencia, que preserva las funciones de la energía; el rajas, la semilla de la fuerza y de la acción, que crea las operaciones de la energía; el tamas, la semilla de la inercia y de la no-inteligencia, la negación del sattwa y del rajas, que disuelve lo que el uno crea y  el otro preserva. Cuando estos tres poderes de la energía de la Prakriti se encuentran en un estado de equilibrio, todo está en reposo, no hay movimiento, acción o creación, y por lo tanto no hay nada que reflejar en el ser luminoso e inmutable del Alma consciente.  Pero cuando el equilibrio queda perturbado, los tres gunas caen en un estado de desigualdad en el que pugnan e influyen mutuamente, y  comienza todo el inextricable  proceso de creación, conservación y disolución incesantes,  desplegando los fenómenos del cosmos. Esto continúa en tanto el Purusha consienta que se refleje el desorden que obscurece su naturaleza eterna y atribuya a ésta la naturaleza de la Prakriti; pero cuando retira su consentimiento, los gunas encuentran de nuevo en el equilibrio, y el alma retorna a su inmovilidad inalterable y eterna; queda liberada de los fenómenos. Estas facultades de reflejar y de conceder o retirar su consentimiento parecen ser los únicos poderes de Purusha; él es el testigo de la Naturaleza por el hecho de reflejar, y él es quien concede la sanción, sâksî y anumantâ de la Gîtâ, pero no es activamente el Ishwara. Incluso su concesión de la sanción es pasiva, y su retirada de esta sanción no es sino otra forma de pasividad. Toda acción subjetiva u objetiva es extraña al alma; no tiene una voluntad activa, ni tampoco una inteligencia activa. Entonces, ella no puede ser la causa única del cosmos, y la afirmación de una segunda causa llega a ser necesaria. El Alma sola, por su naturaleza de conocimiento, voluntad y deleite conscientes, no puede ser la única causa del universo; el Alma y la Naturaleza son su causa dual: una Consciencia pasiva y una Energía activa. Así es como explica el Sankhya la existencia del cosmos.

            Pero ¿de dónde, entonces, vienen esta inteligencia y esta voluntad conscientes que nosotros percibimos como una parte tan importante de nuestro ser y que referimos, común e instintivamente, no a la Prakriti, sino al Purusha? Según el Sankhya, esta inteligencia y esta voluntad forman íntegramente parte de la energía mecánica de la Naturaleza y no son propiedades del alma; constituyen el principio de la buddhi, uno de los veinticuatro tattvas, o veinticuatro principios cósmicos. En la evolución del mundo, la Prakriti  está en la base y contiene en ella sus tres gunas, como substancia original de las cosas, material no manifiesto, inconsciente, desde la cual se desarrollan  cinco condiciones elementales de la Energía o Materia, -porque la Materia y la Fuerza son lo mismo en la filosofía sankhyana. Estas cinco condiciones llevan los nombres de los cinco elementos concretos del pensamiento antiguo: el éter, el aire, el fuego, el agua y la tierra; pero debe recordarse que no son elementos en el sentido científico moderno, sino condiciones sutiles de la energía material, y en manera alguna se encuentran en estado puro en el mundo material ordinario. Todos los objetos son creados por la combinación de estas cinco condiciones sutiles, o elementos. Por otra parte, cada uno de ellas constituye la base de una de las cinco propiedades sutiles de la Energía o Materia: el sonido, el tacto, la forma, el gusto y el olfato, los cuales constituyen el modo como la mente-sentido percibe los objetos.  Así pues, por estos cinco elementos de la Materia, emanados de la energía primordial y por estas cinco relaciones sensoriales a través de las cuales es conocida la Materia, se despliega lo que denominaríamos en el lenguaje moderno el aspecto objetivo de la existencia cósmica.

            Otros trece principios constituyen el aspecto subjetivo de la energía cósmica -la buddhi o el mahat, el ahankâra, el manas y sus diez funciones sensoriales (cinco de conocimiento y cinco de acción)-. El manas, o mente, es el sentido original que percibe todos los objetos y reacciona sobre ellos, porque tiene a la vez una actividad emisora y receptora, recibe por la percepción lo que la Gîtâ denomina contactos externos de las cosas, bâhya sparsa, y de esa manera forma su idea del mundo y da curso a sus reacciones de vitalidad activa. Pero especializa sus funciones receptoras más ordinarias con la ayuda de los cinco sentidos de percepción (el oído, el tacto, la vista, el gusto y el olfato), que hacen de las cinco propiedades de las cosas sus objetos respectivos, y especializa ciertas funciones vitales necesarias de reacción con la ayuda de los cinco sentidos activos que operan por el habla, la locomoción, la aprehensión de las cosas, la evacuación y la generación. La buddhi, el principio discriminante, es a la vez inteligencia y voluntad; es ese poder en la Naturaleza que discierne y coordina. El ahankâra, el sentido del ego, es el principio subjetivo en la buddhi por el cual el Purusha es inducido a identificarse con la Prakriti y sus actividades. Pero estos principios subjetivos son en sí mismos también mecánicos, y participan tanto de la energía inconsciente como los que constituyen sus operaciones objetivas. Si encontramos difícil darnos cuenta cómo la inteligencia y la voluntad pueden ser propiedades del Inconsciente mecánico, y ellas mismas mecánicas (jada), no tenemos más que recordar que la Ciencia moderna misma ha sido conducida a una conclusión similar. Incluso en la acción mecánica del átomo existe un poder que sólo puede denominarse voluntad inconsciente, y en todas las operaciones de la Naturaleza, esa voluntad impregnante verifica inconscientemente las funciones de la inteligencia. Lo que nosotros llamamos inteligencia mental es precisamente lo mismo, en su esencia, que lo que discrimina y coordina subconscientemente en todas las actividades del universo material; y la Mente consciente misma, como la Ciencia ha intentado demostrarlo, no es más que un efecto y una transcripción de la acción mecánica del inconsciente. Pero el Sankhya explica lo que la Ciencia moderna deja en la obscuridad: el proceso por el que lo que es mecánico e inconsciente toma la apariencia de consciencia. Esto es debido al reflejo de la Prakriti en el Purusha; la luz de la consciencia del Alma es atribuida a las funciones de la energía mecánica, y es de esta manera como el Purusha, observando la Naturaleza como testigo y olvidándose de sí mismo, es burlado con la idea generada en ella, haciéndole creer que es él quien piensa, siente, desea, actúa, cuando en realidad, todo el tiempo, la operación que consiste en pensar, sentir, desear, actuar, es veraderamente conducida por ella y sus tres modos, y no por él mismo, en absoluto. Despojarnos de esta ilusión es el primer paso hacia la liberación del alma de la  Naturaleza y sus obras.

            Existe, ciertamente, abundancia de cosas en nuestra existencia que el Sankhya no explica en absoluto, o que no lo hace de forma satisfactoria; pero si todo lo que necesitamos es una explicación racional de los procesos cósmicos en sus principios, como base para el gran objetivo común a todas las antiguas filosofías -la liberación del alma de la obsesión de la Naturaleza cósmica-, entonces la explicación del mundo por el  Sankhya y su vía de liberación, parecen tan buenos y tan efectivos como los de cualquier otro. Lo que nosotros no comprendemos en principio, es por qué es preciso introducir un elemento de pluralismo en su dualismo al afirmar una única Prakriti, pero múltiples Purushas. Parecería que la existencia de un único Purusha y de una única Prakriti sería suficiente para justificar la creación y el desarrollo del universo. Pero el Sankhya estaba forzado a desarrollar la pluralidad a raíz de su observación rígidamene analítica de los principios de las cosas. Primero, realmente, constatamos que existen muchos seres conscientes en el mundo  y que cada uno percibe este mundo a su manera, que cada uno tiene su experiencia independiente de sus cosas subjetivas y objetivas de este mundo, de sus relaciones distintas con los mismos procesos de percepción y reacción. Si no hubiera más que un Purusha, no existiría esta independencia ni esta separatividad centrales, sino que todos verían el mundo de un modo idéntico y con una subjetividad y objetividad comunes. Porque la Prakriti es una, todos son testigos del mismo mundo; puesto que sus principios son los mismos en todas partes, los principios generales que constituyen la experiencia interna y externa, son los mismos para todos; pero la diferencia infinita de visión, de perspectiva, de actitud, de acción y de experiencia, y de la evitación de ésta -una diferencia, no en las operaciones naturales, que son las mismas, sino en la consciencia-testigo-, son absolutamente inexplicables, salvo que se suponga que existe una multiplicidad de testigos, muchos Purushas. Podríamos decir que el ego-sentido separador es una explicación suficiente. Pero el ego-sentido es un principio común de la Naturaleza y no necesita variar; porque él mismo, en efecto, induce simplemente al Purusha a identificarse con la Prakriti, y si no hubiera más que un Purusha, todos los seres serían uno, estarían unidos y serían semejantes en su consciencia egoísta; a pesar de lo distintas que pudieran ser en detalle las meras formas y combinaciones de sus partes naturales, no habría diferencia alguna en la perspectiva ni en la experiencia del alma. Las variaciones de la Naturaleza no deberían ocasionar toda esta diferencia central, esta multiplicidad de perspectivas y, de principio a fin, esta separatividad de la experiencia en un único Testigo, en un único Purusha. Por lo tanto, la pluralidad de almas es una necesidad lógica para un sistema sankhya puro, divorciado de los elementos vedánticos del antiguo conocimiento que le dieron nacimiento en primer lugar. El cosmos y su proceso pueden explicarse por el trato de una única Prakriti con un único Purusha, pero no por la multiplicidad de seres conscientes en el cosmos.

            Hay otra dificultad igualmente formidable. La liberación es el objetivo puesto ante sí  tanto por esta filosofía como por las demás. Esta liberación es llevada a cabo, hemos dicho, por el hecho de que el Purusha retira su consentimiento de las actividades de la Prakriti que ésta orquesta solamente para el placer de aquél; pero, en definitiva, esto no es más que un modo de hablar. El Purusha es pasivo, y el acto de dar o de retirar su consentimiento no puede pertenecerle realmente, sino que debe ser un movimiento en la Prakriti misma. Si estamos atentos, nos daremos cuenta de que, en la medida en que se trata de una operación, la voluntad discriminadora es un movimiento de cambio de rumbo o de retroceso en el principio de la buddhi. La buddhi ha estado prestándose a las percepciones de la mente-sentido, ocupada en discriminar y coordinar las operaciones de la energía cósmica, y con la ayuda del ego-sentido,  en identificar al Testigo con sus funciones de pensar, sentir y actuar. Llega, a fuerza de discriminar cosas, a esta realización corrosiva y disolvente de que esta identidad es un embaucamiento; discrimina, finalmente, al Purusha de la Prakriti, y percibe que todo es una simple perturbación del equilibrio de los gunas; la buddhi, al mismo tiempo inteligencia y voluntad, retrocede de la falsedad que ha estado apoyando, y el Purusha, dejando de estar sometido, ya no se asocia al interés que la mente toma en el juego cósmico. El resultado será, a fin de cuentas, que Prakriti perderá su poder de reflejarse en el Purusha; porque el efecto del ego-sentido es destruido, y la voluntad inteligente, deviniendo indiferente, deja de ser el instrumento de su sanción; entonces, sus gunas deben caer necesariamente en un estado de equilibrio, el juego cósmico debe cesar, el Purusha, retornar a su reposo inmóvil. Pero si no hubiera más que un Purusha único y tuviera lugar este retroceso del principio discriminante ante sus engaños, cesaría todo el cosmos. En todo caso, vemos que nada de eso se produce. Sólo unos pocos seres, entre innumerables multitudes, alcanzan la liberación o se mueven hacia ella; los demás no quedan afectados en absoluto, ni la Naturaleza cósmica es ya perturbada lo más mínimo en su juego con ellos por este rechazo sumario que debería marcar el final de todas sus operaciones. Sólo mediante la teoría de múltiples Purushas independientes, puede explicarse este hecho. La única explicación un poco lógica, desde el punto de vista del monismo vedántico, es la del Mâyâvâda; pero aquí todo llega a ser un sueño; tanto la esclavitud como la liberación son dos circunstancias de la irrealidad, de los desatinos empíricos de Maya; en realidad nadie es liberado, nadie es encadenado. La visión de las cosas más realista que tiene el Sankhya no admite esta idea fantasmagórica de la existencia y, por lo tanto, no puede adoptar esta solución. Aquí también constatamos que la multiplicidad de almas es una conclusión inevitable a partir de las aportaciones del análisis sankhyano de la existencia.

            La Gîtâ parte de este análisis e, incluso en su exposición del Yoga, parece aceptarlo al principio  casi totalmente. Acepta la Prakriti, sus tres gunas y los veinticuatro principios; acepta la atribución de toda acción a la Prakriti y la pasividad del Purusha; acepta la multiplicidad de seres conscientes en el cosmos; acepta la disolución del ego-sentido identificador, la acción discriminadora  de la voluntad inteligente y la trascendencia de la acción de los tres modos de energía como el procedimiento de liberación. El Yoga que se pide a Arjuna que practique desde el principio es el Yoga por la buddhi, la voluntad inteligente. Pero existe un a desviación de importancia capital –el Purusha es considerado como uno, no como múltiple; porque el Yo libre, inmaterial, inmóvil, eterno, inmutable de la Gîtâ, salvo un detalle, es una descripción vedántica del Purusha eterno, pasivo, inmóvil e inmutable, de los Sankhyas. Pero la diferencia capital es que hay Uno y no muchos. Esto entraña toda la dificultad que elude la multiplicidad Sankhya, y necesita una solución completamente diferente. Esto lo resuelve la Gîtâ introduciendo en su Sankhya vedántico las ideas y los principios del Yoga vedántico.

            El primer nuevo elemento importante que constatamos reside en  el concepto de Purusha mismo. La Prakriti conduce sus actividades para la satisfacción del Purusha; pero ¿cómo es determinada esta satisfacción? En el riguroso análisis del Sankhya no puede ser más que mediante un consentimiento pasivo del Testigo silente. Pasivamente el Testigo consiente la acción de la voluntad inteligente y del ego-sentido; pasivamente consiente el retroceso de esta voluntad ante el ego-sentido. Él es Testigo, origen del consentimiento, mantenedor de la acción de la Naturaleza por el hecho de que él la refleja, sâksî anumantâ bhartâ, pero nada más. Ahora bien; el Purusha de la Gîtâ es también el Señor de la Naturaleza; es Îshwara. Si la operación de la voluntad inteligente pertenece a la Naturaleza, el origen y el poder de la voluntad proceden del Alma consciente; ella es el Señor de la Naturaleza. Si el acto de inteligencia de la Voluntad es el acto de la Prakriti, la fuente y la luz de la inteligencia son la aportación activa del Purusha, que no es sólo el Testigo, sino también el Señor y el Conocedor, el amo del conocimiento y la voluntad,  jñâtâ îsvarah. Él es la causa suprema de la acción de la Prakriti, la causa  suprema de su retirada de la acción. En el análisis del Sankhya, el Purusha y la Prakriti son, en su dualismo, la causa del cosmos; en este Sankhya sintético, el Purusha, por su Prakriti, es la causa del cosmos. Vemos inmediatamente cuán alejados estamos del purismo inflexible del análisis tradicional.

            Pero, ¿qué hay del yo único inmutable, inmóvil, eternamente libre, con el que comenzó la Gîtâ?. Éste es libre de todo cambio o involución en el cambio, avikârya, no nacido, no-manifiesto, el Brahman, y, sin embargo, es eso “por lo cual todo esto es expandido.” Por lo tanto parecería que el principio del Îshwara está en su ser; si es inmóvil, es, no obstante, la causa y el señor de toda acción y de toda movilidad. Pero ¿cómo? Y ¿qué hay de la multiplicidad de seres conscientes en el cosmos? Ellos no parecen ser el Señor, sino más bien en gran medida el no-Señor, anîsa, porque están sujetos a la acción de los tres gunas y a la ilusión delirante del ego-sentido; y si, como parece decir la Gîtâ, ellos son todos el yo único, ¿cómo se produjo esta involución, este sometimiento y este engaño; o cómo se explica si no es por la pasividad pura del Purusha? Y ¿de dónde procede la multiplicidad? O ¿como es que el yo único en un cuerpo y en una mente únicos alcanza liberarse, mientras que en otros permanece bajo el engaño de la esclavitud? Éstas son dificultades que no pueden ser pasadas sin darles una solución.

La Gîtâ las responde en sus últimos capítulos mediante un análisis del Purusha y de la Prakriti, que introduce nuevos elementos muy propios de un Yoga vedántico, pero extraños al Sankhya tradicional. Habla de tres Purushas o, más bien, de un triple status del Purusha. Los Upanishads, en relación con las verdades del Sankhya, parece que algunas veces no hablan más que de dos Purushas. Hay uno no-nacido, de tres tonalidades, dice un texto: el eterno principio femenino de la Prakriti con sus tres gunas, siempre creando; hay dos no-nacidos, dos Purushas, de los cuales uno se liga a ella y la disfruta; el otro la abandona porque ha disfrutado de todos sus placeres. En otro versículo son descritos como dos pájaros sobre un árbol, compañeros eternamente uncidos, uno de los cuales come los frutos del árbol, -el Purusha en la Naturaleza, disfrutando de su cosmos; el otro no come, sino que observa a su compañero -el Testigo silencioso, retirado del disfrute; cuando el primero ve al segundo y sabe que todo es su grandeza, entonces queda liberado del dolor. El punto de vista de los dos versículos es diferente, pero tienen una implicación común. Uno de los pájaros es el Yo sin límites, eternamente silente, o Purusha, por el cual todo esto se despliega, y observa el cosmos que ha desplegado, aunque distanciado de él; el otro es el Purusha cazado en la trampa de la Prakriti. El primer versículo indica que los dos son el mismo, representando estados diferentes, atado y liberado, del mismo ser consciente, -porque el segundo No-Nacido ha descendido al disfrute de la Naturaleza y se ha retirado de ella.; el otro versículo saca a la luz lo que no deduciríamos del primero, a saber,  que en su más elevado status de unidad el yo es por siempre libre, inactivo, sin limitaciones, aunque descienda a su ser inferior en la multiplicidad de criaturas de la Prakriti y se retire de ella por un retorno, en cualquier criatura individual, al status superior. Esta teoría del doble status del alma consciente única abre una puerta; pero el proceso de la multiplicidad del Uno continúa siendo obscuro.

            A estos dos Purushas, la Gîtâ, desarrollando el pensamiento de otros pasajes de los Upanishads1, añade todavía otro: el supremo, el Purushottama, el Purusha más elevado, cuya grandeza es toda esta creación. Así pues, hay tres: el Kshara, el Akshara y el Uttama. El Kshara, el móvil, el mutable, es la Naturaleza, svabhâva, es el  devenir variado del alma; aquí el Purusha es la multiplicidad del Ser divino; es el Purusha múltiple, no separado de, sino en la Prakriti. El Akshara, el inmóvil, el inmutable, es el yo silencioso e inactivo, es la unidad del Ser divino, el Testigo de la Naturaleza, pero sin estar implicado en su movimiento; es el Purusha inactivo, libre de la Prakriti y de sus obras. El Uttama es el Señor, el Brahman supremo, el Yo supremo, el que posee a la vez la unidad inmutable y  la multiplicidad mutable. Se manifiesta a Sí mismo en el mundo por una gran movilidad y acción de Su naturaleza, de Su energía, de Su voluntad y Poder, y Se distancia  de él por una quietud e inmovilidad de Su ser todavía mayores; y sin embargo, está al mismo tiempo, en calidad de Purushottama por encima tanto del alejamiento de la Naturaleza y como del apego a ella. Esta idea del Purushottama, aunque continuamente insinuada en los Upanishads, queda liberada y definitivamente sacada a la luz por la Gîtâ, y ha ejercido una influencia poderosa en los ulteriores desarrollos de la consciencia religiosa hindú. Es el fundamento del Bhaktiyoga más elevado, que exige rebasar las rígidas definiciones de la filosofía monista; se encuentra en la base de la filosofía de los Puranas devocionales.  

            La Gîtâ tampoco está satisfecha quedándose dentro de los límites del análisis de la Prakriti verificado por el Sankhya, porque eso no da lugar más que al ego-sentido y no al Purusha múltiple, que no forma parte aquí de la Prakriti, sino que está separado de ella. La Gîtâ, por el contrario, afirma que el Señor, por Su Naturaleza, deviene en Jiva. ¿Cómo es esto posible, ya que solamente existen los veinticuatro principios de la energía cósmica y ningún otro más? Sí, dice, en efecto, el Maestro divino; es una consideración, perfectamente válida, para las operaciones aparentes de la Prakriti cósmica con sus tres gunas, y la relación atribuida aquí al Purusha y la Prakriti es también completamente defendible y de gran utilidad para los propósitos prácticos de la involución y de la retirada. Pero ésta es solamente la Prakriti inferior de los tres modos, la inconsciente, la aparente; hay una  Naturaleza superior, suprema, consciente y divina, y es ésta la que ha llegado a ser el alma individual, el Jiva. En la naturaleza inferior cada ser se manifiesta como ego; en la superior, él es el Purusha individual. En otras palabras, la multiplicidad forma parte de la naturaleza espiritual del Uno. Esta alma individual es yo mismo; en la creación es una manifestación parcial de mí, mamaiva amsah, y posee todos mis poderes; es testigo, dispensadora del consentimiento, mantenedora, conocedora; ella es el señor. Desciende a la naturaleza inferior y se cree encadenada por la acción, de tal forma que disfruta del ser inferior: puede retirarse y conocerse como el Purusha pasivo, libre de toda acción. Puede elevarse por encima de los tres gunas y, sin embargo, liberada de la esclavitud de la acción, poseer la acción, incluso como lo hago yo mismo; y por la adoración del Purushottama y la unión con él puede disfrutar plenamente de su Naturaleza divina.

            Tal es el análisis por el cual, no confinándose al aparente proceso cósmico, sino penetrando en los ocultos secretos  de la Naturaleza superconsciente, uttamam rahasyam, la Gîtâ fundamenta su síntesis del Vedanta, del Sankhya y del Yoga, su síntesis del conocimiento, de las obras y de la devoción. Por el puro Sankhya solamente, la combinación de las obras y la liberación es contradictoria e imposible. Proseguir, por el puro monismo exclusivamente, la continuación permanente de las obras como una parte del Yoga, y complacerse en la devoción una vez que han sido alcanzados un conocimiento, una liberación y una unión perfectas, llega a ser imposible o, al menos, irracional e inútil. El conocimiento shankhyano expuesto en la Gîtâ  desvanece todos los obstáculos, y el sistema  del Yoga de la Gîtâ triunfa sobre ellos.

1 Purusah... aksarât paratah parah, -aunque el Akshara es supremo, hay un Purusha supremo superior a aquél, dice el Upanishad.

 

 

 

IX

SANKHYA, YOGA Y VEDANTA

 

            Todo el interés de los seis primeros capítulos de la Gîtâ es el de sintetizar en una amplia estructura de verdad vedántica los dos métodos, supuestos habitualmente diferentes, e incluso opuestos, de los sankhyas y de los yoguis. El Sankhya es tomado como el punto de partida y como la base; pero desde el comienzo, y con un énfasis crecientemente progresivo, está impregnado de las ideas y métodos del Yoga, y remodelado en su espíritu. La diferencia práctica, tal como parece haberse presentado al espíritu religioso de la época, descansa, en primer lugar, en que el Sankhya procedía por el conocimiento y a través del Yoga de la inteligencia, mientras que el Yoga lo hacía por las obras y la transformación de la consciencia activa, y, secundariamente, -corolario de esta primera distinción-, en que el Sankhya conducía a una entera pasividad y a la renuncia a las obras, sannyâsa, mientras que el Yoga sostenía ser completamente suficiente la renuncia interior de desear, la purificación del principio subjetivo que conduce a la acción, y la orientación de las obras hacia Dios, hacia la existencia divina y hacia la liberación. Sin embargo, ambos tenían la misma meta: trascender el nacimiento y  esta existencia terrena, y la unión del alma humana con el Supremo. Ésta es al menos la diferencia tal como nos la presenta la Gîtâ.

            La dificultad que Arjuna experimentó para comprender cualquier posible síntesis de estos opuestos, es el indicador de la línea rígida que fue trazada entre estos dos sistemas en las ideas corrientes de la época. El Maestro se propuso reconciliar las obras y el Yoga de la inteligencia; ésta última, dice, es muy superior a las meras obras;  es por el Yoga de la buddhi, por el conocimiento, por la elevación el hombre desde la mente humana ordinaria y sus deseos a la pureza e igualdad del estado brahmánico, libre de todo deseo, como pueden hacerse aceptables las obras. Y sin embargo, las obras son un instrumento de salvación, pero las solas obras así purificadas por el conocimiento. Saturado de nociones de la entonces cultura prevaleciente, inducido a error por el énfasis que el Maestro pone sobre las ideas apropiadas al Sankhya vedántico, a la conquista de los sentidos, a la retracción de la mente al Yo, al ascenso al estado brahmánico, a la extinción de nuestra personalidad inferior en el Nirvana de la impersonalidad, -porque las ideas propias al Yoga están, hasta el momento, subordinadas y, en gran parte, inexpresadas-, Arjuna se quedó perplejo y preguntó: “Si tú sostienes que la inteligencia es más grande que las obras, ¿por qué, entonces, me asignas una acción tan terrible? Pareces desconcertar mi espíritu con un discurso confuso y embrollado; manifiéstame entonces de forma determinante esa única cosa por la que yo puedo alcanzar  la felicidad de mi alma.”

            Como respuesta, Krishna afirma que el Sankhya se regula por el conocimiento y la renuncia; y el Yoga, por las obras; pero la renuncia auténtica es imposible sin el Yoga, sin las obras verificadas como sacrificio, realizadas con igualdad y sin deseo del fruto, con la percepción de que es la Naturaleza la que lleva a cabo las acciones, y no el alma; pero inmediatamente después declara que el sacrificio del conocimiento es el más alto, que toda obra encuentra su consumación en el conocimiento, que por el fuego del conocimiento todas las obras son reducidas a cenizas; por consiguiente se renuncia a las obras por el Yoga, y su esclavitud es superada por el hombre que está en posesión de su Yo. Arjuna queda de nuevo confundido; he aquí las obras sin deseo, el principio del Yoga, y la renuncia a las obras, el principio del Sankhya, colocados juntos, uno al lado del otro, como si formaran parte de un único método, y, sin embargo, no existe ninguna reconciliación manifiesta entre ellos. Porque la clase de reconciliación que el Maestro ha dado ya -en la inacción exterior, para ver la acción que persiste todavía, y en la acción aparente, para ver una inacción real, ya que el alma ha renunciado a su ilusión de trabajadora y dejado las obras en manos del Señor del sacrificio- es, para la mente práctica de Arjuna, demasiado fina, demasiado sutil, y expresada casi en términos enigmáticos; él no ha captado su sentido o, al menos, no ha penetrado en su espíritu  y realidad. Así pues, vuelve a preguntar, “Tú me hablas, oh Krishna, de la renuncia a las obras, y por otro lado me hablas del Yoga; cuál de estas dos vías  es la mejor, dímelo claramente y de veras.”

            La respuesta es importante, porque expone muy claramente toda la distinción, e indica, aunque no la desarrolle enteramente, la línea de la reconciliación. “Ambos, la renuncia y el Yoga de las obras, tienen como desenlace la salvación del alma, pero de los dos, el Yoga de las obras se muestra superior a la renuncia a las obras. Él debe ver siempre un sannyasin en aquel (incluso cuando está actuando) que no tiene aversión ni desea, porque, no sujeto las dualidades, se liberó fácil y felizmente de la servidumbre. Los niños hablan del Sankhya y del Yoga como separados entre sí; no así el sabio; si un hombre se aplica íntegramente a uno de ellos, recibe el fruto de ambos” porque cada uno contiene al otro en su totalidad. “El estado que se alcanza por el Sankhya, el hombre del Yoga lo alcanza igualmente; quien considera al Sankhya y al Yoga como uno, él ve eso. Pero es difícil de alcanzar la renuncia sin el Yoga; el sabio que practica el Yoga, alcanza pronto al Brahman; su yo llega a ser el yo de todas las existencias (de todas las cosas que han devenido), e incluso, aunque realice obras, no queda atrapado por ellas.” Sabe que las acciones no son suyas, sino de la Naturaleza, y que por este mismo conocimiento él es libre; ha renunciado a las obras, no ejecuta acciones, aunque éstas sean hechas por su mediación; él llega a ser el Yo, el Brahman, brahmabhûta; él ve todas las existencias como devenires (bhûtâni) de este Ser auto-existente, la suya simplemente como una más de entre ellas, todas sus acciones son solamente como el despliegue  de la Naturaleza cósmica trabajando por el canal de su naturaleza individual, y también sus propias acciones, como una parte de la misma actividad cósmica. Ésta no es toda la enseñanza de la Gîtâ; porque hasta ahora únicamente existe la idea del yo o Purusha inmutable, el Brahman akshara,y de la Naturaleza, Prakriti, en tanto que es responsable del cosmos, y no todavía de la idea, claramente expresada, del Îshwara, el Purushottama; hasta ahora, sólo la síntesis de las obras y del conocimiento, y no todavía, a pesar de ciertas insinuaciones, la introducción del elemento supremo de la devoción, que llega a ser tan importante posteriormente; hasta ahora,  solamente el Purusha único inactivo y la Prakriti inferior, y no todavía la distinción del triple Purusha y de la doble Prakriti. Es cierto que se habla del Îshwara, pero su relación con el yo y  la naturaleza no está todavía precisada definitivamente. Los primeros seis capítulos llevan simplemente la síntesis hasta donde pueden hacerlo, sin la expresión clara y la decisiva entrada de estas verdades sumamente importantes que, cuando  intervienen, deben ensanchar y modificar necesariamente estas primeras reconciliaciones, sin, no obstante, abolirlas.

            Doble, dice Krishna, es la aplicación por la cual el alma penetra en la condición bráhmica: “la de los sankhyanos, por el Yoga del conocimiento, y la de los yoguis, por el Yoga de las obras.” Esta identificación del Sankhya con Jñana-Yoga, y del Yoga con la vía de las obras, es interesante; porque muestra que en esta época prevalecía un sistema de ideas completamente diferente de los que nosotros poseemos ahora, como resultado del gran desarrollo vendántico del pensamiento hindú, subsecuente, evidentemente, a la composición de la Gîtâ, y por el que las demás filosofías védicas, en tanto que métodos prácticos de liberación, cayeron en desuso. Para justificar el lenguaje de la Gîtâ debemos suponer que en esta época fue el método Sankhya el adoptado muy comúnmente1 por aquellos que seguían la vía del conocimiento. Más tarde, con la difusión del Budismo, el método de conocimiento del Sankhya debió encontrarse notablemente eclipsado, por el método búddhico. El Budismo, lo mismo que el  Sankhya, no teísta y antimonista, insistía sobre la impermanencia de los efectos de la energía cósmica, que él presentó, no como Prakriti, sino como Karma, porque los budistas no admiten el Brahman vedántico, ni el Alma inactiva de los sankhyanos, e hizo del reconocimiento de esta impermanencia por la mente discriminadora su medio de liberación. Cuando se produjo la reacción contra el budismo, ella retomó, no la vieja noción sankhyana, sino la forma vedántica popularizada por Shankara, que reemplazó la impermanencia búddhica por la idea vedántica análoga de ilusión, Maya, y la idea búddhica de No-Ser, de nirvana indefinible, de un Absoluto negativo, por la idea vedántica opuesta y, sin embargo análoga, del Ser indefinible, el Brahman, un Absoluto inefablemente positivo, en el que todo rasgo, acción y energía cesan porque, en Eso, ellos nunca existieron realmente, y  porque son meras ilusiones de la mente. Es el método de Shankara basado en estos conceptos de su filosofía; es la renuncia a la vida en tanto que ilusión en la que nosotros pensamos ordinariamente cuando hablamos ahora del Yoga del conocimiento. Pero en la época de la Gîtâ, Maya no era, con toda evidencia, sin embargo ,completamente la palabra dominante del pensamiento vedántico, ni tuvo, al menos con una claridad decisiva, la connotación que Shankara hizo destacar de ella con una fuerza y una precisión tan luminosas;  porque en la Gîtâ hay pocos comentarios de Maya y muchos de Prakriti, e incluso, la primera palabra es utilizada como un poco más que un equivalente de la segunda, pero sólo en su modo inferior; es la Prakriti inferior de los tres gunas, traigunyamayî mâyâ. La Pakriti, no la Maya, que induce a error, es en la enseñanza de la Gîtâ la causa efectiva de la existencia cósmica.

            Sin embargo, cualesquiera que sean las distinciones precisas de sus ideas metafísicas, la diferencia práctica entre el Sankhya y el Yoga, tal como la destaca la Gîta, es la misma que la que existe ahora entre el Yogas vedántico del conocimiento y el de las obras; y los resul-tados prácticos de la diferencia son igualmente los mismos.  El Sankhya procedía, como el Yoga vedántico del conocimiento, por la buddhi, por la inteligencia discriminante; llegó por el pensamiento reflexivo, vicâra, a la discriminación correcta, viveka, de la naturaleza verdadera del alma y de la imposición sobre ella de  las obras de la Prakriti por el afecto y la identificación, exactamente igual que el método vedántico llega por el mismo instrumento a la discriminación correcta de la naturaleza verdadera del Yo y de la imposición sobre él de las apariencias cósmicas mediante la ilusión mental que conduce a la identificación y al apego egoístas. En el método vedántico, la Maya cesa  para el alma por  retorno de ésta a su status verdadero y eterno, que es el Yo único, el Brahman, y la acción cósmica desaparece; en el método del Sankhya, el funcionamiento de los gunas deriva en reposo por el retorno del alma a su status verdadero y eterno como Purusha inactivo, y la acción cósmica toca a su fin. El Brahman de los mâyâvâdines es silencioso, inmutable e inactivo; así es también el Purusha del Sankhya; por lo tanto, para ambos, la renuncia ascética a la vida y a las obras es un instrumento de liberación necesario. Pero para el Yoga de la Gîtâ, como para el Yoga vedántico de las obras, la acción es, no sólo una preparación, sino que en sí misma es  el instrumento de liberación; y es la justicia de esta visión la que la Gîtâ busca para mostrar a la luz con tal fuerza e insistencia incesantes -insistencia que, desgraciadamente, no pudiendo mantenerse en la India ante la formidable avalancha del budismo2, despareció después ante la intensidad del ilusionismo ascético y el fervor de los santos y devotos que huían del mundo, y que, solamente hoy día, ha comenzado a ejercer su influencia real y saludable en el espíritu hindú. La renuncia es indispensable, pero la renuncia verdadera es el rechazo interior del deseo y del egoísmo; sin esto, el abandono físico exterior de las obras es algo irreal e ineficaz; con la renuncia incluso éste deja de ser necesario aunque no quede prohibido. El conocimiento es esencial, no hay ninguna fuerza más elevada para la liberación, pero las obras más el conocimiento también son necesarias; por la unión del conocimiento y las obras, el alma mora enteramente en la condición bráhmica, no solamente en el reposo y en la calma inactiva, sino en el corazón mismo de la acción, en el esfuerzo y en la violencia mismos de la acción. La devoción es de la máxima importancia, pero las obras acompañadas de devoción son igualmente importantes; por la unión del conocimiento, de la devoción y de las obras el alma se eleva a los más altos estados del Îshwara para morar allí en el Purushottama, que es a la vez el Señor tanto de la calma espiritual eterna como de la eterna actividad cósmica. Ésta es la síntesis del Yoga.

            Pero, puesta aparte la distinción entre la vía sankhyana del conocimiento y la del Yoga de las obras, existía otra oposición similar en el Vedanta mismo, y la Gîtâ también debe resolverla, corregirla y fundirla en su vasta exposición de la cultura espiritual aria. La distinción era entre karmakânda y jñânakânda, entre el pensamiento original que desembocó en la filosofía del Purva Mimansa, el Vedavada, y el que condujo a la filosofía del Uttara Mimânsâ3, el Brahmavâda, entre aquellos que vivieron en la tradición de los himnos védicos y del sacrificio védico y quienes dejaron a éstos últimos a un lado considerándolos como un conocimiento inferior y pusieron el acento en el conocimiento metafísico superior que emerge de los Upanishads. Para la mente pragmática de los vedavadines, la religión aria de los rishis significaba la estricta observancia de los sacrificios védicos y el empleo de los mantras védicos sagrados, para la posesión de todo lo que el ser humano desea en este mundo (riqueza, progenitura, victoria, toda clase de buena fortuna) y los placeres de la inmortalidad en un Paraíso del más allá. Para  el idealismo de los brahmavadines, esto no era más que una preparación preliminar y el objetivo real del hombre, el purusârtha verdadero, se diseñó con su vuelta al conocimiento del Brahman, que debía otorgarle la verdadera inmortalidad de una dicha espiritual inefable, sobrepasando en mucho las pequeñas alegrías de este mundo o de cualquier cielo inferior. Cualquiera que haya podido ser en el origen el sentido verdadero del Veda, ésa fue la distinción establecida después de largo tiempo y que, por lo tanto, la Gîtâ debe resolver.

            Casi la primera palabra de la síntesis de las obras y del conocimiento es una censura y repudio poderosos, casi violentos, del Vedavâda, “esa palabra florida que proclaman aquellos que no tienen un discernimiento claro, y que se consagran al credo del Veda, creyendo que no existe nada más; almas de deseo, buscadores del Paraíso –este verbo dispensa los frutos de las obras de nacimiento, es multivariado en ritos particulares,  apunta al goce y a la soberanía como su meta.” La Gîtâ incluso parece continuar atacando al Veda mismo que, por haber sido prácticamente abandonado,  es sin embargo para el sentimiento hindú, intangible e inviolable, el origen sagrado y la autoridad para toda su filosofía y religión. “La acción de los tres gunas es el tema substancial del Veda; pero tú, libérate del triple guna, oh Arjuna.” Los Vedas en el sentido más amplio, “todos los Vedas”, -que podrían también incluirse perfectamente en los Upanishads, y que parece incluirlos, porque el término general de Sruti es utilizado más adelante- son declarados innecesarios para el hombre que conoce. “Del mismo modo que se procede cuando hay un pozo con agua que se desborda por todos los lados, así procede también en todos los Vedas el Brahmin que tiene el conocimiento.” Más todavía; las Escrituras sagradas son incluso un escollo; porque las letras de la Palabra –quizás a causa de sus textos en conflicto y sus interpretaciones variadas y contradictorias– desconciertan la comprensión, que no puede encontrar certeza y concentración más que por la luz interior.  “Cuando tu inteligencia haya franqueado la espiral de la ilusión, entonces será para ti indiferente escuchar la Escritura que has escuchado o la que te es preciso escuchar todavía, gantâsi nirvedam srotavyasya srutasya ca. Cuando tu inteligencia, desconcertada por la Sruti, srutivipratipannâ, permanezca inmóvile y estable en samadhi, entonces conseguirás el Yoga.” Así pues todo esto es tan ofensivo para el sentimiento religioso convencional que, naturalmente,  la tradicional e indispensable facultad que tiene el hombre de deformar los textos, intenta dar un sentido diferente en algunos de estos versículos; pero la significación es clara y se mantiene coherente de principio a fin. Esta significación es confirmada  y subrayada por un pasaje ulterior en el que se dice que el conocimiento del conocedor va más allá del alcance del Veda y del Upanishad, sábdabrajmâtivartate.

            Veamos, sin embargo, lo que significa todo esto; porque nosotros podemos estar seguros de que un sistema sintético y universal como el de la Gîtâ no tratará partes tan importantes de la cultura aria con un espíritu de simple negación y repudio. La Gîtâ debe sintetizar la doctrina, según el Yoga, de la liberación por las obras, y la doctrina, según el  Sankhya, de la liberación por el conocimiento; debe realizar la fusión del karma con el jñâna. Tiene que sintetizar al mismo tiempo la idea de Purusha y de Prakriti, que es común al Sankhya y al Yoga, con el Brahmavâda del Vedânta corriente donde el Purusha, el Deva y el Îshwara –Alma suprema, Dios, el Señor- de los Upanishads están todos fundidos en el concepto único, y que absorbe todo, del Brahman inmutable;  y debe devolver a la luz la idea, propia del Yoga,  del Señor o Ishwara, idea que obscurecía este concepto, que ella, en todo caso, no debe negar en nada. Ella debe también añadir su propio pensamiento luminoso, la coronación de su sistema sintético, la doctrina del Purushottama y la del triple Purusha por la que, aunque la idea esté presente, ninguna autoridad precisa e indiscutible puede ser encontrada fácilmente en los Upanishads; en verdad, esta doctrina parece, a primera vista, estar en contradicción con este texto de la Sruti donde no son reconocidos más que dos Purushas. Además, sintetizando las obras y el conocimiento, ella debe tener en cuenta no sólo la oposición entre Yoga y Sankhya, sino también la de las obras y el conocimiento en el Vedanta mismo, donde el sentido de las dos palabras y, por lo tanto, de sus puntos de fricción no son completamente los mismos que en la oposición Sankhya-Yoga. No es sorprendente en absoluto, y uno puede observar en el pasaje, que con el conflicto de tantas escuelas filosóficas, todas ellas fundamentadas en los textos del Veda y de los Upanishads, la Gîtâ describa que el entendimiento  es desconcertante y confuso, guiado como él está en diferentes direcciones por la Sruti, srutivipratipannâ. ¡Qué batallas libran, incluso hoy, los expertos  y metafísicos hin-dúes sobre el significado de los textos antiguos y a qué conclusiones tan diferentes llegan! El entendimiento podrá aportar, después de eso, disgusto e indiferencia, gantâsi nirvedam, rechazo a prestar atención a cualquier texto, nuevo o antiguo, srotavyasya srutasya ca, y en-trar en él mismo a descubrir la verdad a la luz  de una experiencia interior más profunda y directa.

            En los seis primeros capítulos, la Gîtâ adjunta una amplia base para su síntesis de las obras y del conocimiento, su síntesis del Sankhya, del Yoga y del Vedanta. Pero antes de nada constata que el karma, las obras, tiene un sentido especial en el lenguaje de los vedantines; la palabra designa los sacrificios y ceremonias védicos, o, a lo sumo, éstos y la ordenación de la vida según los Grihya-sutras, donde estos ritos desempeñan la función más importante, constituyendo el núcleo religioso de la vida. Por obras, los vedantines entendían estas obras religiosas, el sistema sacrifical, yajña, marcado por un orden cuidadoso, vidhi, de ritos complicados y precisos, kriyâ-visesa-bahulâm. Pero en el Yoga, la palabra obras tenía un significado mucho más amplio. La Gîtâ insiste en este significado más vasto; en nuestra concepción de la actividad espiritual, deben ser incluidas todas las obras, sarva-karmâni. Al mismo tiempo la Gîtâ, y en contra de lo que hace el Budismo, no sólo no rechaza la idea de sacrificio, sino que prefiere enaltecerla y ensancharla. Sí, dice ella, en efecto, no sólo es el sacrificio, yajña,  la parte más importante de la vida, sino que es toda la vida,  y también todas las obras, lo que debe considerarse como sacrificio; todo esto es yajña, aunque sean expresadas con ignorancia sin el conocimiento superior, y por el más ignorante en un orden que no es el  bueno, avidhi-pûrvakam. El sacrificio es la condición misma de la vida; dándoles el sacrificio como eterna compañía, el Padre de las criaturas ha creado los pueblos. Pero los sacrificios de los vedavadines son ofrendas del deseo con expectativas de recompensas materiales, deseo vehemente de obtener el fruto de sus obras, deseo preocupado por un goce más amplio en un Paraíso, bajo forma de inmortalidad y de salvación suprema. Esto no puede ser admitido por el sistema de la Gîtâ; porque ésta parte, en sus mismos comienzos, de la renuncia del deseo, su rechazo y su destrucción en tanto que enemigo del alma. La Gîtâ no niega la legitimidad misma de las obras sacrificales védicas; las acepta; acepta que por estos medios, uno pueda obtener el goce aquí, y el Paraíso, allá; soy Yo-mismo, dice el Maestro divino, quien acepta estos sacrificios y a quien son ofrecidos;  soy Yo-mismo quien, bajo la forma de dioses, da estos frutos, ya que los hombres eligen aproximarse a Mí de esa manera. Pero éste no es el verdadero camino, ni tampoco es el goce del Paraíso, la liberación y la realización que el hombre debe buscar. Son los ignorantes quienes rinden culto a los dioses no sabiendo a quién adoran en su ignorancia bajo estas formas divinas; pero aunque sea en la ignorancia, ellos adoran, efectivamente, al Uno, al Señor, al Deva único, y es Él quien acepta sus ofrendas. A este Señor debe ser ofrecido el sacrificio, el sacrificio verdadero de todas las energías y actividades de la vida, con devoción, sin deseo, por amor a Él y por el bien de los pueblos. Esto es  por lo que el Vedavada obscurece esta verdad y con su embrollo de ataduras rituales el hombre queda bajo la acción de los tres gunas, acción que hay que censurar severamente y alejarla con brusquedad; pero su idea central no se debe destruir; transfigurada y elevada, pasa a ser una parte muy importante de la experiencia espiritual verdadera y del método de liberación.

            La idea vedántica del conocimiento no presenta las mismas dificultades. La Gîtâ la asume inmediata y completamente, y a lo largo de  los seis capítulos  substituye tranquila-mente el Brahman inmóvil e inmutable de los vedantines, el Uno sin segundo e inmanente a todo el cosmos, por el Purusha inmóvil e inmutable pero múltiple de los sankhyas.  Acepta en estos capítulos el conocimiento y la realización del Brahman como el más importante e indispensable medio de liberación, del mismo modo  que presenta con insistencia las obras sin deseo como una parte esencial del conocimiento. Acepta paralelamente el nirvana del ego en la igualdad infinita del inmutable Brahman impersonal, como esencial para la liberación; prácticamente ella identifica esta extinción con el retorno sobre sí mismo, en el Sankhya, del Purusha  inactivo e inmutable cuando se retrae de la identificación con las acciones de Prakriti; combina y fusiona el lenguaje del Vedanta con el del Sankhya, como, efectivamente, lo habían hecho ya algunos de los Upanishads4. Pero hay un defecto en la posición vedántica que debe ser superado. Quizás podamos conjeturar que en esta época el Vedanta no había reurbanizado todavía las tendencias teísticas desarrolladas más tarde, ya presentes en los Upanishads en estado elemental, aunque no tan evidentes como en las filosofías vishnuítas de los vedantines, más recientes, donde llegaron a ser, sin duda, no sólo relevantes, sino también primordiales. Podemos comprender que el Vedanta ortodoxo fue, en todo caso, en sus principales tendencias, panteísta en la base, monista en la cima.5 Conocía al Brahman, uno sin un segundo;  conocía a los dioses, a Vishnu, a Shiva, a Brahma y a los demás, que todos ellos se resuelven en el Brahman; pero el Brahman único y supremo en tanto que  Ishwara único,  Purusha, Deva –palabras que le son aplicadas con frecuencia en los Upanishads y  que justifican todo en esta medida,  sobrepasándolas, sin embargo, el Sankhya y las concepciones teístas- fue una idea que había caído de su posición eminente;6 los nombres podían ser aplicados solamente en un Brahmavada estrictamente lógico a las fases subordinadas o inferiores de la idea de Brahman. La Gîtâ propone, no sólo restablecer la igualdad original de estos nombres y, por lo tanto, de las concepciones que ellos designan, sino también dar un paso más.  Es preciso que el Brahman, en su aspecto supremo y no en alguno que sea inferior, sea presentado como Purusha teniendo la Prakriti inferior por su Maya, de manera que sintetice perfectamente el Vedanta y el Sankhya, y como Ishwara, para sintetizar completamente estos dos últimos con el Yoga; pero la Gîtâ va a representar el Ishwara, el Purushottama, más elevado incluso que el Brahman inmóvil en inmutable, y la desaparición del ego en el impersonal no interviene al comienzo más que como a título de una gran etapa,  inicial y necesaria, con vistas a la unión con el Purushottama.  Porque el Purushottama es el Brahman supremo. Así pues, la Gîtâ sobrepasa audazmente al Veda y a los Upanishads tal como los enseñan sus intérpretes más autorizados y como lo afirma una enseñanza que le es propia que ella ha hecho derivar de ellos, pero que no puede  ajustarse al encuadre del significado que, habitualmente,  veían allí los vedantines.7 De hecho, sin estas relaciones libres y sintéticas con la letra de las Escrituras sagradas, hubiera sido imposible un trabajo de vasta síntesis en el estado de conflicto que reinaba entonces entre las numerosas escuelas, e imposible de haber utilizado los métodos corrientes de exégesis védica.

            La Gîtâ habla muy bien del Veda y de los Upanishads en los capítulos siguientes. Son Escrituras divinas, son el Verbo. El Señor Mismo es el conocedor del Veda y el autor del  Vedanta, vedavid vedântkrt; el Señor es el único objeto de conocimiento en todos los Vedas, sarvaïr vedaïr aham eva vedhyah,  un lenguaje que implica que la palabra Veda significa el libro del conocimiento, y que estas Escrituras merecen el nombre que se les da. Desde su elevada supremacía, por encima del Inmutable y del mutable, el Purushottama se ha desplegado por el mundo y por el Veda. Y sin embargo, la letra de la Escritura encadena y confunde, del mismo modo que el apóstol cristiano advirtió a sus discípulos cuando les dijo que la letra mata y el espíritu vivifica; y existe un punto más allá del cual las Escrituras como tales carecen de eficacia. La fuente verdadera del conocimiento es el Señor en el corazón; “Estoy instalado en el corazón de todos los hombres, y de mí procede el conocimiento”, dice la Gîtâ; la Escritura no es más que una forma verbal de este Veda interior, de esa Realidad luminosa en sí misma, es sabdabrahma: el mantra, dice el Veda, ha brotado del corazón, de la sede secreta de la verdad, sadanâd rtasya, guhâyâm. Este origen es su sanción; pero a pesar de todo la Verdad infinita es más grande que su palabra. Y contrariamente a lo que los vedavadines han dicho del Veda, nânyad astîti vâdinah, no debéis decir de ninguna Escritura que ella sola es suficiente en todo y que no puede admitirse ninguna otra verdad. Ésta es una palabra que salva y libera, que debe ser aplicada a todas las Escrituras del mundo. Tomad todas las Escrituras que existen o han existido, la Biblia, el Corán y los libros de los chinos, el Veda, los Upanishads, los Puranas, el Tantra, el Shastra, y la Gîtâ misma, las máximas  de los pensadores y de los sabios, de los profetas y de los Avatares; con todo, no digáis que no existe nada más, o que la verdad que vuestro intelecto no puede encontrar allí no es verdadera por-que no podáis encontrarla. Aquí está el pensamiento limitado del sectario, o el heteróclito del fanático ecléctico, no la búsqueda de la verdad que hace a la mente y al alma que tiene la experiencia de Dios libres e iluminadas. Que se haya oído o no anteriormente, lo que el corazón del hombre ve en sus profundidades iluminadas, lo que es escuchado interiormente y que viene del Señor de todo conocimiento, el conocedor de la Verdad eterna, eso es siempre la Verdad.

1 Los sistemas de los Puranas y de los Tantras están llenos de las  ideas del Sankhya, aunque subordinados a la idea vedántica y mezclados con muchas otras.

2 Al mismo tiempo, la Gîtâ parece haber tenido una gran influencia sobre el budismo mahayanista, y algunos pasajes son tomados íntegramente de ella en las Escrituras budistas. Por lo tanto, puede haber ayudado considerablemente al cambio del budismo, originariamente una escuela de ascetas quietistas e iluminados, en esta religión de devoción meditativa y de la acción compasiva que ha  tenido  tan poderosa influencia sobre la cultura asiática.

3 La idea de liberación  que tiene Jaimini es el Bramalôka eterno,  en el que el alma que ha llegado a conocer al Brahman inmutable posee un cuerpo divino y unos goces divinos. Para la Gîtâ el Brahmaloka no es  la liberación; el alma debe ir más allá,  al modo de ser supracósmico.

4 Especialmente el Swetaswatara.

5 La fórmula panteísta es que Dios y el Todo son uno; el monismo añade que sólo existe Dios, o sólo el Brahman, y que el cosmos no es más que una apariencia ilusoria, o  bien  una manifestación  real, pero parcial.

6 Éste es un poco dudoso, pero podemos decir al menos que existió una fuerte tendencia en esa dirección  cuya filosofía de Shankara ha sido la última culminación.

.7En realidad, la idea del Purushottama está ya anunciada en los Upanishads, aunque de un modo más difuso que en la Gîtâ. De manera que en la Gîtâ, el Brahman supremo o Purusha supremo está descrito constantemente como conteniendo en él mismo la oposición del Brahman con cualidades y del Brahman sin cualidades, nirguno guni. No es una de estas dos cosas con exclusión de la otra que, para nuestro intelecto, parec e ser la  contraria.

 

 

 

X

EL YOGA DE LA VOLUNTAD INTELIGENTE

 

Me ha sido preciso hacer una digresión en los dos últimos ensayos y arrastrar al lector conmigo a las áridas regiones del dogma metafísico, -aunque  manejados de forma somera y con un tratamiento muy insuficiente y superficial-, para que podamos comprender por qué la Gîtâ sigue la particular línea de desarrollo que ha tomado, elaborando en primer lugar una verdad parcial y no dejando más que a medio entender su significado más profundo, retornando a continuación a sus indicaciones, y sacando a la luz el sentido hasta el momento en que se eleva  a su última gran  sugerencia, su misterio supremo, no elaborado por ella en absoluto, sino que deja vivir, del mismo modo que en los recientes tiempos de la espiritualidad hindú se intentó vivir en grandes olas de amor, de consagración, de éxtasis. Ella tiene siempre puesta su mirada en su  síntesis y todos sus temas no hacen sino preparar gradualmente la mente para su sublime nota final.

            Te he hecho conocer,  según el Sankhya, el equilibrio de una inteligencia que se libera, dice el Maestro divino a Arjuna. Ahora voy a hacerte saber otro equilibrio según el Yoga. Retrocedes ante los resultados de tus obras, deseas otros resultados, y te desvías de  tu sendero correcto en la vida porque no te conduce a ellos. Pero esta idea de las obras y de sus resultados, el deseo del resultado como motivador, la obra como medio para la satisfacer el deseo, constituyen la esclavitud del ignorante que no sabe lo que son las obras, ni su verdadero origen, ni su funcionamiento real, ni su utilidad superior. Mi yoga te liberará de toda esclavitud del alma a sus obras, karma-bandham prahâsyasi. Tienes temor de muchas cosas, temor al pecado, temor al sufrimiento, temor al infierno y al castigo, temor a Dios, temor a este mundo de aquí, temor al mundo de allá, temor a ti mismo. ¿A qué no temes en este momento, tú, el  combatiente ario, el gran héroe del mundo? Pero aquí éste es el gran miedo que asedia a la humanidad: su miedo al pecado y al sufrimiento, ahora y a partir de ahora, su miedo, en un mundo cuya naturaleza verdadera  ella ignora, a un Dios cuyo ser verdadero tampoco ha tenido la suerte de ver, y cuyo propósito cósmico no comprende. Mi Yoga te liberará del gran miedo, e incluso una pequeña parte de  él te traerá liberación. Inmediatamente que hayas decidido emprender este sendero, te darás cuenta que ningún paso se da en vano; cada movimiento, por mínimo que sea, será un beneficio; aquí no encontrarás ningún obstáculo que impida tu avance. Una promesa audaz y absoluta, una promesa a la que una mente temerosa y vacilante acosa, y poniendo obstáculos en todos sus caminos no puede otorgar fácilmente un crédito seguro; una promesa, cuya inmensa y plena  verdad no es aparente, a menos que con estas primeras palabras del mensaje de la Gîtâ, leamos también las últimas “Abandona todas las leyes de conducta y toma refugio en  Mi solamente; Yo te liberaré de todo pecado y de todo mal; no te aflijas.”

            Pero no es, sin embargo, con esta palabra profunda y conmovedora de Dios al hombre, como comienza la exposición, sino más bien con los primeros y necesarios rayos de luz sobre el camino, dirigidos,  no hacia el alma, sino hacia el intelecto.  Y no es el Amigo y el Amante del hombre quien habla en primer lugar, sino el Guía y el Maestro, el que debe extirpar en el hombre la ignorancia de su yo verdadero en que se encuentra, de la naturaleza del mundo y de los resortes de su propia acción. Porque actuando en la  ignorancia, con una inteligencia defectuosa y, por tanto, con una voluntad falsa en estas cuestiones, este hombre está, o parece estar, subyugado por sus obras; de otro modo, las obras no son una atadura para el alma libre.  Es a causa de esta inteligencia defectuosa cómo él conoce la esperanza y el miedo, la ira, el dolor y la alegría efímera; de otro modo, las obras son posibles con una serenidad y una libertad perfectas. Así pues, es el Yoga  de la buddhi, de la inteligencia, lo que se prescribe en primer lugar a Arjuna. Actuar con una inteligencia justa y, por tanto, con una voluntad justa, estar fijados en el Uno, conscientes del yo único en todo, que actúa desde su serenidad ecuánime, no vagar en diferentes direcciones bajo los innumerables impulsos de nuestro yo mental superficial, esto es el Yoga de la voluntad inteligente.

            Hay, dice la Gîtâ, dos clases de inteligencia en el ser humano. La primera es concentrada, equilibrada, unificada, homogénea, dirigida solamente a la Verdad; la unidad es su característica, la fijeza concentrada, su ser mismo. En  la otra no hay voluntad única, ni inteligencia unificada, sino solamente un infinito número de ideas de múltiples ramificaciones, corriendo de aquí para allá, es decir, en ésta o en esa otra dirección, en pos de los deseos que le propone la vida y el medio ambiente. Buddhi, la palabra utilizada, significa, propiamente hablar, el poder mental de la comprehensión, pero es, con toda evidencia, aplicada por la Gîtâ en un vasto sentido filosófico a toda  acción de la mente que discrimina y decide; es la mente la que determina tanto la orientación y el uso de nuestros pensamientos como la orientación y el uso de nuestros actos; el pensamiento, la inteligencia, el juicio, la elección perceptiva y la meta quedan incluidos todos ellos en este funcionamiento. Porque la característica de la inteligencia unificada no es sólo la concentración de la mente que conoce, sino especialmente la concentración de la mente que decide, y persiste en su decisión, vyavasâya, mientras que el rasgo de la inteligencia derrochada no es tanto, incluso, el aspecto vagabundo de las ideas y de las percepciones, como el aspecto vagabundo de los fines y de los deseos y, por consiguiente, de la voluntad. Así pues, la voluntad y el conocimiento son las dos funciones de la buddhi. La voluntad inteligente unificada se halla afirmada en el alma iluminada, está concentrada en un conocimiento interior de sí; la voluntad inteligente múltiplemente ramificada y variada, ocupada en infinidad de cosas, descuidada de la única necesaria, está, por el contrario, sometida a la actividad sin tregua y vagabunda de la mente, dispersa en la vida exterior, en las obras y en sus frutos. “Las obras son inferiores y, con mucho, dice el Maestro, al Yoga de la inteligencia; desean más bien el refugio de la inteligencia; son almas pobres y miserables aquellas que hacen del fruto de sus obras el objeto de sus pensamientos y actividades.”

            Debemos tener presente el orden psicológico del Sankhya que acepta la Gîtâ.. De un lado está el Purusha, el alma calma, inactiva, inmutable, una, no evolutiva; del otro, la Prakriti o Naturaleza-fuerza, inerte, sin el alma consciente, activa pero sólo por yuxtaposición a esta consciencia, por contacto con ella, como diríamos, no tanto una al principio como indeterminada, triple en sus cualidades, capaz de evolución e involución. El contacto del alma y la naturaleza genera el juego de la subjetividad y de la objetividad, lo cual constituye nuestra experiencia de la existencia; lo que es para nosotros subjetivo, evoluciona en primer lugar, porque el alma-consciencia es la causa primera; la Naturaleza-fuerza inconsciente es sólo la causa segunda y subordinada; pero, con todo, es la Naturaleza y no el Alma la que provee los instrumentos de nuestra subjetividad. En el orden, llega en primer lugar la buddhi, poder discriminador y determinativo, que evoluciona a partir de la Naturaleza-fuerza, y, dependiendo de la buddhi, el poder del ego auto-discriminante. A continuación, como una evolución secundaria, surge de estos poderes lo que asume la discriminación de los objetos, la mente-sentido o manas, -debemos retener los nombres hindúes porque las palabras en español que se corresponden, no contienen sus equivalencias reales. Como una evolución terciaria a partir de la mente-sentido, tenemos los sentidos orgánicos especializados, diez en número (cinco de percepción, cinco de acción); después, los poderes de cada sentido de percepción: el sonido, la forma, el olor, etc. los cuales, por la mente, dan su valor a los objetos y hacen cosas que se destinan a nuestra subjetividad,- y le suministran una base substancial, las condiciones primarias de los objetos de los sentidos, los cinco elementos de la antigua filosofía o, más bien, las cinco condiciones elementales de la Naturaleza, pañca bhûta, que, por sus diversas combinaciones, constituye los objetos.

            Reflejados en la consciencia pura del Purusha, estos grados y poderes de la Naturaleza-fuerza llegan a ser el material de nuestra subjetividad impura; impura porque, de hecho, su acción depende de las percepciones del mundo objetivo y de sus reacciones subjetivas. La buddhi, que es simplemente el poder determinativo que prefija todo, de forma inerte, a partir de la Fuerza inconsciente indeterminada, toma para nosotros la forma de inteligencia y de voluntad. El manas, la fuerza inconsciente que se hace cargo de las discriminaciones de la Naturaleza por la acción y reacción objetivas y que, sometidas a su atracción, intenta acapararlas, se convierte en percepción sensorial y deseo, los dos términos groseros o degradaciones de la inteligencia y de la voluntad, -deviene en la mente sensorial de sensación, de emoción, de volición al sentido inferior de avidez, nostalgia, pasión, impulso vital, todas las deformaciones (vikâra) de la voluntad. Estos sentidos llegan a ser los instrumentos de la mente sensorial, los cinco sentidos de percepción de nuestro conocimiento sensorial, los cinco sentidos de acción de nuestros impulsos y hábitos vitales, mediadores entre lo subjetivo y lo objetivo; el resto está constituido por los objetos de nuestra consciencia, visayas de los sentidos.

            Este orden de la evolución parece contrario a lo que percibimos como orden de la evolución material; pero si recordamos que incluso la buddhi es en sí misma una acción inerte de la Naturaleza inconsciente, y que existe ciertamente en este sentido una voluntad y una inteligencia inconscientes, una fuerza discriminante y determinativa incluso en el átomo, si observamos la materia grosera e inconsciente de la sensación, de la emoción, de la memoria, del impulso en la planta y en las formas subconscientes de la existencia, si nos fijamos en estos poderes de la Naturaleza-fuerza, revestidos de las formas de nuestra subjetividad en la consciencia evolutiva del animal y del hombre, veremos que el sistema Sankhya cuadra suficientemente bien con todo lo que la investigación moderna ha puesto al día por su observación de la Naturaleza material. En la evolución del alma, volviendo desde la Prakriti al Purusha, es preciso tomar el orden inverso del de la evolución de la Naturaleza en el origen, y es así como los Upanishads y la Gîtâ, la cual  sigue y casi cita a los Upanishads, exponen el orden ascendente de nuestros poderes subjetivos. “Supremos, dicen ellos, por encima de sus objetos están los sentidos; suprema la mente en relación a los sentidos; suprema la voluntad inteligente en relación a la mente; lo que es supremo en relación a la voluntad inteligente, eso, es él,”- es el yo consciente, el Purusha. Por tanto, dice la Gîtâ, es este Purusha, esta causa su-prema de nuestra vida subjetiva,  a quien debemos comprender y del que debemos tomar cons-ciencia  por la inteligencia; en eso es preciso que fijemos nuestra voluntad. Manteniendo así, en un equilibrio firme, nuestro yo subjetivo inferior en la Naturaleza y teniéndolo  de esa ma-nera tranquilizado mediante el yo más grande y realmente consciente, podemos destruir al enemigo, inquieto  y siempre activo, de nuestra paz y de nuestro auto-dominio, el deseo de la mente.

            Porque, evidentemente, hay dos posibilidades para la acción de la voluntad inteligente. Puede adoptar una orientación descendente y hacia el exterior, en el sentido de una acción divagante de las percepciones y de la voluntad en el triple juego de la Prakriti; o puede  orientarse hacia lo alto y al interior, en el sentido de una paz y una igualdad muy estables en la calma y en la pureza inmutable del alma consciente y silenciosa,  que ya no está sometida a las distracciones de la Naturaleza. En el primer caso, el ser subjetivo está a merced de los objetos de los sentidos, vive en el contacto exterior de las cosas. Esta vida es la vida de deseo. Porque los sentidos, excitados por sus objetos, crean una inquietud o una perturbación frecuentemente violenta, un  movimiento poderoso, e incluso temerario hacia el exterior, para la captura de tales objetos y gozar de ellos, y zarandean a la mente sensorial “como los vientos zarandean a un pequeño barco en el mar”; la mente, sujeta a las emociones, pasiones, apetitos e impulsos que despierta este movimiento de los sentidos hacia el exterior, zarandea similarmente a la voluntad inteligente, que pierde, por lo tanto, su poder de discriminación tranquila y de dominio. La sumisión del alma al juego confuso de los tres gunas de la Prakriti en el eterno embrollo de su entrelazamiento y de su pugna, la ignorancia, una vida sensual, falsa, objetiva del alma, la esclavitud al dolor y a la cólera, al apego y a la pasión, son los efectos de esta tendencia descendente  de la buddhi, -es la vida desordenada del hombre ordinario, sin luz  ni disciplina. Aquellos que, como los vedavadines, hacen del placer de los sentidos el objeto de la acción, y de su obtención, la meta más elevada del alma, son guías que mienten. La alegría en sí,  la alegría interior y subjetiva, independiente de los objetos, es nuestra verdadera meta y el vasto y elevado cimiento de nuestra paz y liberación.

            Así pues, es la orientación ascendente e interior de la voluntad inteligente la que es preciso elegir decididamente con una concentración y perseverancia firmes, vyavsâya; debemos fijarla fuertemente en el conocimiento de sí sosegado del Purusha. Nuestro primer movimiento ha de ser, obviamente, despojarnos del deseo, que es toda la raíz del mal y del sufrimiento; y para ello hay que poner fin a la causa del deseo, a la embestida de los sentidos por atrapar sus objetos y gozarse en ellos. Debemos retirarlos hacia atrás cuando tiendan, de esa manera, a precipitarse  hacia afuera; alejarlos de sus objetos -del mismo modo que la tortuga introduce sus miembros en  el interior de su caparazón cuando está en peligro, como reintegrados a su origen-, quedar reposados en la mente, la mente reposando en la inteligencia, la inteligencia reposando en el alma y en su conocimiento de sí y observando la acción de la Naturaleza, pero sin estar sometido a ella, no deseando nada de lo que la vida objetiva pueda ofrecer.

            No es un ascetismo externo, ni la renuncia física a los objetos de los sentidos lo que Yo enseño, sugiere inmediatamente Krishna para evitar una confusión que corre el riesgo de surgir al instante. No la renuncia de los sankhyanos, ni las austeridades de la ascética rígida, con sus ayunos, su mortificación del cuerpo, su intento de abstenerse incluso del alimento. Esto no es la autodisciplina ni la abstinencia tal como Yo las entiendo; porque Yo hablo de una retirada  interior, de una renuncia al deseo. El alma encarnada, teniendo un cuerpo, debe sostenerlo normalmente por medio de la alimentación para poder desarrollar su actividad física con regularidad; al abstenerse del alimento, lo que hace es  simplemente alejar de ella el contacto físico con el objeto de los sentidos, pero no se despoja de la relación interior que hace penoso este contacto. Retiene el placer sensorial en el objeto, el rasa, el gusto y el disgusto, -porque el rasa tiene dos aspectos-; el alma debe, por el contrario, ser capaz de soportar el contacto físico sin sufrir interiormente esta reacción sensorial. De otro modo, hay nivrtti, cese del objeto, visayâ vinivartante, pero no cese subjetivo, ni nivrtti de la mente; ahora bien, los sentidos pertenecen a la mente, son subjetivos, y el cese subjetivo del rasa es el único indicio  real de dominio. Pero ¿cómo es posible este contacto sin deseo con los objetos, esta utilización no sensorial de los sentidos? Es posible, param drstvâ, por la visión del supremo, -param, el Alma, el Purusha-, y viviendo en el Yoga, en unión o en la unidad del todo el ser subjetivo con eso, gracias al Yoga de la inteligencia; porque el Alma única es calma, satisfecha en su propio deleite, y desde el momento que vemos esta cosa suprema en nosotros y fijamos allí nuestra mente y nuestra voluntad, este deleite, libre de la dualidad, puede tomar el lugar de los placeres sensoriales apegados a los objetos y el de las repulsas de la mente. Tal es el verdadero camino de la liberación.

            Ciertamente, la auto-disciplina, el dominio de sí, nunca son fáciles. Todos los seres humanos inteligentes saben que están obligados a ejercer algún control sobre sí mismos, y nada es más común que este consejo para controlar los sentidos; pero habitualmente no se aconseja  ni se practica más que imperfectamente en la mayoría de los casos, y de la manera más limitada e  insuficiente. Incluso el sabio, el hombre ilustrado, el alma prudente y discernidora, que se empeña en la tarea de adquirir realmente un dominio de sí completo, se encuentra, sin embargo,  acuciado y arrastrado por los sentidos. Esto es porque la mente se presta naturalmente a los sentidos; interiormente interesada, observa los objetos sensoriales, se fija en ellos y los hace objeto de un pensamiento absorbente para la inteligencia, y de un interés potente para la voluntad. De esto viene el apego, del apego llega el deseo,  del deseo procede la ansiedad, la pasión, y la ira cuando no se satisface el deseo, o  cuando se frustra o es contrariado; y por la pasión, el alma se obscurece, la inteligencia y la voluntad se olvidan de ver y de reposar en el alma calma que observa; se produce una caída del yo verdadero desde la memoria, y mediante este lapsus, la voluntad inteligente también queda obscurecida, e incluso destruida. Porque, por el momento, ella ya no existe efectivamente para nuestra memoria propia, desapareciendo en una nube de pasión; devenimos en pasión, en cólera, en aflicción, y dejamos de ser el yo, la inteligencia y la voluntad. Entonces esto debe ser evitado y hay que colocar todos los sentidos bajo un control total; porque sólo mediante un dominio absoluto de los sentidos es como la inteligencia sabia y tranquila puede quedar firmemente establecida en su sede apropiada.

            Esto no puede obtenerse perfectamente por el acto de la inteligencia misma, por una simple auto-disciplina mental; no puede ser adquirido más que por el Yoga, con algo que es superior a la inteligencia y en lo cual la calma y el dominio de sí son inherentes. Y este Yoga no puede coronar el éxito más que por la dedicación, la consagración, el abandono del ser total en el Divino, “en Mí”, dice Krishna; porque el Libertador está dentro de nosotros; pero éste no es nuestra mente, ni nuestra inteligencia, ni nuestra voluntad personal, -éstas no son más que instrumentos-. Es el Señor en quien, como al fin y al cabo se nos dice, tenemos que tomar refugio enteramente. Y por eso es preciso, ante todo, que hagamos de Él el objeto de nuestro ser total y mantener el alma en contacto con Él. Éste es el sentido de la frase “él debe estar firmemente establecido en el Yoga, totalmente abandonado en Mí”; pero hasta ahora, la más simple de las insinuaciones pasajeras, según la manera de la Gîtâ, son tres palabras solamente que contienen en germen toda la esencia del supremo secreto que todavía queda por desarrollar. Yukta âsîta matparah.

            Si esto se hace, entonces llega a ser posible moverse entre los objetos de los sentidos, estar en contacto con ellos, actuar sobre ellos, pero con los sentidos el bajo el completo control del yo subjetivo –no a merced de los objetos, de su contacto y de las reacciones que suscitan,- y este yo, obedeciendo al yo más alto, al Purusha. Entonces, libres de las reacciones, los sentidos quedarán liberados de las impactos de la simpatía y de la antipatía, escaparán de la dualidad del deseo positivo y del negativo, y  la calma, la paz,  la claridad y  la tranquilidad gozosa, âtmaprasâda, se establecerán en el hombre. Esta clara tranquilidad es la fuente de la felicidad del alma; toda aflicción pierde su poder de contacto con el alma en paz;  la inteligencia queda establecida rápidamente en la paz del yo; el sufrimiento es destruido. Es esta calma firme, sin deseo ni aflicción, de la buddhi en su equilibrio esencial y en su conocimiento de sí, a la que la Gîtâ confiere el nombre de samadhi.

            La señal del hombre en samadhi no es que pierda conciencia de los objetos y de su entorno, y de su yo mental y físico, y que no pueda  volver en sí, incluso ni quemando ni torturando su cuerpo -idea ordinaria del asunto. El trance es una intensidad particular, pero no el indicador esencial. La prueba se suministra por la expulsión de todos los deseos, por su impotencia para llegar a la mente, por el estado interior de donde surge esta libertad, por el deleite del alma recogida en ella misma,  con la mente en un estado ecuánime,  tranquila y con un equilibrio muy por encima de las atracciones y repulsiones, de las alternancias de sol, tormentas y tensiones de la vida externa. El alma se retira hacia dentro incluso cuando actúa exteriormente; se halla concentrada en sí misma aun cuando preste una atención intensa a las cosas; está concentrada totalmente en el Divino incluso cuando, según la visión exterior de los demás, está ocupada y absorbida por los asuntos del mundo. Arjuna, haciéndose eco de la mente humana media, exige alguna señal exterior, física y prácticamente discernible, de este gran samadhi: ¿cómo habla tal hombre, cómo se sienta, cómo camina? Ninguna de tales señales pueden ser facilitadas, ni el Maestro intenta facilitarlas; porque la única manera posible de poseer la prueba es interior, y éste está lleno de fuerzas psicológicas hostiles que se presentan para este efecto. La igualdad es el gran sello del alma liberada, y, de esta igualdad, incluso los signos más discernibles también son en sí mismos subjetivos. “Un hombre cuya mente no está perturbada por las aflicciones, que ya no tiene vínculos con el deseo de placeres,   cuya antipatía, ira y miedo se han alejado de él, tal es el sabio cuyo entendimiento ha tomado asiento en la estabilidad.” Él está “sin la triple acción de las cualidades de la Prakriti, sin las dualidades, siempre establecido en su ser verdadero, sin recibir nada ni tener nada, poseído de su yo.” ¿Para qué sirve al alma libre recibir y tener? Una vez que somos poseídos por el Yo, estamos en posesión de todas las cosas.

            Y sin embargo no deja de trabajar y de actuar. En esto reside la originalidad y el poder de la Gîtâ:  habiendo afirmado para el alma liberada esta condición estática, esta superioridad sobre la naturaleza, este vacuidad incluso de todo lo que constituye ordinariamente la acción de la Naturaleza, es todavía capaz de vindicar derechos para el alma, ordenándole incluso la continuación de las obras, y así evitar la gran carencia de las filosofías meramente ascéticas y quietistas, -la carencia de la que les vemos hoy día intentando escapar. “Tú tienes derecho a la acción, pero sólo a la acción, nunca a sus frutos; no pongas como motivaciones los frutos de tus obras, ni  tampoco dejes que exista en ti un apego a la inactividad.” Por consiguiente, no son las obras ejecutadas con deseo por los vedavadines, ni es la exigencia de que la mente inquieta y enérgica se sienta satisfecha por una actividad constante, exigencia que hace valer el hombre práctico o cinético, lo que se prescribe aquí. “Estabilizado en el Yoga, realiza tus acciones, teniendo abandonado el apego, deviniendo igual tanto en el fracaso como en el éxito; porque es la igualdad lo que se significa  con el Yoga.”¿Está degradada la acción  por la elección entre un bien y un mal relativos, por el miedo al pecado y el esfuerzo difícil hacia la virtud?. Pero el hombre liberado que ha unido su razón y su voluntad al Divino, arroja lejos de sí, aquí mismo, en este mundo de dualidades, tanto las buenas como las malas acciones; porque se eleva a una ley superior, que está más allá del bien y del mal, fundamentada en la libertad del conocimiento de sí. Esta acción sin deseo ¿no puede tener ninguna determinación, ninguna eficacia, ningun motivo eficiente, ningún poder creador vasto o vigoroso? Claro que sí; la acción realizada en Yoga  no sólo es la superior sino también la más sabia, la más poderosa y la más eficaz, incluso para los asuntos del mundo; porque está informada por el conocimiento y la voluntad del Maestro de las obras; “El Yoga es destreza en las obras.” Pero toda acción dirigida hacia la vida ¿aleja de la meta universal del Yogui que, se admite comúnmente, es la de escapar de la servidumbre de esta vida humana marcada por la angustia y la aflicción? No, ni mucho menos; los sabios que realizan las obras sin deseo de los frutos y en Yoga con el Divino son liberados de la esclavitud del nacimiento y alcanzan este otro estado de perfección en el que no existe ninguno de los males que afligen a la mente y a la vida de una humanidad sufriente.

            El status que  alcanza el yogui es el de la condición bráhmica; llega a establecerse firmemente en el Brahman, brâhmî sthiti. Se trata de una inversión completa del punto de vista, de la experiencia, del conocimiento, de los valores, de la visión que tienen las criaturas apegadas a la tierra. Esta vida de dualidades, que para ellas es su día, su despertar, su consciencia, su brillante condición de actividad y conocimiento, es para él una noche, un sueño perturbador y un estado tenebroso del alma; ese estado superior que para ellas es una noche, un sueño donde cesa todo conocimiento y toda voluntad, es para el sabio dueño de sí mismo su despertar, su día luminoso de existencia verdadera, de conocimiento y poder verdaderos. Las criaturas son aguas agitadas y fangosas que se enturbian a la menor irrupción del deseo; el sabio es un océano de una existencia vasta y de una vasta consciencia, que está siempre llenándose y, sin embargo, siempre inmóvil en el gran equilibrio de su alma; todos los deseos del mundo penetran en él como las aguas en el mar, y, a pesar de todo, no experimenta ningún deseo ni tampoco es molestado. Porque mientras las criaturas están saturadas  del turbador sentido del ego, y del “yo” y  del “mío”, él es uno con el Yo único en todos y carece del “yo” del “mío”. Actúa como los demás, pero ha abandonado todos sus deseos y sus anhelos; ha alcanzado la gran paz y no se desconcierta por las apariencias de las cosas; ha extinguido su ego individual en el Uno, vive en esta unidad, y al final  se ha estabilizado en este modo de ser, puede alcanzar la extinción en el Brahman, en el nirvana, -no la auto-aniquilación negativa de los budistas, sino la gran inmersión del yo personal separado en la vasta realidad de la Existencia impersonal,  infinita y única.

            Unificando sutilmente el Sankhya, el Yoga y el Vedanta, tal es la primera fundamentación de la enseñanza de la Gîtâ. Está lejos de ser todo, pero es la primera e indispensable síntesis práctica del conocimiento y de las obras, con una insinuación, ya, del tercer elemento de la plenitud del alma, el más intenso y el que la corona: el amor divino y la devoción.

 

 

 

XI

LAS OBRAS Y EL SACRIFICIO

 

            El Yoga de la voluntad inteligente y su culminación en el estado brámico, que ocupan todo el final del segundo capítulo, contienen el germen una gran parte de la enseñanza de la Gîtâ -su doctrina de las obras sin deseo, de la igualdad, del rechazo de la renuncia exterior, de la devoción al Divino; pero hasta ahora todo esto es escaso y obscuro. Lo más vehementemente enfatizado hasta este momento, es la retirada de la voluntad del motivo ordinario de las actividades humanas -el deseo-, del temperamento normal del hombre, hecho de un pensamiento y de una voluntad  que, con sus pasiones e ignorancia, corre tras los sentidos, y se inclina por hábito a las ideas y a los deseos perturbadores y de múltiples ramificaciones, para ganar  la unidad calma sin deseo y  la serenidad sin pasión del equilibrio bráhmico. Esto, al menos, lo ha comprendido Arjuna. Él está familiarizado con todo ello; es la substancia de la enseñanza corriente que dirige al hombre hacia el camino del conocimiento, y hacia la renuncia a la vida y a las obras, como su vía de perfección. La inteligencia, apartándose del sentido, del deseo y de la acción humana, y volviéndose hacia el Supremo, hacia el Uno, hacia el Purusha inactivo, hacia el Brahman inmóvil y sin rasgos, es ciertamente la semilla eterna del conocimiento.  No hay lugar aquí para las obras, ya que las obras pertenecen a la ignorancia; la acción es precisamente lo opuesto al conocimiento; su semilla aquí es el deseo, y su fruto, la esclavitud. Esta es la doctrina filosófica ortodoxa, y Krishna parece admitirla completamente  cuando dice que las obras son muy inferiores al Yoga de la inteligencia. Y sin embargo, se insiste en que las obras son una parte del Yoga; de manera que parece haber aquí, en esta enseñanza, una inconsistencia radical. Pero esto no es todo;  porque puede persistir, sin duda, por algún tiempo, cierta clase de  trabajo, el mínimo, el más inofensivo; pero se trata aquí de un trabajo completamente incompatible con el conocimiento, con la serenidad y la paz inmóvil del alma, que se complace en sí misma, -una obra terrible, incluso monstruosa, un conflicto sangriento, una batalla implacable, una masacre gigantesca. Ahora bien ¡Es esto lo que está prescrito, lo que se intenta justificar por la enseñanza de la paz interior, de la igualdad sin deseo y del asentamiento en el Brahman! Entonces, he aquí una contradicción irreconciliable. Arjuna se lamenta de que se le haya ofrecido una doctrina confusa y contradictoria, y no el camino claro, rigurosamente uno, por el que la inteligencia humana pueda moverse directa y netamente al supremo bien. Es en respuesta a esta objeción por lo que la Gîtâ comienza al punto a desarrollar, cada vez más claramente, su doctrina positiva e imperativa de las Obras.

            El Maestro hace, en primer lugar, una distinción entre los dos medios de salvación sobre los que, en este mundo, el hombre puede concentrarse de forma exclusiva: el Yoga del conocimiento y el Yoga de las obras; el uno, se supone habitualmente, implicando la renuncia a las obras, en tanto que obstáculo para la salvación; el otro, aceptando las obras, como medio de salvación. Él no insiste todavía fuertemente sobre alguna fusión de los dos, sobre alguna reconciliación del pensamiento que los divide, sino que comienza por mostrar que la renuncia de los sankhyanos, la renuncia física, el sannyâsa, no es ni la única vía, ni en absoluto la mejor. Naiskarmya, una calma vacía de obras es, indudablemente, lo que el alma, el Purusha, ha de lograr; porque es la Prakriti la que ejecuta el trabajo, y el alma tiene que elevarse por encima del embrollo de las actividades del ser y alcanzar una estabilidad serena y libre, observando las operaciones de la Prakriti, pero sin quedar  afectada por ellas.  Esto, y no el cese de las obras de la Prakriti, es lo que realmente se entiende por naiskarmya del alma. Por lo tanto es un error creer que no comprometiéndose con ninguna clase de acción, se puede ac-ceder a este estado inactivo del alma  y disfrutar en él. La mera renuncia a las obras no es un medio suficiente para la salvación, ni incluso, en absoluto, apropiado. “No por abstenerse de obrar un hombre goza de la inacción, ni tampoco renunciando simplemente (a las obras) al-canza su perfección,” –a la siddhi, al cumplimiento de las metas de su auto-disciplina por el Yoga.      

            Pero al menos ¿debe ser éste un instrumento necesario, indispensable e imperativo?. Porque ¿cómo puede el alma, si continúan las obras de la Prakriti, evitar estar  involucrada en ellas? ¿Cómo puedo yo luchar, y, a la vez, no pensar ni sentir en mi alma que yo, el individuo, estoy combatiendo, ni desear la victoria, ni ser interiormente tocado por la derrota?  La enseñanza de los sankhyanos es que la inteligencia del hombre, que queda atrapada por las actividades de la Naturaleza, cae en las redes del egoísmo, de la ignorancia y del deseo, y, por lo tanto, involucrada en la acción; por el contrario, si la inteligencia se retrae, entonces la acción debe cesar con el cese del deseo y de la ignorancia. Así pues, la renuncia a la vida y a las obras es una parte necesaria, una circunstancia inevitable y un  medio último e indispen-sable del movimiento hacia la liberación. Esta objeción, de una lógica corriente , -Arjuna no la expresa, pero está en su mente, como muestra el giro de sus posteriores declaraciones, -el Maestro  se anticipa inmediatamente. No, dice él; esta renuncia, lejos de ser indispensable, es incluso imposible. “Porque nadie permanece, ni siquiera por un momento, sin hacer algo; todo el mundo tiene que actuar, sin poder evitarlo, a causa de los modos procedentes de la Pakriti.” La fuerte percepción de la gran acción cósmica, de la actividad y potencia eternas de la energía cósmica, que fue muy enfatizada posteriormente por la enseñanza de los shâktas tántricos, que incluso hicieron a la Prakriti o la Shakti superior al Purusha, es un rasgo muy notable de la Gîtâ. Aunque no aparezca aquí más que como un matiz, es, sin embargo, suficientemente fuerte, emparejado como está con lo que nosotros podríamos denominar los elementos teístas y devocionales de su pensamiento, para introducir este activismo que tan poderosamente modifica en el esquema de su Yoga las tendencias quietistas del antiguo Vedanta metafísico. El hombre encarnado en el mundo natural no puede dejar de actuar, ni por un momento, ni por un segundo; su misma existencia aquí abajo es una actividad. El universo, en su totalidad, es un acto de Dios; incluso el mero hecho de vivir es Su movimiento.

            Nuestra vida física, su mantenimiento, su continuidad, constituyen un viaje, un peregrinaje del cuerpo, sarîra-yâtrâ,  que no puede ser llevado a cabo sin acción. Pero incluso aunque un hombre pudiera dejar su cuerpo sin sustento ni finalidad práctica, o permanecer siempre inmóvil como un árbol, o inerte como una piedra, tisthati, esta inmovilidad vegetativa o material, no le salvaría, sin embargo, de las manos de la Naturaleza; no quedaría eximido de sus operaciones. Porque no son nuestros movimientos y actividades físicas aislados lo que debe entenderse por obras, por karma; nuestra existencia mental también constituye una compleja y gran actividad; es, incluso, la parte mayor y más importante de las obras de la energía en incesante movimiento, -la causa subjetiva y el elemento determinante de la existencia física. No hemos ganado nada si, reprimiendo el efecto, retenemos la actividad de la causa subjetiva. Los objetos de los sentidos no son más que una ocasión para nuestra cautividad; y la insistencia que pone la mente en ellos es el medio, la causa instrumental. Un hombre puede controlar sus órganos de acción y rechazar concederles su juego natural, pero no habrá ganado nada si su mente continúa acordándose de tales objetos sensoriales y fijando en ellos su atención. Tal individuo ha quedado extraviado con estas falsas nociones de auto-disciplina; no ha comprendido ni el objeto ni la verdad, ni tampoco los primeros principios de su propia existencia subjetiva; por consiguiente, todos sus métodos de auto-disciplina son falsos y nulos.1  Las acciones del cuerpo, incluso las de la mente, no son nada en sí mismas, ni siquiera una atadura, ni la primera causa de la atadura. Lo que es vital es la potentísima energía de la Naturaleza, que quiere seguir su idea y proseguir su juego en su vasto dominio de la mente, de la vida y del cuerpo; lo que es peligroso en ella es el poder que tienen sus tres gunas, modos o cualidades, de perturbar y confundir la inteligencia y, así, obscurecer el alma. Así pues, como se verá más adelante, está aquí todo el problema espinoso de la acción y de la liberación para la Gîtâ. Sé libre de la obscuridad y del desconcierto debidos a los tres gunas, y la acción puede continuar, como debe continuar, e incluso la acción más amplia, la más rica, o la más desmesurada y violenta; esto carece de la menor importancia, porque en tal caso nada afecta al Purusha; el alma posee naiskarmya.

            Pero por el momento, la Gîtâ no se dirige hacia este punto más importante. Ya  que la mente es la causa instrumental, ya que la inacción es imposible, lo que es racional, necesario, el procedimiento correcto, es una acción controlada del organismo subjetivo y objetivo. La mente debe poner los sentidos bajo su control y hacer de ellos un instrumento de la voluntad inteligente, y entonces los órganos de la acción deben ser utilizados para su función adecuada, para la acción, pero para la acción hecha como Yoga. Pero ¿cuál es la esencia de este dominio de sí,  y qué se entiende por acción realizada como Yoga, karmayoga? Es el desapego, es verificar las obras sin que  la mente quede enganchada a los objetos de los sentidos, ni al fruto de las obras. Esto no significa una inacción completa, la cual es un error, una confusión, una desilusión, una imposibilidad, sino  una acción plena y libre, llevada a cabo sin sujeción a los sentidos ni a la pasión; son las obras sin deseo ni apego las que constituyen el primer secreto de la perfección. Así pues, domínate, realiza la acción, dice Krishna, niyatam kuru karma tvam: He dicho que el conocimiento, la inteligencia, es superior a las obras, jyâyasî karmano buddhih, pero no he querido significar que la inacción sea mejor que la acción; lo contrario es lo verdadero, karma jyâyo akarmanah. Porque conocimiento no quiere decir que haya que renunciar a las obras; significa igualdad y desapego al deseo y a los objetos sensoriales; significa el equilibrio de la voluntad inteligente en el Alma libre y establecida muy por encima de la instrumentación inferior de la Prakriti y  el control de las operaciones de la mente, de los sentidos y del cuerpo, gracias al poder del conocimiento de sí y del deleite de sí -deleite puro y sin objeto- que pertenecen a la realización espiritual, niyatam karma.2 El buddhiyoga es cum-plimentado con el karmayoga; el Yoga de la voluntad inteligente, que se libera a sí misma, encuentra su pleno significado en el Yoga de las obras sin deseo. Así pues, la Gîtâ fundamenta su enseñanza en la necesidad de obras sin deseo, niskâma karma,  y une la práctica subjetiva de los sankhyanos –rechazando su regla meramente física- a la práctica del Yoga.

            Sin embargo, todavía hay una dificultad esencial sin resolver. El deseo es el motivo ordinario de todas las acciones humanas, y si el alma está libre del deseo,  entonces ya no existe ninguna razón de ser de la acción. Podemos ser empujados a realizar ciertas labores para mantener del cuerpo, pero incluso esto es una sujeción al deseo del cuerpo del que nos es necesario despojarnos si debemos alcanzar la perfección. Pero concediendo que esto no pueda llevarse a cabo, no hay más que fijar una regla de acción fuera de nosotros mismos, que nada en nuestra subjetividad habrá dictado, el nityakarma de la regla védica, la rutina del sacrificio litúrgico, de la conducta cotidiana y del deber social, que el hombre que busca la liberación puede seguir simplemente porque le es prescrita; hacer esto no supone ningún propósito personal ni interés subjetivo, lo hace con absoluta indiferencia, no porque esté compelido por su naturaleza, sino porque lo ordena el Shastra. Pero si el principio de la acción no debe ser exterior en la naturaleza, sino subjetivo, si, incluso en el caso del hombre liberado y del sabio, sus acciones deben ser controladas y determinadas por su naturaleza, svabhâva-niyatam, entonces, el único principio subjetivo de acción es el deseo, cualquiera que sea su carácter: la codicia carnal, o la emoción del corazón, o un objetivo ruin o noble de la mente;  pero todo, de cualquier estilo, sometido a los gunas de la Prakriti. Demos entonces, al niyata karma de la Gîtâ, el sentido del niyata karma de la regla védica, a su kartavyakarma, o trabajo que debe hacerse, el sentido de la ley aria de deber social, y consideremos igualmente que su  trabajo, hecho como un sacrificio, designa simplemente estos sacrificios védicos y este deber social fijo, ejecutado desinteresadamente y sin ningún objetivo personal. Así es como la doctrina de la Gîtâ de las obras sin deseo es interpretada con frecuencia. Pero me parece que la enseñanza de la Gîtâ no es tan ordinaria ni tan simple, ni tan limitada en el espacio y en el tiempo, ni tan estrecha como todo eso. Es vasta, libre, sutil y profunda; es válida para todas las épocas y para todos los seres humanos,  no para un tiempo determinado ni para un país en particular. Especialmente, se evade siempre de las formas externas, de los detalles, de las nociones dogmáticas y retorna a los principios y a los grandes hechos de nuestra naturaleza y de nuestro ser. Es un trabajo de una vasta verdad filosófica y de una vasta espiritualidad práctica, no de fórmulas religiosas y filosóficas forzadas, ni de dogmas estereotipados.

            La dificultad es ésta: siendo nuestra naturaleza lo que es, y siendo el deseo el principio común de su acción, ¿cómo es posible instituir realmente una acción sin deseo?. Porque lo que llamamos habitualmente acción desinteresada, en realidad, no está carente de deseo; no es más que un reemplazamiento de algunos intereses personales menores por otros más importantes, que sólo tienen apariencia de impersonales: la virtud, la patria, la humanidad. Toda acción, además, como Krishna insiste, es llevada a cabo por los tres gunas de la Prakriti, por nuestra naturaleza; actuando según el Shastra, estamos actuando, no obstante, según nuestra naturaleza; -aun cuando esta acción shástrica, contrariamente a la  ordinaria, no sea una simple cobertura de nuestros deseos, prejuicios, pasiones, egoísmos, vanidades, sentimientos y preferencias sectarias, personales y nacionales. Pero además, si bien de otro modo, aun en el caso más puro, igualmente obedecemos a una elección de nuestra naturaleza; y si nuestra naturaleza fuera diferente y los gunas actuaran sobre nuestra inteligencia y voluntad, siguiendo cualquier otra combinación, no aceptaríamos el Shastra, sino que viviríamos en nuestra fantasía o de acuerdo con nuestras nociones intelectuales, o bien nos evadiríamos de la ley social para vivir la vida del solitario o del asceta. No podemos llegar a ser impersonales obedeciendo a algo exterior a nosotros, porque no es así como podemos salir fuera de nosotros; no podemos hacerlo más que elevándonos hasta lo que es más alto en nosotros, a nuestra Alma libre, a nuestro Yo libre, que único, es el mismo en todos, y que, por consiguiente, carece de intereses personales, hasta el Divino en nuestro ser, quien se posee en Su trascendencia del cosmos, y por tanto no está atado a Sus obras cósmicas, ni a Su acción individual. Esto es lo que enseña la Gîtâ; y la ausencia de deseo no es más que un medio en vistas a este fin,  no un fin en sí misma. Sí; pero ¿cómo llegar allí? Realizando todas las obras con el sacrificio por único objeto, es la respuesta del Maestro divino. “Haciendo las obras de otro modo que no sea por el sacrificio, este mundo de los hombres es esclavo de las obras; por el sacrificio, oh hijo de Kunti,  lleva a cabo las obras, llega a ser libre de todo apego.” Es evidente que todos los trabajos, y no sólo el sacrificio y los deberes sociales, pueden hacerse con este espíritu; toda acción puede verificarse, ya sea a partir del ego-sentido, estrecho o am-pliado, o ya sea por del Divino. Todo ser y toda acción de la Prakriti  no existen más que por el Divino; de éste proceden, por éste subsisten, hacia éste se orientan. Ahora bien, mientras es-temos dominados por el ego-sentido, no podemos percibir esta verdad, ni actuar en su espíritu, sino que actuamos para la satisfacción del ego y en el espíritu del ego; lo contrario que para el sacrificio. El egoísmo es el nudo de la esclavitud. Actuando vueltos hacia  Dios, sin ningún pensamiento de egoísmo, desataremos este nudo y llegaremos finalmente a la libertad.

            No obstante, la Gîtâ comienza por retomar la declaración vedántica de la idea de sacrificio, y formular la ley de sacrificio en sus términos ordinarios. Esto lo hace con un objetivo definido. Hemos visto que la disputa entre la renuncia a las obras y su realización tiene dos formas: la oposición entre Sankhya y Yoga, que, en principio, está ya resuelta, y la oposición entre vedismo y  vedantismo, que el Maestro tiene que reconciliar todavía. La primera es una exposición muy importante de la oposición, en la que la idea de las obras es general y vasta. El Sankhya parte de la noción del status divino como siendo el del Purusha inmutable e inactivo, que es realmente cada alma, y marca una oposición entre la inactividad del Purusha y la actividad de la Prakriti; entonces, su culminación lógica es el cese de toda obra. El Yoga parte de la noción del Divino en tanto que Îshwara, señor de las operaciones de la Prakriti y, por lo tanto, siendo superior a ellas, y su culminación lógica no es el cese de las obras sino la superioridad del alma sobre todas ellas y su libertad, anunque las realice ella. En la oposición entre vedismo y vedantismo, las obras, el karma,  se limitan a las obras védicas, y algunas veces incluso al sacrificio védico y a las obras ritualizadas, siendo excluido todo las   demás y juzgado como no útil para la salvación. El vedismo de los mîmân-sakas insiste sobre las obras como el medio; el vedantismo,  tomando su postura de los Upa-nishads, ve en ellas simples preliminares pertenecientes al estado de ignorancia, y que, al final, es preciso superar y rechazar: un obstáculo para el buscador de la liberación. El vedismo celebraba a los devas, los dioses, con  sacrificios, sosteniendo que eran poderes que apoyaban a nuestra salvación. El vedantismo se inclina a considerarlos como poderes del mundo mental y material, opuestos a nuestra salvación (los hombres, dice el Upanishad, es el ganado de los dioses, que no desean que el hombre conozca ni sea libre); ve en el Divino al Brahman inmutable que es preciso alcanzar, no por las obras sacrificiales y de culto, sino por el conocimiento. Las obras no hacen más que conducir a resultados materiales y a un Paraíso inferior; así pues, hay que renunciar a ellas.

            La Gîtâ resuelve esta oposición subrayando que los devas no son más que formas de un Deva único, el Îshwara, el Señor de todo Yoga, de toda adoración, de todo sacrificio y de toda austeridad; y si es verdad que el sacrificio ofrecido a los devas conduce sólo a resultados materiales y al Paraíso, es igualmente verdad que el sacrificio ofrecido al Îshwara conduce, más allá de los devas, a la gran liberación. Porque el Señor y el Brahman inmutable no son dos seres diferentes, sino uno y el mismo Ser, y cualquiera que se esfuerce hacia el uno o hacia el otro, está esforzándose hacia esta Existencia divina y única. Todas las obras, en su conjunto, encuentran su culminación y plenitud en el conocimiento del Divino, sarvam karmâkhilam pârtha jñâne parisamâpyate. Ellas no son un obstáculo, sino el camino del conocimiento supremo. Así pues, esta oposición es igualmente reconciliada con la ayuda de una amplio esclarecimiento, hecho al significado de sacrificio. De hecho, su conflicto no es más que una forma restricta de la oposición más vasta existente entre Yoga y Sankhya. El vedismo es una forma especializada y estrecha del Yoga; el principio de los vedantines es idéntico al de los sankhyanos, ya que tanto para los unos como para los otros, el movimiento de salvación está en el retroceso de la inteligencia, la buddhi, ante  los poderes diferenciadores de la Naturaleza, ante el ego,  la mente,  los sentidos, ante lo subjetivo y  lo objetivo, y en su retorno a lo indiferenciado e inmutable. Es con el proyecto de esta reconciliación en su mente, como el Maestro aborda en primer lugar su exposición de la doctrina del sacrificio; pero, de principio a fin, incluso desde el mismo comienzo, concentra su atención, no sobre el sentido védico restrictivo del sacrificio y de las obras, sino sobre su aplicación más amplia y universal, -ensanchando nociones estrechas y conformistas para admitir las grandes verdades generales que ellas restringen excesivamente, porque tal es siempre el método de la Gîtâ

.1 Yo no puedo creer que mithyâcâra signifique hipócrita. ¿Cómo puede ser hipócrita un hombre que se inflige una privación tan completa y severa? Está cometiendo un error y es víctima de una ilusión, vimûdhâtmâ, y su âcâra, su método de auto-disciplina formalmente regulado es un método falso y vano, -esto es ciertamente todo lo que la Gîtâ quiere dar a entender.

2 De nuevo, no puedo aceptar la interpretación corriente de niyatam karma, como si significase obras fijas y de pura forma, y como si fuera el equivalente de nitya-karma védico, las obras regulares de sacrificio, el ceremonial y la regla cotidiana de la vida védica. Seguramente, niyata retoma simplemente el niyamya del último versículo. Krishna declara que, “aquél que domina los sentidos mediante la mente, enlaza con los órganos de acción en el Yoga de la acción, destaca aquí”, manasâ niyamya ârabhate karmayogam, y prosigue sin demora  extrayendo de la declaración un mandato para resumirla y convertirla en regla: “Realiza , pues, una acción con dominio,” niyatam kuru karma tvam: niyatam retoma niyamya, kuru karma lo hace con ârabhate karmayogam. La enseñanza de la Gîtâ reside no  en obras de pura forma fijadas por una regla externa, sino en obras sin deseo dominadas por la buddhi liberada.

 

 

 

XII

EL SIGNIFICADO DEL SACRIFICIO

 

-           La teoría del sacrificio según la Gîtâ está expuesta en dos pasajes diferentes; uno lo encontramos en el tercer capítulo, y el otro, en el cuarto. El primero le da un lenguaje que, tomado en sí mismo, podría parecer que está hablando solamente del sacrificio formal; el segundo, interpretándose en el sentido de un vasto simbolismo filosófico, transforma al punto todo su significado y lo eleva a un plano de alta verdad psicológica y espiritual.  “Con el sacrificio, el Señor de las criaturas, creó desde antiguo las criaturas y dijo : Por él produciréis en adelante (frutos o descendencia); que él sea la vaca nutricia de vuestros deseos. Por él, alimentad a los dioses y que los dioses os alimenten; alimentándoos mutuamente alcanzaréis el bien supremo. Alimentados por el sacrificio, los dioses os darán las alegrías deseadas.” Quien goza las alegrías que ellos procuran y no les ha dado nada, es un ladrón. Los buenos que comen lo que queda del sacrificio, quedan liberados de todo pecado; pero son malos y disfrutan del pecado quienes se los preparan (los alimentos) para su propio provecho. De los alimentos nacen las criaturas, de la lluvia fluye el nacimiento de los alimentos, del sacrificio proviene la lluvia, el sacrificio nace del trabajo; que sepas que el trabajo nace del Brahman, el Brahman nace del Inmutable; así pues, el Brahman que lo impregna todo, se halla establecido en el sacrificio. Aquél que no sigue aquí abajo la rueda puesta en movimiento de este modo, es perverso en su ser, la sensualidad es su deleite; en vano, oh Partha, vive este hombre.” Habiendo expuesto de este modo la necesidad del sacrificio –veremos después en qué sentido podemos interpretar un pasaje que a primera vista parece no transmitir más que una teoría tradicional del ritualismo y la necesidad de la ofrenda ceremonial-, Krishna pasa a declarar la superioridad del hombre espiritual sobre las obras: “Pero el hombre, cuyo deleite está en el Yo, que encuentra su contentamiento en el goce del Yo, y quien en el Yo está su satisfacción, para él no existe aquí ningún trabajo que sea necesario realizar, ni hay aquí ningún objeto que él deba ganar por la acción cumplida, y nada que deba ganar por la acción no cumplida; él no depende en absoluto de todas estas  existencias, al no tener ningún objeto que ganar.”

            He aquí, entonces, los dos ideales, el védico y el vedántico, presentándose, por así decir, en todo lo que, en el origen, les separa, les enfrenta de forma aguda: por un lado, la actividad ideal que consiste en adquirir aquí abajo los placeres y el bien supremo del más allá gracias al sacrificio y a la dependencia mutua del ser humano y los poderes divinos; y por el otro, haciéndole frente, el ideal más austero del hombre liberado, que, independiente en el Espíritu, no tiene nada que hacer con el placer ni con las obras, ni con los mundos humano o divino, sino que existe únicamente en la paz del Yo supremo, se goza sólo en la alegría calma del Brahman.  Los versículos siguientes crean un terreno para la conciliación entre los dos extremos; el secreto no es la inacción apenas se vuelve uno hacia la verdad superior, sino la acción sin deseo, tanto antes como después de que se ha tenido acceso a esta verdad superior. El hombre liberado no tiene nada que ganar por la acción, pero tampoco tiene nada que ganar por la inacción, y no es en absoluto por ningún objeto personal que él deba hacer su elección. “Por lo tanto, realiza siempre sin apego la obra que debe hacerse (hecha por el bien del mundo, lokasangraha, como se muestra con claridad inmediatamente después); porque realizando las obras sin apego el hombre alcanza lo supremo. Porque fue simplemente por las obras como Janaka y los demás alcanzaron la perfección.” Es verdad que las obras y el sacrificio son un medio para llegar al bien supremo, sreyah param avâpsyatha; pero hay tres clases de obras: las que, hechas sin sacrificio, para el placer personal, son enteramente egoístas, están dirigidas hacia uno mismo, se saltan la ley verdadera, el objetivo verdadero y la la utilidad verdadera de la vida, mogham pârtha sa jîvati; las que están realizadas con deseo, pero como sacrificio y con el placer solamente como resultado del sacrificio, y por tanto son consagradas y santificadas en tal medida; y las que se llevan a cabo sin deseo ni apego de ninguna clase. Son estas últimas las que conducen al alma del hombre a lo supremo, param âpnoti pûrusah.

            Todo el sentido y la trayectoria de esta enseñanza giran en torno a la interpretación que nosotros vamos a dar a palabras tan importantes como yajña, karma, brahma, sacrificio, obra, Brahman.. Si el sacrificio es simplemente el sacrificio védico, si la obra de la que él nace es la regla védica de las obras, y si el Brahman del que nace la obra misma es el sabda-brahman en el sentido, solamente, de la letra del Veda, entonces son concedidas todas las posiciones del dogma védico y no hay nada más. El sacrificio cultual es el medio adecuado para obtener de los niños, la riqueza y la alegría; por el sacrificio cultual se hace caer la lluvia de los cielos, y la prosperidad y la continuidad de la raza quedan aseguradas; la vida es una incesante transacción entre los dioses y los hombres, en la que el hombre ofrece presentes ceremoniales a los dioses, tomados de los dones que ellos le han conferido, y por los que a cambio él es enriquecido, protegido y nutrido. Por lo tanto, todas las obras humanas deben ir acompañadas de un sacramento, transformarse en un sacramento por el sacrificio formal y el culto ritualista; la obra no consagrada de este modo, es maldecida, y el placer obtenido sin previo sacrificio ceremonial ni consagración ritual, es un pecado. Incluso la salvación, incluso el bien supremo deben ganarse por el sacrificio ceremonial. Jamás debe ser abandonado. Incluso el que busca la liberación tiene que continuar cumpliendo con el sacrificio formal, aunque sin apego; es por el sacrificio ceremonial y por las obras rituales hechas sin apego, como los hombres de la clase de Janaka alcanzarán la perfección espiritual y la liberación.

            Obviamente, éste no puede ser el sentido de la Gîtâ, porque estaría en contradicción con todo el resto del libro. Incluso en el pasaje mismo, sin la interpretación iluminadora que le es dada después, en cuarto capítulo, tenemos ya una indicación de un sentido más amplio donde se dice que el sacrificio nace del trabajo, el trabajo del brahman, brahman del Akshara, y, por tanto, que el Brahman, que lo impregna todo, sarva-gatam brahma, se halla establecido en el sacrificio. La conexión lógica del “por tanto” y la repetición de la palabra brahma son significativas; porque muestran claramente que es preciso comprender al Brahman del que nace toda obra, teniendo en mente no tanto la enseñanza védica corriente en lo que significa el Veda, como el sentido simbólico en el que la Palabra creadora es identificada con el Brahman, que penetra todo, con el Eterno, con el Yo único, presente en todas las existencias, sarva-bhûtesu, y presente en todas las funciones de la existencia. El Veda es el conocimiento del Divino, del Eterno, -“Yo soy Aquel que debe ser conocido en todos los libros del Conocimiento,” vedais ca vedyah, dirá Krishna en un capítulo posterior; pero es el conocimiento de lo que él es en los funcionamientos de la Prakriti, en los funcionamientos de los tres gunas, cualidades primarias o modos de la Naturaleza, traigunyavisaya vedâh. Este Brahman o Divino en las operaciones de la Naturaleza nace, podemos decir, del Akshara, el Purusha inmutable, el Yo que se mantiene por encima de todos los modos o cualidades o funciones de la Naturaleza, nistraigunya. El Brahman es uno, pero se revela bajo dos aspectos: el Ser inmutable y el creador, origen de las obras en el devenir mutable, âtman, sarvabhûtâni; es el Alma omnipresente e inmóvil de las cosas, y es el principio espiritual del funcionamiento móvil de las cosas, el Purusha morando en sí mismo y el Purusha activo en la Prakriti; es aksara y ksara. Bajo ambos aspectos, el Ser Divino, el Purushottama, se manifiesta en el universo; lo inmutable, por encima de todas las cualidades, es Su aspecto de serenidad, de auto-posesión, de igualdad, samam brahma; de este aspecto fluye Su manifestación en las cualidades de la Prakriti y sus operaciones universales; del Purusha en la Prakriti, de este Brahman con cualidades, emanan todas las obras1 de la energía universal, karma, en el hombre y en todas las existencias; de estas obras deriva el principio del sacrificio. Incluso el intercambio material entre los dioses y los hombres se apoya en este principio; por ejemplo:  la lluvia y el alimento que ésta produce se encuadran en este funcionamiento, y de aquellos dos depende el nacimiento físico de las criaturas. Porque todas las operaciones de la Prakriti son, en su verdadera naturaleza, un sacrificio, yajña, con el Ser Divino como el disfrutador de todas las energísmos, de todas las obras y del sacrificio, y el gran Señor de todas las existencias, bhoktâram yajñatapasâm sarvaloka-mahesvaram; y conocer a este Divino omni-penetrante y establecido en el sacrificio, sarvagatam yajñe patisthitam, es el conocimiento verdadero, el conocimiento védico.

            Pero se le  puede conocer en una acción inferior por mediación de los devas, los dioses, los poderes del Alma divina en la Naturaleza, y en la eterna interacción de estos poderes y el alma humana, dando y recibiendo mutuamente, ayudándose entre sí, aumentando, elevando recíprocamente sus acciones y su satisfacción, comercio con el que el hombre se iza hacia una habilidad creciente por el bien supremo. Se da cuenta de que su vida forma parte de esta acción divina en la Naturaleza, que no es algo separado que hay que poseer  o perseguir por sí misma. Considera sus placeres y la satisfacción de sus deseos como el fruto del sacrificio y un regalo de los dioses en sus divinas operaciones universales, y deja de perseguirlos con el espíritu falso y perverso del egoísmo personal y pecaminoso, como si fueran un bien que debe arrancarse a la vida con su solo esfuerzo y sin ninguna compensación  ni gratitud. Conforme crece este espíritu en él, subordina sus deseos, llega a estar satisfecho con el sacrificio como ley de la vida y de las obras, y se contenta con cualquier cosa que resulte del sacrificio, abandonando todo lo demás liberalmente como una ofrenda en el vasto y beneficioso intercambio entre su vida y la vida universal. Cualquiera que vaya en contra de esta ley  de acción y persiga obras y placeres para su propio interés personal  solamente, vive en vano; no entiende el verdadero significado,  el verdadero objetivo y la verdadera utilidad de la vida, y el crecimiento ascendente del alma; no está sobre el sendero que conduce al bien supremo. Ahora bien, el bien supremo únicamente llega cuando el sacrificio es ofrecido, no ya a los dioses, sino al Divino único, que impregna todo y se halla establecido en el sacrificio, y del que los dioses son formas y poderes inferiores, y una vez que se despoja del yo inferior que desea y disfruta, abandonando tanto su sentimiento personal de ser el trabajador, al verdadero ejecutante de todas las obras, Prakriti, como su sentimiento personal de  disfrutador del placer, al Divino Purusha, el Yo superior y universal, que es realmente quien se complace en las obras de la Prakriti. En este Yo, y no en ningún otro placer personal, encuentra él ahora su sola satisfacción, su contentamiento completo, su alegría pura; él no tiene nada que ganar por la acción o por la inacción, no depende ni de los dioses ni de los hombres para nada, no busca ningún beneficio de nadie, porque el deleite en sí es totalmente suficiente para él, sino que realiza las obras exclusivamente por el bien del Divino, como un sacrificio puro, sin apego ni deseo. Así pues, él gana en igualdad y llega a ser libre de los modos de la Naturaleza, nistraigunya; su alma adquiere estabilidad, no en la inseguridad de Prakriti, sino en la paz del Brahman inmutable, aun cuando sus acciones continúen en el movimiento de la Prakriti. Por consiguiente  el sacrificio es para él su modo de alcanzar al Supremo.

            Éste es el sentido del pasaje, que se destaca claramente en lo que sigue, de la afirmación que hace del lôkasangraha el objeto de las obras, de la Pakriti su única ejecutante, y del Purusha divino como su sostenedor ecuánime, al que deben ser ofrecidas en el momento mismo de su ejecución, -esta  forma de retirada interior de las obras mientras se están realizando físicamente, es la culminación del sacrificio- y de la aseveración de que el resultado de tal sacrificio activo realizado con una mente igual y sin deseo, termina en la liberación de la esclavitud de las obras. “Aquel que se siente satisfecho con cualquier beneficio que le  venga, y se mantiene igual, tanto en el fracaso como en el éxito, no se percibe atado, incluso cuando ejecuta el trabajo. Cuando un hombre liberado, exento del apego, actúa por el sacrificio, toda su acción queda disuelta,” no deja, en otras palabras, ningún efecto alienante, ninguna impresión resultante sobre su alma libre, pura, perfecta e igual. Será necesario volver sobre estos pasajes. Van seguidos de una interpretación perfectamente explícita y detallada del significado de la palabra yajña, en el lenguaje de la Gîtâ, que no deja en absoluto duda alguna sobre la utilización simbólica de las palabras y el carácter psicológico del sacrificio prescrito por esta enseñanza. En el antiguo sistema védico existía siempre un doble sentido, fisico y psicológico, exterior y simbólico, la forma exterior del sacrificio y el significado interior de todo lo que participaba en él.  Pero el simbolismo secreto de los antiguos místicos védicos, exacto, curioso, poético, psicológico había sido olvidado en esta época desde hacía mucho tiempo, siendo ahora reemplazado por otro, vasto, general y filosófico, en el espíritu del Vedanta y de un Yoga ulterior. El fuego del  sacrificio, agni, no es una llama material, sino brahmâgni, el fuego del Brahman, o bien es la energía vuelta hacia el Brahman, el Agni interior, sacerdote del sacrificio, en el que la ofrenda queda vertida; el fuego es el dominio de sí, o es una acción sensorial purificada, o es la energía vital en esta disciplina del dominio del ser vital por el control de la respiración, que es común al Rajayoga y al Hatayoga, o es incluso el fuego del auto-conocimiento, la llama del sacrificio supremo. Se explica que el alimento tomado, cuando proviene de los sobras del sacrificio, es el néctar de la inmortalidad, amrta, sobrado de la ofrenda; y aquí encontramos todavía algo del viejo simbolismo védico, donde el vino de Soma era el símbolo físico del amrta, el deleite inmortalizador del éxtasis divino, ganado por el sacrificio, ofrecido a los dioses y bebido por los hombres. La ofrenda misma consiste en toda obra de la energía física o psicológica del hombre, es consagrada por él en la acción del cuerpo, o en la acción de la mente, a los dioses o a Dios, al Yo o a los poderes universales, a su propio Yo superior o al Yo en la humanidad y en todas las existencias.

            Esta explicación laboriosa del Yajna parte de una definición vasta y comprehensiva en la que se declara que el acto, la energía y los materiales del sacrificio, quien ofrenda y quien recibe la ofrenda, la meta y el objeto del sacrificio, son todos el Brahman único. “El Brahman es la acción de dar, el Brahman es la ofrenda del alimento, por el Brahman es ofrecida en el fuego que es el Brahman, el Brahman es el que es preciso alcanzar por el samadhi en la acción que es el Brahman.” Éste es, entonces, el conocimiento a partir del cual el hombre liberado debe cumplimentar las obras de sacrificio. Es  el conocimiento declarado antiguamente en las grandes fórmulas vedánticas: “Yo soy Él”, “Todo esto es, en verdad, el Brahman; el Brahman es este Yo.” Éste es el conocimiento de la unidad íntegra; es el Uno manifiesto en tanto que el  hacedor, lo que hace y el objeto de lo que se hace, y en tanto que el conocedor, el conocimiento y el objeto de conocimiento. La energía universal en la que la acción está volcada, es el Divino; la energía consagrada de lo que se da es el Divino; todo lo que se ofrece no es más que una forma del Divino; el dador de la ofrenda es el Divino Mismo en el hombre; la acción, la obra, y el sacrificio son, en sí mismos, el Divino en movimiento, en actividad; la meta que debe ser alcanzada por el sacrificio es el Divino. Para el hombre que tiene este conocimiento, y vive y actúa en él, no puede haber obras esclavizadoras, ni acciones personales y que uno se las apropie egoístamente; no existe más que el Purusha divino actuando por la Prakriti divina en Su propio ser, ofreciendo todas las cosas en el fuego de Su energía cósmica  auto-consciente, mientras que el conocimiento y la posesión de Su existencia y de Su consciencia divinas por el alma unificada con Él, constituyen el fin de todo este movimiento y actividad dirigidos hacia Dios. Conocer esto, vivir y actuar en esta consciencia unificadora, es ser libre.

            Pero no todos los yoguis han alcanzado este conocimiento. “Algunos yoguis siguen tras el sacrificio que es de los dioses; otros ofrecen el sacrificio por el sacrificio mismo en el fuego que es el Brahman.” Los primeros conciben al Divino bajo formas y poderes diversos y Lo buscan por diferentes medios, normas, dharmas, leyes, o, podría decirse, por ritos establecidos para la acción, para la auto-disciplina, para las obras consagradas;  para los demás, aquellos que ya tienen conocimiento, el simple hecho del sacrificio, el hecho de ofrecer cualquier clase de obra al Divino mismo, de arrojar todas sus actividades en la consciencia y energía divinas unificadas, es su único medio, su único dharma. Las formas de sacrificio son variadas; las ofrendas son de muchas clases. Existe el sacrificio psicológico del dominio de sí y de la auto-disciplina, que conduce a la posesión y al conocimiento superiores de sí. “Algunos ofrecen sus sentidos en las llamas del dominio; otros, los objetos de los sentidos en las llamas de los sentidos, y otros ofrecen todas las acciones de los sentidos y todas las acciones de la fuerza vital en el fuego del Yoga del auto-control encendido por el conocimiento. En otras palabras, está la disciplina que recibe los objetos de la percepción sensorial sin permitir que la mente quede perturbada o afectada por sus actividades sensoriales; los sentidos mismos llegan a ser las llamas puras del sacrificio; está la disciplina que tranquiliza los sentidos de manera que, calma y silenciosa, el alma en su pureza, pueda emerger de detrás del velo de la actividad mental; está la disciplina por la cual, cuando es conocido el yo, toda la acción de las percepciones sensoriales  y toda la acción del ser vital son recibidas en esa alma única, inmóvil  y tranquila. La ofrenda de quien se esfuerza por la perfección puede ser material y física, dravya-yajña, como lo consagrado por el devoto a su deidad en su culto; o puede ser la austeridad de su auto-disciplina y la energía de su alma dirigidas hacia una meta superior, tapo-yajña; o ser alguna forma de Yoga,  tal como el Pranayama de los rajayoguis y hatayoguis, o cualquier otro yoga-yajña. Todos ellos apuntan a la purificación del ser; todo sacrificio es un camino hacia el alcance de lo supremo

            La única cosa necesaria, el principio salvador constante en todas estas variaciones, es subordinar las actividades inferiores, reducir el poder efectivo del deseo y reemplazarlo por una energía superior, abandonar el goce puramente egoísta por el del deleite más divino que emana del sacrificio, de la auto-consagración, del dominio de sí, del abandono de los impulsos inferiores en favor de un fin superior y más elevado. “Aquellos que saborean el néctar de la inmortalidad que queda del sacrificio alcanzan el Brahman  eterno.” El sacrificio es la ley del mundo, y nada puede ganarse sin él, ni el dominio aquí abajo, ni la posesión de los cielos allá arriba, ni la posesión suprema de todo; “este mundo no es para aquél que no hizo el sacrificio, ¿cómo entonces le  va a pertenecer algún otro mundo?” Así pues, todas estas formas de sacrificio, y muchas otras, han sido “explayadas en la boca del Brahman,” la boca de ese Fuego que recibe todas las ofrendas; ellas son todos los medios y todas las formas de la única gran Existencia en actividad, medios por los que la acción del ser humano puede ser ofrecida a Eso del que su Existencia exterior forma parte, y con el que su yo más profundo es uno. Ellas son “todas nacidas de la obra”; todas proceden de y están ordenadas por la vasta energía única del Divino y que se manifiesta en el karma universal y hace de toda la actividad cósmica una ofrenda progresiva al único Yo y Señor, y cuyo último estadio para el ser humano es el conocimiento de sí y la posesión de la consciencia divina o bráhmica. “Así pues, teniendo este conocimiento llegarás a ser libre.”

            Pero existen grados en el rango de estas variadas formas de sacrificio: desde la ofrenda física más básica, hasta el sacrificio del conocimiento más elevado. El conocimiento es aquello en lo cual culmina toda esta acción, no cualquier conocimiento inferior, sino el supremo conocimiento de sí y de Dios, el que podemos recibir de aquellos que conocen los principios verdaderos de la existencia, aquel en el que por cuya posesión no caeremos en el desconcierto de la ignorancia de la mente ni en la esclavitud de ésta al simple conocimiento sensorial y a la actividad inferior de los deseos y pasiones. El conocimiento en el que todo culmina es aquél por el cual “tú verás todas las existencias (los devenires, bhûthâni) sin excepción en el Yo, y a continuación, en Mí.” Porque el Yo es esta realidad una, inmutable, que impregna todo, que contiene todo, auto-existente, ese Brahman, oculto detrás de nuestro ser mental y en quien nuestra consciencia se despliega cuando queda liberada del ego; acabamos viendo todos los seres como devenires, bhûtâni, dentro de esta única auto-existencia.

            Pero también vemos que Él, este Yo o Brahman inmutable, es, para nuestra consciencia psicológica esencial, la representación por Él mismo de un Ser supremo que es la fuente de nuestra  existencia y de quien todo lo que es mutable o inmutable es la manifestación. Él es Dios, el Divino, el Purushottama. A Él ofrecemos todo como un sacrificio; en Sus manos abandonamos nuestras acciones; en Su existencia vivimos y nos movemos; unidos con Él en nuestra naturaleza y en Él con toda existencia, llegamos a ser una sola alma y un solo poder de ser con Él y con todos los seres; unimos e identificamos nuestro ser esencial con Su suprema realidad. Por las obras hechas como sacrificio, eliminando el deseo, llegamos al conocimiento y a la posesión del alma por ella misma; por las obras verificadas en el conocimiento de sí y en el conocimiento de Dios, somos liberados en la unidad, la paz y la alegría  de la existencia divina. 

 

1 Ésta es la interpretación correcta, la que resulta también de la apertura del octavo capítulo donde se enumeran los principios universales:  aksara (brahma), svabhâva, karma, ksara, bhâva, purusa, adhiyajña. El Akshara es el Braham inmutable, el espíritu o yo, el Atman; el swabhava es el principio del yo, adhyâtma, operante como naturaleza original del ser, “modo propio de devenir”, y éste procede del yo, el Akshara; el karma procede a su vez  de éste y es el movimiento creador, visarga, que lleva a la existencia a todos los seres naturales y a todas las cambiantes formas de ser, subjetivas y objetivas; el resultado del karma es, pues, todo este devenir mutable, los cambios de la naturaleza desarrollados a partir de la naturaleza esencial original, ksara bhâva a partir del svabhâva; Purusha es el alma, el elemento divino en el devenir, adhidaivata, por cuya presencia las operaciones del karma llegan a ser un sacrificio, yajña, al Divino interior; el adhiyajña es este Divino secreto que recibe el sacrificio.

 

 

 

XIII

EL SEÑOR DEL SACRIFICIO

 

Antes de que vayamos más lejos, es preciso resumir, en sus principios esenciales, todo lo que se ha dicho. El evangelio de las obras de la  Gîtâ reposa enteramente en su idea del sacrificio y contiene, de hecho, la eterna verdad que conecta a Dios, al mundo y a las obras. La mente humana sólo tiene en cuenta, habitualmente, nociones y puntos de vista fragmentarios de una verdad eterna y múltiple de la existencia, y, sobre esta base, construye sus diversas teorías de la vida, de la ética y de la religión, haciendo hincapié en este símbolo o en aquel otro, en esta apariencia o en aquella otra. Pero para una cierta totalidad de esta verdad, debe tender siempre a hacerse consciente cada vez que vuelve, en una época de gran iluminación, a alguna relación completa y sintética de su conocimiento del mundo con su conocimiento de Dios y su conocimiento de sí. El evangelio de la Gîtâ reposa sobre esta verdad vedántica fundamental de que todo ser es el Brahman único, y toda existencia, la rueda de Brahman, un movimiento divino desplegándose a partir de Dios y retornando a Dios. Todo es la actividad donde se expresa la Naturaleza, y la Naturaleza es un poder del Divino que elabora lo que está en la consciencia y en la voluntad del Alma divina, dueña de las obras de la Naturaleza y que reside en sus formas. Es para la satisfacción del Divino por lo que la Naturaleza desciende y queda absorbida en las formas de las cosas y de las obras de la vida y de la mente, y retorna de nuevo, a través de la mente y del conocimiento de sí, a la posesión consciente del Alma, que mora en de ella. Existe, en primer lugar, un movimiento de involución del yo y de todo lo que él es o representa en una evolución de fenómenos; a continuación se produce una evolución del yo, una revelación de todo lo que él es y representa, de todo lo que está oculto y, sin embargo, sugerido por la creación fenoménica. Este ciclo de la naturaleza no podría ser lo que es si no fuera porque el Purusha asume y mantiene simultáneamente los tres estados eternos, cada uno de los cuales es necesario para la totalidad de esta acción. Es preciso que se manifieste en el mutable, y nosotros lo vemos aquí bajo el aspecto del finito, de los muchos, de todas las existencias, savarbhûtâni. Él aparece ante nosotros como la personalidad finita de estos millones de criaturas con sus infinitas diversidades y sus variadas relaciones, y detrás de esto, como el alma y la fuerza de la acción de los dioses –es decir, los poderes y cualidades  cósmicas del Divino, que presiden las operaciones de la vida del universo y constituyen para nuestra percepción diferentes formas universales de la Existencia única, o, quizás, diversas expresiones espontáneas de la personalidad de la Persona suprema única. Además, oculto detrás, y dentro de todas las formas y existencias, percibimos también un inmutable, un infinito, un intemporal, un impersonal, un invariable y único espíritu de existencia, un Yo indivisible de todo lo que es, en el que toda esta multitud  se halla siendo realmente un único ser. Y por tanto, al retornar a eso, la personalidad activa finita del ser individual descubre que puede liberarse en una silenciosa vastedad universal, en la paz y en la estabilidiad de un inmutable, de una unidad independiente con todo lo que procede de este Infinito indivisible y es sostenido por él. Incluso el individuo puede escapar de la existencia individual. Pero el más alto secreto de todos, uttamam rahasyam, es el Purushottama. Éste es el Divino supremo, Dios, que posee tanto lo infinito como lo finito, y en quien el personal y el impersonal, el Yo único y las múltiples existencias, el ser y el devenir, la acción universal y la paz supracósmica, pravritti y nivritti, se  encuentran, quedan unidos, se poseen simultáneamente y entre sí. En Dios, todas las cosas hallan su verdad secreta y su reconciliación absoluta.

            Toda verdad de las obras debe depender de la verdad del ser. Toda existencia activa debe  ser, en su realidad más profunda, un sacrificio de las obras ofrecido por la Prakriti al Purusha, la Naturaleza ofreciendo al Alma suprema e infinita el deseo de la múltiple Alma finita que está en ella. La vida es un altar al que ella trae sus obras y los frutos de sus obras y los deposita ante cualquier aspecto de la Divinidad que la consciencia haya  alcanzado en ella, y cualquiera que sea el resultado del sacrificio que el deseo del alma viviente pueda captar como su bien inmediato o como su bien superior. Según el grado de consciencia y de ser al que el alma haya llegado en la Naturaleza, será la norma de la Divinidad que ella adora, del deleite que ella busca y de la esperanza en cuyo nombre ella se sacrifica. Y en el movimiento del Purusha mutable en la Naturaleza, todo es y debe ser cambio; porque la existencia es una y sus divisiones deben fundamentarse en alguna ley de interdependencia, cada una creciendo gracias a las demás,  y cada una viviendo por todas. Donde el sacrificio no se ofrenda de buen grado, la  Naturaleza lo impone por la fuerza; ella satisface su ley de vida.  Dar y recibir en un movimiento recíproco, esto es la ley de la vida, sin la cual no puede durar ni por un solo momento, y este hecho es el sello de la divina Voluntad creadora sobre el mundo que ha manifestado en su ser la prueba de que donándoles el sacrificio como compañía eterna, el Señor de todas las criaturas ha creado todas estas existencias. La ley universal del sacrificio es la señal de que el mundo es cosa de Dios y que pertenece a Dios, y de que la vida es su territorio y la morada de su culto, y  no un campo para la autosatisfacción del ego independiente. La experiencia de la vida debe, en definitiva, conducir, no a contentar al ego -éste no es más que nuestro comienzo obscuro y grosero-, sino al descubrimiento de Dios, al culto y la búsqueda del Divino y del Infinito a través de un sacrificio que se hace cada vez más vasto, culminando en un perfecto don de sí fundamentado en un perfecto conocimiento de sí.

            Pero el ser individual debuta con la ignorancia y persiste por largo tiempo en la ella. Intensamente consciente de sí mismo, ve en el ego, y no en el Divino, la causa y todo el sentido de la vida. Percibiéndose a sí mismo como el ejecutor de las obras, no se da cuenta de que todas las operaciones de la existencia, incluidas sus propias actividades interiores y exteriores, son las operaciones de una única Naturaleza universal y de nadie más. Se considera como el disfrutador de las obras, y se imagina que todo existe para él, y que la Naturaleza debe satisfacerle y obedecer a su voluntad personal; no ve que ella no está, en absoluto, ocupada en satisfacerle, ni está al cuidado de su voluntad, sino que obedece a una voluntad universal superior, y busca satisfacer a una Divinidad que la trasciende, a ella, a sus obras y a sus creaciones; su ser finito, su voluntad y sus satisfacciones  están en ella  y no en él, y ella las ofrece en todo momento en sacrificio al Divino cuyo propósito en ella, encuentra por ella en  todo esto su secreta instrumentación. Del hecho de esta ignorancia, cuyo sello es el egoísmo, la criatura ignora la ley del sacrificio, y trata de tomar todo lo que puede para sí misma, y no da más que lo que, por una compulsión  externa o interna,  la Naturaleza le obliga a dar. De hecho, ella no puede tomar nada realmente, salvo lo que la Naturaleza le permite recibir como su porción, lo que los Poderes divinos en la Naturaleza conceden a su deseo. El alma egoísta, en un mundo de sacrificio, se parece a un ladrón o atracador, que toma lo que estos Poderes le brindan y no tiene idea de responder, de cualquier modo que sea, a esta dádiva. Se le escapa del verdadero sentido de la vida y ya que no se sirve de la vida y de las obras para ensanchar y elevar su ser por el sacrificio, vive en vano.

            Cuando el ser individual comienza a percibir y a reconocer en sus actos el valor del yo que está en los demás, así como el poder y las necesidades de su propio ego, y comienza a percibir la Naturaleza universal detrás de sus propias obras y a recibir algún vislumbre del Uno y del Infinito a través de las divinidades cósmicas, sólo entonces está en vías de trascender la limitación impuesta por  el ego, y de descubrir su alma. Comienza a darse cuenta de que hay una ley distinta de la de sus deseos, a la que éstos deben estar cada vez más subordinados y sometidos; transforma el ser puramente egoísta en el ser moral que comprende. Comienza a dar más valor a los derechos del yo en los demás y menos a las reivindicaciones de su ego; reconoce el conflicto entre el egoísmo y el altruismo y, desarrollando sus tendencias altruistas, prepara el ensanchamiento de su consciencia y de su ser. Empieza a percibir la Naturaleza y los Poderes divinos en la Naturaleza a los que  debe sacrificio, adoración, obediencia, porque es por ellos y su ley como se controla tanto el funcionamiento del mundo mental como el del mundo material, y aprende que es sólo intensificando su presencia y su grandeza en su pensamiento, voluntad y vida  como puede él mismo aumentar sus poderes, su conocimiento, su acción justa y las satisfacciones que estas cosas le aportan. Así pues, él añade el sentido religioso y  suprafísico al sentido egoísta y material de la vida, y se prepara para elevarse, mediante el finito, hacia el Infinito.

            Pero esto no es más que un prolongado estadio intermedio. Está todavía sujeta a la ley del deseo, al carácter centralizador que revisten todas las cosas en las concepciones y necesi-dades del ego humano, al control del ser así como de las obras del hombre  por la Naturaleza, aunque se trate de un deseo moderado y dominado, de un ego clarificado y de una Naturaleza hecha cada vez más sutil e iluminada por el principio sáttwico, el principio natural más elevado. Todo esto está aún dentro del dominio, aunque un dominio muy ensanchado, de lo mutable, de lo finito y de lo personal. El verdadero conocimiento de sí y, consecuentemente, el camino correcto de las obras quedan más allá; porque el sacrificio llevado a cabo con el conocimiento es el sacrificio más elevado, y sólo éste entraña una forma perfecta de trabajar, lo cual sólo puede producirse cuando el hombre percibe que el yo en él y el yo en los demás son un único ser, y que este yo es una cosa superior al ego, una existencia infinita, impersonal, universal, en la cual todo se mueve y tiene su ser, -cuando percibe que todos los dioses cósmicos a los que ofrece su sacrificio son formas de la  Divinidad una e infinita,  y cuando de nuevo, abandona todas sus concepciones limitadas y limitadoras de esta Divinidad única, la percibe, por otra parte,  como la suprema e inefable Deidad que es a la vez lo finito y lo infinito, el yo único y múltiple, más allá de la Naturaleza, manifestándose a través de la Naturaleza, más allá de la limitación debida a las cualidades, formulando el poder de su ser  mediante la cualidad infinita. Éste es el Purushottama al que debe ser ofrecido el sacrificio, no para obtener  de las obras  algún fruto personal y transitorio, sino para que el alma posea a Dios y para vivir en armonía y en unión con el Divino.

            En otras palabras: para el hombre, el camino de la liberación y de la perfección reside en una creciente impersonalidad. Tal es su antigua y constante experiencia, de que cuanto más se abre a lo impersonal e infinito, a lo que es puro y elevado, a lo único y común en todas las cosas y en todos los seres, a lo impersonal e infinito en la Naturaleza, a lo impersonal e infinito en la vida, a lo impersonal e infinito en su propia subjetividad, menos limitado está por su ego y por el círculo de lo finito, más experimenta un sentimiento de vastedad, de paz y de pura felicidad. El placer, la alegría, la satisfacción que lo finito puede dar por sí mismo, o a los que el ego puede alcanzar de su pleno derecho, son transitorios, insignificantes e inciertos. Morar íntegramente en el sentimiento del ego y en sus concepciones, poderes y satisfacciones finitas, es encontrar por siempre este mundo lleno de transitoriedad y sufrimiento, anityam asukham; la vida finita está siempre preocupada por un cierto sentido de vanidad por esta razón fundamental: lo finito no es la verdad total ni la más alta verdad de la vida; la vida no es completamente  real en tanto no se abra al sentimiento de lo infinito. Éste es el motivo de que la Gîtâ, en el umbral del evangelio de las obras, comience insistiendo sobre la consciencia bráhmica, la vida impersonal, ese gran objetivo de la disciplina de los antiguos sabios. Porque lo impersonal, lo infinito, el Uno, en el que toda la actividad impermanente, mutable, múltiple de los mundos encuentra,  por encima de sí misma, la base de su permanencia, de su seguridad y de su paz, es el Yo inmóvil, el Akshara, el Brahman. Si nosotros vemos esto, nos daremos cuenta de que la primera necesidad espiritual es elevar nuestra consciencia y la posición de nuestro ser desde la personalidad limitada hasta este Brahman impersonal e infinito. Para ver a todos los seres en este Yo único, es el conocimiento quien eleva al alma fuera de la ignorancia egoísta, de sus obras y de sus resultados; vivir en esta consciencia es adquirir la paz y una firme fundamentación espiritual.

            Para llevar a cabo esta gran transformación se sigue un doble camino: la vía del conocimiento y la vía de las obras; y la Gîtâ las combina en una síntesis vigorosa. La vía  del conocimiento consiste en apartar la comprensión, la voluntad inteligente, de su absorción descendente en el funcionamiento de la mente y de los sentidos, y dirigirla hacia lo alto, hacia el yo, el Purusha o Brahman; es para hacer que habite definitivamente en la única idea del Yo único y no en las concepciones multi-ramificadas de la mente, ni en las múltiples corrientes de los impulsos del deseo. Adoptado este sendero en sí mismo, podría parecer que conduce a la completa renuncia a las obras, a una pasividad inmóvil y a la separación del alma  de la Naturaleza. Pero en realidad, es imposible una renuncia, una pasividad y una separación tan absolutas. Purusha y Prakriti son dos principios gemelos del ser que no pueden disociarse, y en tanto que permanezcamos en la Naturaleza, nuestras operaciones deben continuar en ella, aun cuando asuman una forma diferente, o más bien un sentido diferente de la forma y del sentido de las operaciones del alma que no ha progresado. La verdadera renuncia –porque aquí debe haber renuncia, sannyâsa- no es evadirse de los trabajos, sino condenar a muerte al ego y al deseo. El medio es abandonar el apego al fruto de las obras, incluso mientras se realizan, y el medio es reconocer la Naturaleza como la autora, dejarla que lleve a cabo sus obras, y vivir en el alma como su testigo y su sustentadora, que la observa y la mantiene, pero no apegada a sus acciones ni a sus frutos. El ego, la agitada personalidad limitada, es entonces apaciguado y zambullido en la consciencia del Yo impersonal único, mientras que las obras de la Naturaleza continúan  ante nuestra visión operando a través de todos estos “devenires” o existencias que ahora estamos viendo vivir, actuar y moverse, íntegramente bajo el impulso de aquella, en este Ser uno e infinito; nuestra propia existencia finita es vista y experimentada solamente como una de estas existencias, y sus funcionamientos, vistos y experimentados como los de la Naturaleza, no los de nuestro yo real, que es la silenciosa unidad impersonal. El ego las reivindica como acciones propias y por tanto las consideramos como nuestras; pero el ego está ahora muerto, y en lo sucesivo ya no están en nosotros, sino en la  Naturaleza.  Hemos logrado, por la aniquilación del ego, la impersonalidad en nuestro ser y en nuestra consciencia; hemos conseguido, por la renuncia al deseo, la impersonalidad en las obras de nuestra naturaleza. Somos libres, no sólo en la inacción, sino también en la acción; nuestra libertad no depende de una inmovilidad ni de una ociosidad temperamental y física, ni reducimos la libertad precisamente cuando actuamos. Incluso en una corriente plena de acción según la naturaleza, el alma impersonal en nosotros permanece calma, inmóvil y libre.

            La liberación acordada por esta perfecta impersonalidad es auténtica, es completa, es indispensable; pero ¿es la última palabra, el fin de todo el asunto? Toda la vida, toda la existencia universal, lo hemos dicho, es el sacrificio ofrecido por la Naturaleza al Purusha, el alma una y secreta en la Naturaleza, en la que tienen lugar todas las operaciones de ésta; pero su sentido real está obscurecido en nosotros por el ego, por el deseo, por nuestra personalidad limitada, activa y múltiple. Hemos salido del ego, del deseo y de la personalidad limitada, y por la impersonalidad, su gran correctivo, hemos encontrado al Divino impersonal; hemos identificado nuestro ser con el yo, con el alma única en la que todo existe. El sacrificio de las obras continúa,  conducido, no ya por nosotros mismos, sino por la Naturaleza, -la Naturaleza que opera por medio de la parte finita de nuestro ser: la mente, los sentidos y el cuerpo, pero en nuestro ser infinito. Pero entonces, ¿a quién es ofrecido este sacrificio, y con qué objeto? Porque el impersonal no tiene actividad alguna ni deseo, ni ningún objetivo que alcanzar, ninguna dependencia de todo este mundo de criaturas; existe para sí mismo, en el deleite de sí, en su propio ser inmutable y eterno. Puede que nosotros tengamos que ejecutar obras sin deseo, como un medio para obtener  esta existencia y deleite impersonales y espontáneos, pero una vez que este movimiento se ha ejecutado, el objeto de las obras ha llegado a su fin, y el sacrificio ya no es necesario. Las obras pueden, incluso entonces, continuar, porque la Naturaleza continúa, y también sus actividades, pero ya no existe ningún motivo para obrar en el futuro. La única razón de que continuemos actuando tras la liberación es puramente negativa; es la compulsión  ejercida por  la  Naturaleza sobre nuestras partes finitas, que son la mente y el cuerpo. Pero si esto es todo, entonces y en  primer lugar, se puede muy bien reducir las obras,  y rebajadas al mínimo, confinarlas a lo que la presión de la Naturaleza obtenga, fatalmente, de nuestros cuerpos; y en segundo lugar, incluso si no se reducen al mínimo, una vez que la acción ya no cuenta y que la inacción tampoco tiene finalidad alguna, entonces la naturaleza de las obras tampoco importa. Arjuna, habiendo alcanzado ya el conocimiento, puede continuar librando la batalla de Kurukshetra, de acuerdo con su antigua naturaleza kshatriya, o puede abandonar y vivir la vida del  sannyasin, siguiendo su nuevo impulso quietista. Elegir cualquiera de estas cosas llega a ser en lo sucesivo completamente indiferente. O bien la segunda puede representar la vía más razonable, ya que desanimará más rápidamente los impulsos de la Naturaleza que todavía tienen  capacidad para influir sobre su mente debido a  una tendencia creada en el pasado; y cuando su cuerpo se desprenda de él seguramente marchará al Infinito e Impersonal, sin ninguna necesidad de volver de nuevo a la confusión ni a la locura de vivir en este mundo transitorio marcado por el dolor, anityam asukham imam lokam.

            Si esto fuera así, la Gîta perdería todo su significado, porque su primer y central objeto acabaría en fracaso. Pero la Gîta subraya que la naturaleza de la acción importa completamente, y que existe una sanción positiva para que sean continuadas las obras, y no sólo esta única razón completamente negativa y mecánica, la compulsión sin objeto de la Naturaleza. Hay todavía, después de que el ego haya sido vencido, un Señor divino y  disfrutador del sacrificio, bhoktâram yajñatapasâm, y además, una finalidad en el sacrificio. El Brahman impersonal no es realmente la última palabra, no es absolutamente el secreto supremo de nuestro ser; porque impersonal y personal, finito e infinito resultan ser  solamente dos aspectos opuestos, no obstante concomitantes de un Ser divino no limitado por estas distinciones, que es ambas cosas a la vez. Dios es un Infinito nunca manifiesto, siempre auto-impelido a manifestarse en el finito; él es la gran Persona impersonal de quien todas las personalidades son apariencias parciales; él es el Divino que se revela en el ser humano, el Señor asentado en el corazón del hombre. El conocimiento nos enseña a ver todos los seres en el yo impersonal único -porque así somos liberados del sentido del ego separador-, y después, merced a esta impersonalidad liberadora, a verlos en este Dios, âtmani atho mayi, “en el Yo y después en el Mi.” Nuestro ego, nuestras personalidades limitadoras, crean obstáculos a nuestro reconocimiento del Divino, que está en todas las cosas y en quien todas las cosas tienen su ser; porque, sujetos a la personalidad, no vemos de Él más que tales aspectos fragmentarios que las apariencias finitas de las cosas nos conceden.  Hay que llegar a él, no por medio de nuestra personalidad inferior, sino por la parte superior, infinita e impersonal de nuestro ser, y eso lo encontramos llegando a ser este yo único en todas las cosas en cuya exis-tencia está contenido el universo entero. Este infinito, que comprende todas las apariencias finitas, no excluyendo ninguna; este impersonal, que admite todas las individualidades y personalidades, no rechazando ninguna;  este inmóvil, que sostiene, penetra y contiene todos los movimientos de la Naturaleza, no manteniéndose separado de ningún de ellos, son el espejo claro en el que el Divino revelará Su Ser. Así pues, es al Impersonal al que hay que alcanzar en primer lugar; a través de sólo las deidades cósmicas, a través de sólo los aspectos del finito, no puede lograrse totalmente el conocimiento perfecto de Dios. Pero tampoco la inmovilidad silenciosa del Yo impersonal, concebido como encerrado en sí mismo y divorciado de todo lo que Él sostiene, contiene y impregna, es la verdad total  del Divino –reveladora de todo  y en todo satisfactoria. Para ver esto,  es preciso que nuestra mirada salte la barrera de este silencio e ir hasta el Purushottama, quien, Él, en su grandeza divina, posee tanto el Akshara como el Kshara; se halla establecido en la inmovilidad, pero se manifiesta en el movimiento y en todas las acciones de la Naturaleza cósmica; incluso después de la liberación se continúa ofreciendo a Él el sacrificio de las obras en la Naturaleza.

            El objetivo verdadero del Yoga es, pues, una unión viviente, donde el yo se realiza con el divino Purushottama, y no meramente una inmersión en la que el yo queda extinguido en el Ser impersonal. Elevar nuestra existencia al Ser Divino, morar en él (mayyeva nivasisyasi), ser uno con él, unificar nuestra consciencia con la suya, hacer de nuestra naturaleza fragmentaria un reflejo de su naturaleza perfecta, ser inspirados enteramente en nuestros pensamientos y en nuestra sensibilidad por el conocimiento divino, ser animados completamente y sin error en la voluntad y en la acción por la voluntad divina, fundir el deseo en su amor y en su dicha, tal es nuestra perfección de hombre; es lo que la Gîtâ describe como el secreto supremo. Es la auténtica meta, el definitivo sentido de la vida humana y la etapa más elevada en nuestro creciente sacrificio de las obras. Porque el Ser permanece hasta el fin como el señor de las obras y el alma del sacrificio.

 

 

 

 

XIV

EL PRINCIPIO DE LAS OBRAS DIVINAS

 

Tal es, entonces, el sentido de la doctrina del sacrificio de la Gîtâ. Este pleno significado está ligado a la idea del Purushottama, que todavía no está desarrollada -la encontramos expuesta claramente mucho más adelante, a lo largo de dieciocho capítulos–, y por eso hemos  tenido que anticipar, con algún  coste de infidelidad al método progresivo de la exposición de la Gîtâ, esta enseñanza central. Por el momento el Maestro no hace más que dar una simple insinuación, apenas aporta indicios de esta suprema presencia del Purushottama y de su relación con el Yo inmóvil en el que nuestra primera ocupación, nuestra necesidad de urgencia espiritual es encontrar nuestro estado de paz e igualdad perfectas accediendo a la condición bráhmica. Hasta ahora no habla en absoluto en términos precisos del Purusohottama, sino de él mismo, -“Yo”, Krishna, Nârâyana, el Avatar, el Dios en el hombre, que es igualmente el Señor en el universo, encarnado bajo la figura del auriga divino de Kurukshetra.. “En el Yo, entonces en Mí”, es la fórmula que él da, implicando que la trascendencia de la personalidad individual, viéndola como un “devenir” en el Ser impersonal existente en sí, es simplemente un medio de llegar a esta gran y secreta  Personalidad impersonal, que, por lo mismo, es silenciosa, calma y elevada por encima de la Naturaleza en el Ser impersonal; pero también presente y activa en la Naturaleza, en todos estos innumerables devenires.  Perdiendo nuestra personalidad inferior individual en el Impersonal, llegamos finalmente a la unión con esta Personalidad suprema que, no siendo separada ni individual, asume, no obstante, todas las individualidades. Trascendiendo la naturaleza inferior definida por los tres gunas, y situando el alma en el Purusha inmóvil, más allá de estos tres modos, podemos ascender finalmente a la naturaleza superior de la Divinidad infinita, que, incluso cuando actúa a través de la Naturaleza, no está sometida a estas tres características. Alcanzando el estado interior sin acción del Purusha silencioso, naiskarmya, y dejando a Prakriti que ejecute sus obras, estamos en condiciones de acceder supremamente más allá a la condición del Dominio divino, capaz de realizar todas las obras y no estar atado, en ningún caso, a ninguna de ellas. La idea del Purushottama, considerada aquí como el Nârâyâna encarnado, Krishna, es entonces la llave. Sin ella, la retirada desde la naturaleza inferior al estado bráhmico conduce necesariamente a la inacción del hombre liberado, a su indiferencia frente a las obras del mundo; con ella, la misma retirada llega a ser un medio para asumir las obras del mundo en el espíritu, con la naturaleza del Divino y en su libertad. Ved el Brahman silencioso como la meta, y el mundo con todas sus actividades se encontrará fatalmente abandonado; ved a Dios, al Divino, al Purushottama como el fin, superior a la acción, siendo la causa espiritual interior, el objeto y la voluntad original,  y el mundo, con todas sus actividades, se encontrará conquistado y poseído en una trascendencia divina del mundo. Puede llegar a ser, en vez de una prisión, un reino opulento, râjyam samrddham, que nosotros hemos conquistado por la vida espiritual, aniquilando la limitación del ego tiránico,  triunfando sobre la servidumbre a nuestros carceleros, los deseos, y derrumbando la prisión de nuestras posesiones y placeres individualistas. El espíritu universalizado liberado llega a ser svarât, samrât, soberano de sí mismo y emperador.

            Las obras del sacrificio son, de este modo, vindicadas como medio de liberación y perfección espiritual absoluta, samsiddhi. Así es como Janaka y otros grandes karmayoguis del poderoso Yoga de antaño alcanzaron la perfección, por obras ecuánimes y limpias de deseo ofrendadas en sacrificio, sin el menor objetivo ni el menor apego egoístas. –karmanaiva hi samsiddhim âsthitâ janakâdayah. Igualmente, y con la misma ausencia de deseo, tras haber alcanzado la liberación y la perfección, las obras pueden y deben ser continuadas por nosotros con un vasto espíritu divino,  con la natural  y elevada calma de una realeza espiri-tual. “Tú debes  realizar las obras teniendo en cuenta también la cohesión de los pueblos, lokasangraham evâpi sampasyan kartum arhasi. Cualquier cosa que hiciere el Mejor, es lo que pone en práctica el género humano inferior;  la  norma que él crea, el pueblo la sigue. Oh hijo de Pritha, Yo no tengo ningún trabajo que necesite llevar a cabo en ninguno de los tres mundos; Yo no tengo que nada que no haya ganado y que Me sea preciso ganar todavía. Ahora bien, en verdad, Me atengo a los caminos de la acción,” varta eva ca karmani, - implicando eva: Yo me quedo en ellos y no los abandono como el sannyasin, que  se cree obligado a abandonar las obras. “Porque si Yo no permanecise sin tregua sobre los caminos de la acción, -los hombres siguen Mi camino de todas las formas posibles- estos pueblos se hundirían en la destrucción si Yo no obrase, y Yo sería el creador de la confusión y mataría a estas criaturas. Así como aquellos que no saben actúan apegándose a la acción, aquel que sabe debe actuar sin apego, teniendo por motivo la cohesión de los pueblos. Él no debe crear una división de su comprensión en los ignorantes que están apegados a sus obras; él debería uncirlos a todas las acciones, y realizarlas él mismo con conocimiento y en Yoga.” Pocos pasajes de la Gîtâ son  más importantes que estos siete impresionantes versículos.”

            Pero comprendamos con claridad que no hay que interpretarlos, -como  la tendencia pragmática de hoy día intenta hacerlo, mucho más interesada por los asuntos actuales del mundo que por alguna posibilidad espiritual superior y remota-, como una simple justificación filosófica y religiosa del servicio social, del esfuerzo patriótico, cosmopolita y humanitario, y del apego a los centenares de ansiosos proyectos  y sueños sociales que atraen al intelecto moderno. No es la regla de un amplio altruismo moral e intelectual lo que se proclama aquí, sino la de una unidad espiritual con Dios y con este mundo de seres que  moran en Él y en quien Él mora. No es un requerimiento hecho para subordinar al individuo a  la sociedad y a la humanidad, o para inmolar el egoísmo en el altar de la colectividad humana, sino para la realización del individuo en Dios y para sacrificar el ego en  el único altar verdadero de la Divinidad, que contiene todo. La Gîtâ se mueve en el plano de la ideas y experiencias más elevadas que las de la mente moderna, que se halla, sin duda, en el estado de una lucha para liberarse de los grilletes del egoísmo, pero que es todavía mundana en su punto de vista, en su intelecto y en su moral, más bien que espiritual en su temperamento. El patriotismo, el cosmopolitismo, el servicio a la sociedad, el colectivismo, el humanitarismo, el ideal o la religión de la humanidad, son ayudas admirables en el sentido de nuestra evasión para alejarnos de la condición primaria del egoísmo individual, familiar, social, nacional, a un estado secundario en el que el individuo realiza la unidad de su existencia con la existencia de los otros seres, en la medida que le es posible verificarlo, en el nivel intelectual, moral y emocional, -en este nivel no puede hacerlo enteramente del modo justo y perfecto, el modo de la verdad integral de su ser-. Pero el pensamiento de la Gîtâ  va más allá y alcanza una condición terciaria de nuestra creciente auto-consciencia, con respecto a la cual la secundaria no es más que una etapa parcial del progreso.

            La tendencia social hindú ha sido subordinar al individuo a las exigencias de la sociedad, pero el pensamiento religioso y la búsqueda espiritual en la India han sido siempre altamente individalistas en sus fines. Un sistema hindú de pensamiento, como el de la Gîtâ, es imposible que omita poner  en primer lugar el desarrollo del individuo, la más alta necesidad del individuo, sus derechos a elegir, descubrir y ejercer su libertad, su grandeza, su esplendor, su realeza espirituales más vastos -su fin, que es el de transformarse en un vidente iluminado, en un rey iluminado en el sentido espiritual de videncia y de realeza-, lo cual constituía el primer gran fuero de la humanidad ideal promulgado por los antiguos sabios védicos. La meta de éstos para el individuo era la superación, no perdiendo todos sus objetivos personales en los objetivos de una sociedad humana organizada, sino en su ensanchamiento, en su elevación, engrandeciéndose en la consciencia del Divino. La regla dada aquí por la Gîtâ es la regla válida para el hombre con dominio, para el superhombre, para el ser humano divinizado, para el Mejor, no en el sentido de alguna superhumanidad nietzscheana, desproporcionada, desequilibrada, olímpica, apolínea o dionisíaca, angélica o demoníaca, sino en el del hombre cuya personalidad total ha sido ofrecida al ser, a la naturaleza y a la consciencia de la Divinidad una, trascendente y universal, y que, por la pérdida de su yo más insignificante, ha encontrado su yo más grande, ha sido divinizado.

            Elevarse desde la Prakriti imperfecta inferior, traigunyamayî mâyâ, hasta la unidad con el ser divino, la consciencia y la naturaleza divinas1,  madbhâvam âgatâh, es el objeto del Yoga. Pero una vez cumplido este propósito, una vez que el hombre se halla instalado en la condición bráhmica y no viendo ya al mundo, ni a sí mismo, según la visión egoísta y falsa, sino a todos los seres en el Yo, en Dios, y el Yo en todas los seres, Dios en todos los seres, ¿cuál será la acción –ya que la acción todavía subsiste-, qué resultará de esta visión, y cuál será el motivo cósmico o individual de todas sus obras? Ésta es la pregunta de Arjuna2, pero a la que se le responde desde un punto de vista distinto del que él la ha planteado. El motivo no puede ser el deseo personal en el nivel intelectual, moral, emotivo, porque eso ha sido abandonado, -incluso el motivo moral ha sido abandonado, una vez que habiendo superado la distinción inferior de pecado y virtud, el hombre liberado vive en una pureza glorificada más allá del bien y del mal; tampoco puede ser la llamada espiritual a su auto-desarrollo perfecto mediante obras desinteresadas, porque la llamada ha sido respondida, el desarrollo es perfecto y cumplimentado. El motivo de su acción no puede ser más que  la cohesión de los pueblos, cikîrsur lokasangraham. Esta gran marcha de los pueblos hacia un remoto ideal divino debe ser mantenida en la cohesión, evitando que caiga en el extravío, en la confusión y en el completo desacuerdo del entendimiento, que conduciría a la disolución y a la destrucción, y a las que el mundo, avanzando en la noche o en  la sombra crepuscular de la ignorancia, estaría demasiado fácilmente proclive si no estuviera  cohesionado, guiado, ligado a las grandes líneas de su disciplina por la iluminación, por la fuerza, por la regla y el ejemplo, por la norma visible y la influencia invisible de los Mejores. Los Mejores, los individuos adelantados en la línea general y por encima del nivel general de la colectividad, son los guías naturales de la humanidad, porque son ellos quienes pueden indicar a la raza, tanto el camino que debe seguirse, como la norma o el ideal que hay que preservar o alcanzar. Pero si el hombre divinizado es el Mejor,  no en el sentido ordinario de la palabra, y su influencia y ejemplo deben poseer un poder que no pueda ejercer ningún hombre ordinario superior, ¿qué ejemplo debe dar, entonces?, ¿qué regla o norma debe mantener?

            Para indicar más perfectamente lo que él quiere decir, el Maestro divino, el Avatar da a Arjuna su propio ejemplo, su propia norma. “Yo me atengo al camino de la acción, parece decir, el camino que siguen todos los hombres. Tú también debes atenerte a la acción. De la manera con que Yo actúo, de esa forma debes actuar tú también. Yo estoy por encima de la necesidad de las obras, porque no hay nada que Yo tenga que ganar aquí;  Yo soy el Divino, quien posee todas las cosas y todos los seres en el mundo, y Yo soy Yo mismo más allá del mundo, lo mismo que en él, y no dependo de nada ni de nadie en cualquiera de los tres mundos para ningún propósito; y, sin embargo, Yo actúo. Ésta debe ser también tu manera de trabajar, y tu espíritu con el que trabajes. Yo, el Divino, soy la regla y la norma; soy Yo quien traza el sendero por el que transitan los hombres; Yo soy el camino y la meta. Ahora bien, Yo hago todo esto ampliamente, universalmente, visiblemente en parte, pero hago mucho más invisiblemente; y los hombres no conocen realmente Mi manera de obrar. Tú, cuando conozcas y veas, cuando hayas llegado a ser el hombre divinizado, debes ser el poder  individual de Dios, el ejemplo humano y, sin embargo, divino, del mismo modo que Yo lo soy en Mis Avatares. La mayoría de los hombres viven en la ignorancia, el vidente de Dios habita en el conocimiento; pero que él no siembre la confusión en la mente de los hombres por un ejemplo peligroso, al rechazar, en su superioridad, las obras del mundo; que no interrumpa el hilo de la acción antes de que haya sido prolongado; que no embrolle ni falsee los estadios y los grados de los senderos que Yo he abierto. El alcance total de la acción humana ha sido decretado por Mi con la visión de que el hombre  progrese desde la naturaleza inferior a la superior, desde lo aparentemente no-divino al Divino consciente. El campo total de las obras humanas debe ser por completo aquél en el que se mueve el conocedor de Dios. Toda acción individual, toda acción social, toda obra del intelecto, del corazón y del cuerpo son siempre suyas -no ya para su propio beneficio, sino para el bien de Dios en el mundo, de Dios en todos los seres, y de manera que todos estos seres pueden avanzar, como él lo hace, por la vía de las obras, hacia el descubrimiento del Divino en ellos mismos. Vistas desde el exterior, sus acciones pueden no parecer diferir esencialmente de las de aquellos; la batalla y el gobierno, como también la enseñanza y el pensamiento, todo el variado comercio del hombre con el hombre puede caer en su dominio; pero el espíritu con el que  lo hace debe ser muy diferente; y es este espíritu el que, por su influencia, será el gran incentivo que eleve a los hombres hacia su propio nivel, el gran elevador que levante más alto a la masa de hombres en su ascenso.”

            El hecho de que Dios Mismo dé el ejemplo al hombre liberado, es profundamente significativo; porque eso revela todo el fundamento de la filosofía de las obras divinas según la Gîtâ.El hombre liberado es aquel que se ha elevado a la naturaleza divina y sus acciones deben conformarse según esta naturaleza. Pero ¿qué es la naturaleza divina? No es íntegramente  ni únicamente la del Akshara, el yo inmóvil, inactivo, impersonal; porque esto conduciría por sí mismo al hombre liberado  a la inmovilidad sin acción. No es específicamen-te la del Kshara, la múltiple, la personal, el Purusha sometido espontáneamente a la Prakriti; porque esto, por sí mismo, conduciría al hombre a sujetarse de nuevo a su personalidad, así como a la naturaleza inferior y a sus atributos. Es la naturaleza del Purushottama la que contiene unidas a ambas naturalezas y, por su suprema divinidad, las reconcilia en una reconciliación divina, que es el más alto secreto de su ser, rahasyam hyetad uttamam. Él no es el autor de las obras, en el sentido personal, de nuestra acción involucrada en la Prakriti; porque Dios obra a través de Su poder, de Su naturaleza consciente, de Su fuerza efectiva -Shâkti, Maya, Prakriti-, pero estando, no obstante, por encima de esa labor, sin contaminarse con ella, no sometido a ella; capaz de elevarse por encima de las leyes, de los funcionamientos, de los hábitos de acción que ella crea, no afectado ni atado por ellos; no es incapaz, como lo somos nosotros, de distinguirse de los funciones de la vida, de la mente y del cuerpo. Él es el autor de las obras que no ejecuta, kartâram akartâram. “Conóceme,” dice Krishna, “como el ejecutor de esto (la cuádruple ley de las operaciones humanas); Yo que, sin embargo, soy el imperecedero no-ejecutor. Las obras no quedan atadas en mí, Mí (na limpanti), ni tengo el deseo de los frutos de la acción.” Pero tampoco es él el Testigo inactivo, impasible, impotente, y nada más; porque es él quien obra en los pasos y en las cadencias de su poder; cada uno de sus movimientos, cada partícula del mundo de los seres que él forma son animados por Su presencia, saturados de Su consciencia, impelidos por Su voluntad, formados por Su conocimiento.

            Él es, además, el Supremo sin cualidades, quien las posee todas, nirguno guni3. No está limitado por ningún modo de la naturaleza o de la acción, ni consiste, como sucede con nuestra personalidad, en una suma de cualidades, de modos de la naturaleza, de operaciones características del ser mental, moral, emotivo, vital y físico, sino que es la fuente de todos los modos y atributos, capaz de desarrollar todo lo que Él quiera, de cualquier manera y en cualquier grado que Él desee; Él es el ser infinito del que aquellos son formas de devenir, la cantidad inconmensurable e inefable no sometida, de la cual aquellos son medidas, números y figuras  que parecen poner en ritmo y en aritmética según los parámetros del universo. Sin embargo, tampoco es Él simplemente un impersonal indeterminado, ni una mera substancia de existencia consciente de donde todas las determinaciones y personalizaciones puedan extraer sus elementos, sino un Ser supremo, el Existente único, original y consciente, la Personalidad perfecta, capaz de todas las relaciones, hasta las más humanas, concretas e íntimas; porque Él es el amigo, el camarada, el amante, el compañero de juego, el guía, el maestro, el señor, el administrador del conocimiento o de la alegría, pero no sometido por ninguna relación, libre y absoluto. Esto también llega a ser el hombre divinizado en la medida de su realización, impersonal en su personalidad, no atado por ningún atributo o acción, aun cuando mantenga las relaciones más personales e íntimas con los seres humanos, no sometido por ningún dharma, aunque, en apariencia, siga a éste o a aquél otro dharma. Ni el dinamismo del hombre cinético, ni la luz ausente de acción del asceta o del quietista, ni la vehemente personalidad del hombre de acción, ni la indiferente impersonalidad del sabio filosófico, son el ideal divino completo. Éstas son las dos normas en conflicto del hombre de este mundo y del asceta o del filósofo quietista; el uno, inmerso en la acción del Kshara; el otro, esforzándose por residir íntegramente en la paz del Akshara; pero el ideal divino completo procede de la naturaleza del Purushottama, que trasciende este conflicto y concilia todas las posibilidades divinas.

            El hombre cinético no está satisfecho con ningún ideal que no dependa de la realización de esta naturaleza cósmica, del juego de las tres cualidades de esta naturaleza, de la actividad humana de la mente, del corazón y del cuerpo. La más alta realización de esta actividad, podría decirse, es mi idea de la perfección humana, de la posibilidad divina en el hombre; sólo un ideal que satisfaga al intelecto, al corazón, al ser moral, sólo un ideal de nuestra naturaleza humana en su acción, puede satisfacer al ser humano; éste debe tener algo que pueda buscar en las operaciones de su mente, de su vida y de su cuerpo. Porque es eso, su naturaleza, su dharma, y ¿cómo puede realizarse él en algo exterior a su naturaleza? En  efecto, cada ser está atado a su naturaleza y debe buscar dentro de ella su perfección. Nuestra perfección humana debe ser conforme con nuestra naturaleza humana; y cada hombre debe esforzarse por lograrlo según la línea de su personalidad, de su svadharma; pero en la vida, en la acción, no fuera de la vida y de la acción. Sí; responde la Gîtâ, hay una verdad en esto; la realización de Dios en el hombre, el juego del Divino en la vida forma parte de la perfección ideal. Pero si tú no la buscas más que en lo que es exterior, en la vida, en el principio de acción, jamás la encontrarás; porque entonces no solamente actuarás de acuerdo con tu naturaleza, que en sí misma es una regla de perfección,  sino que estarás –y esto es una regla de la imperfección- eternamente sujeto a sus modos, a sus dualidades de gusto y de repulsión, de sufrimiento y de placer, y especialmente al modo rajásico con su principio del deseo y su trampa, que representan la cólera, el dolor y el anhelo enloquecido, - el principio sin reposo del deseo, que todo lo devora, el insaciable fuego que asedia tu acción en el mundo, el eterno enemigo del conocimiento por el que queda oculto aquí abajo en tu naturaleza, como lo está el fuego por el humo, o un espejo por el polvo, y que debes aniquilar para vivir en la calma, clara, luminosa verdad del espíritu. Los sentimientos, la mente y el intelecto son la sede de esta causa eterna de imperfección, y, no obstante, ¡es dentro de estos sentimientos, de esta mente  y de este intelecto, de este juego de la naturaleza inferior,  en donde querrías limitar tu búsqueda de la perfección! Vano esfuerzo. El lado cinético de tu naturaleza debe, en primer lugar, tratar de añadirse el lado quietista; debes elevarte sobre esta naturaleza inferior hasta la que se halla por encima de los tres gunas,  la que tiene su fundamento en el principio supremo,  en el alma. Solamente cuando hayas alcanzado la paz del alma, y no antes, puedes llegar a ser capaz de una acción libre y divina.

 

            El quietista, el asceta, por el contrario, no pueden ver ninguna posibilidad de perfección en la que penetren la vida y la acción. ¿No son éstas la sede  misma de la esclavitud y de la imperfección? ¿No es toda acción, imperfecta en su naturaleza, como un fuego que fatalmente produce humo?, ¿no es en sí mismo rajásico el principio de acción,  padre del deseo, una causa que tiene por efecto oscurecer el conocimiento de una manera automática, que tiene su ronda de apetitos, de éxito y de fracaso, sus oscilaciones entre la alegría y la tristeza, su dualidad de virtud y de pecado? Dios puede estar en el mundo, pero Él no es de este mundo; Él es un Dios de renuncia, y  no el Señor o la causa de nuestras obras; el señor de nuestras obras es el deseo, y la causa de nuestras obras es la ignorancia. Si el mundo, el Kshara, es en un sentido una manifestación o una lîlâ del Divino, es un juego imperfecto con la ignorancia de la naturaleza, una obscuridad más bien que una manifestación. Esto es ciertamente evidente desde nuestra primera perspectiva de la naturaleza del mundo, y ¿ la más completa experiencia del mundo no nos enseña, siempre la misma verdad? ¿no es una rueda de la ignorancia encadenar al alma a un continuo nacimiento por el impulso del deseo y de la acción hasta que al final, tal impulso quede extinguido o rechazado?  No sólo el deseo debe ser rechazado, sino igualmente la acción; sentada en el yo silencioso, el alma pasará entonces al Brahman absoluto, inmóvil, inactivo, imperturbable. A esta objeción de la impersonaliza-ción quietista, la Gîtâ responde todavía con un cuidado más especial que a la del hombre del mundo, el individuo cinético. Porque este quietismo, habiendo dispuesto de una verdad más elevada y poderosa, pero sin llegar a ser todavía la verdad íntegra y suprema, su difusión como ideal universal, completo y supremo de la vida humana, corre el riesgo de entrañar, para el avance de la raza humana hacia su meta, más confusión y desastre que el error de un  cinetismo exclusivo. Una verdad unilateral fuerte, cuando se expone como la verdad total, crea una luz fuerte, pero igualmente una confusión grande; porque la fuerza misma de su elemento de verdad aumenta la fuerza de su elemento de error. El error del ideal cinético no puede más que prolongar la ignorancia y retardar el avance de la humanidad lanzándola a la búsqueda la perfección allí donde la perfección no puede encontrarse; pero el error del ideal quietista contiene dentro de sí el principio mismo de la destrucción del mundo. Si me fundamentara Yo sobre este ideal, dice Krishna, destruiría los pueblos y sería el autor del desorden; y aunque el error de un ser humano individual, incluso siendo un hombre casi divino, no puede destruir toda la raza, sin embargo puede generar una confusión generalizada susceptible, en su naturaleza, de aniquilar el principio de la vida humana y perturbar la línea establecida para su progreso.

            Así pues, la tendencia quietista en el hombre debe ser obligada a reconocer su propia deficiencia y a admitir, en pie de igualdad con ella,  la verdad que subyace detrás del propósito cinético: la realización de Dios en el hombre y la presencia del Divino en todas las acciones de la raza humana. Dios está aquí, no sólo en el silencio, sino también en la acción; el quietismo del alma impasible, no afectada por la naturaleza, y el cinetismo del alma, dándose a la Naturaleza de manera que el gran sacrificio universal, el Purusha Yajna, pueda ser efectuado, no son una realidad y una falsedad en perpetuo forcejeo entre sí, ni siquiera dos realidades hostiles, una superior, la otra inferior, fatales la una para la otra, sino que constituyen el doble término de la manifestación divina. El Akshara aislado no es la clave total de su realización, ni el definitivo y más alto secreto. La doble realización, la reconciliación deben buscarse en el Purushottama, representado aquí por Krishna, a la vez Ser supremo, Señor de los mundos y  Avatar. El hombre divinizado, revestido ya de su naturaleza divina, actuará incluso como él actúa en el presente; no se abandonará a la inactividad. El Divino está en la obra en el hombre ignorante, y en la obra en el hombre con conocimiento. ConocerLo es el bienestar  más alto de  nuestra alma y la condición de su perfección; pero conocerLo y realizaLo como una paz y un silencio trascendentes no es todo; el secreto que hay que aprender es al mismo tiempo el secreto del Divino eterno y no-nacido y el secreto del nacimiento divino y de las obras divinas, janma karma ca me divyam. La acción que emane de ese conocimiento quedará libre de toda servidumbre; “Aquel que me conozca de esta manera, dice el Maestro, no estará atado a las obras.” Si la evasión de la obligación de las obras, del deseo y de la rueda del renacimiento debe ser la meta y el ideal, entonces este conocimiento debe ser considerado como verdadero, el amplio medio de evadirse; porque dice la Gîtâ, “aquel que conoce en sus justos principios Mi nacimiento divino y Mis obras divinas, cuando abandona su cuerpo, ya no renace, sino que viene a Mí, oh Arjuna.”  Por el conocimiento y la posesión del nacimiento divino, llega al Divino no-nacido e imperecedero, que es el yo de todos los seres, ajo avyaya âtmâ; por el conocimiento y la ejecución de las obras divinas, llega al Señor de las obras, el señor de todos los seres, bhûtânâm îsvara. Él vive en este ser no-nacido; sus obras son las de este Dominio universal.

 

1Sâyujya ,sâlokya y  sâdrsya o sâdharmya. Sâdharmya es devenir uno en  ley del ser y de acción con el Divino.

2 kim prabhâseta kim âsîta vrajeta kim.

3 Swetaswatara Upanishad.

 

 

 

XV

EL AVATÂR: POSIBILIDAD Y OBJETIVO DE SU ENCARNACIÓN

 

 

Al hablar de este yoga en el que la acción y el conocimiento llegan a ser una sola cosa, del Yoga del sacrificio de las obras acompañadas del conocimiento y en el que las obras son realizadas en el conocimiento, donde el conocimiento sostiene, cambia e ilumina las obras, y donde ambos son ofrecidos al Purushottama, la Divinidad suprema, que deviene manifiesta dentro de nosotros como Nârâyana, Señor de todo nuestro ser y de toda nuestra acción, asentado por siempre secretamente en nuestros corazones, que llega a manifestarse incluso bajo la forma humana  como Avatar,  el nacimiento divino tomando posesión de nuestra humanidad, Krishna ha declarado de pasada que este Yoga era el antiguo Yoga original que él había dado a Vivasvan, el Dios-Sol; y Vivasvan lo entregó a Manu, el padre de los hombres; y Manu lo dio a Ikshvaku, cabeza de la línea solar; y que, de ese modo, era pasado de sabio real a sabio real, hasta que se perdió en el gran fluir del Tiempo; y ahora es reanudado por Arjuna, porque este último es el amante consagrado, el amigo y el camarada del Avatar. Porque este Yoga, dice Krishna, es el secreto supremo, reivindicando así para él una superioridad sobre todas las demás formas de Yoga, ya que estas otras conducen al Brahman impersonal, o a una Deidad personal, a una liberación en el conocimiento sin acción, o a una liberación en una bienaventuranza en recogimiento; pero este Yoga  da el secreto supremo,  y  el secreto íntegro; nos lleva a la paz divina y a las obras divinas,  al conocimiento, a la acción y al éxtasis divinos unificados en una libertad perfecta; une dentro se sí todos los caminos yóguicos, del mismo modo que el ser más elevado del Divino reconcilia y hace que en él mismo sean uno todos los diferentes poderes y principios, e incluso contrarios, de Su ser manifiesto. Entonces, este Yoga de la Gîtâ  no es, como algunos sostienen, solamente el Karmayoga, uno de los tres senderos, y, según ellos, el más bajo, sino un supremo Yoga sintético e integral que dirige hacia Dios todos los poderes de nuestro ser.

            Arjuna toma la declaración sobre la transmisión del Yoga en su sentido más físico –se la puede aceptar en otro sentido-, y pregunta cómo el Dios-Sol -uno de los primeros nacidos entre los seres, el ancestro de la dinastía solar- puede haber recibido el Yoga  del hombre Krishna que no ha venido al mundo más que ahora. Krishna no responde, como habríamos podido esperar que lo hiciera, que era, en tanto que Divino, fuente de todo conocimiento que ha dado la Palabra al Deva, que es su forma de conocimiento, aquel que confiere toda luz interior y exterior, -bhargah savitur devasya yo no dhiyah pracodayât. En su lugar, acepta la oportunidad que Arjuna le brinda para que declare su Divinidad oculta, una declaración para la que estaba preparado cuando se citaba a sí mismo como ejemplo divino de trabajador no atado a sus obras, pero que no había hecho todavía completamente de manera explícita. Ahora,  él se presenta abiertamente como la Divinidad encarnada, el Avatar.

            Hemos tenido ya la ocasión, al hablar del Maestro divino, de exponer en pocas palabras la doctrina de la existencia del Avatar tal como aparece ante nosotros a la luz del Vedanta -la luz en la que la Gîtâ nos lo presenta-. Ahora es preciso mirar un poco más cerca esta idea de Avatar y el significado del Nacimiento divino del cual éste es la expresión exterior; porque hay aquí un eslabón de considerable importancia en la enseñanza integral de la Gîtâ. Y podemos comenzar traduciendo las palabras del Maestro mismo, donde la naturaleza y propósito de la encarnación del Avatar son expresados sumariamente, recordándonos también otros pasajes o alusiones que tratan sobre ellos. “Numerosas son mis vidas pasadas, y las tuyas también, oh Arjuna; todas ellas las conozco, pero no tú, oh flagelo del enemigo. Aunque Yo sea el no-nacido, aunque Yo sea imperecedero en mi existencia esencial, aunque Yo sea el Señor de todas las existencias, sin embargo, me apoyo en mi Naturaleza y vengo al mundo por mi Maya. Porque cada vez que declina el Dharma y crece la injusticia, entonces me concedo Yo el nacimiento. Para la liberación de los buenos, para la destrucción de los malvados, para la entronización de la Justicia,  nazco de tiempo en tiempo. Aquel que, en sus justos principios, conozca de este modo Mi nacimiento divino y Mi obra divina, cuando abandone su cuerpo, no vuelve a nacer, sino que viene a Mí, oh Arjuna. Liberados de la seducción, del miedo y de la cólera, llenos de Mí, tomando refugio en Mí, hay muchos que, purificados por la austeridad del conocimiento, han llegado a la naturaleza de Mi ser (madbhâvam, la naturaleza divina del Purushottama). Conforme se aproximen los hombres a Mí, así los acepto en Mi amor (bhajâmi); de cualquier forma que sea, los hombres siguen mi sendero, oh hijo de Pritha.”

            Pero la mayoría de los hombres, sigue diciendo la Gîtâ,  desean la realización de sus obras, sacrifican a los dioses, a las diversas formas y personalidades de la Divinidad única, porque la realización (siddhi) que nace de las obras, -de las obras sin conocimiento-, es  muy rápida y fácil en el mundo de los hombres; de hecho, pertenece a ese mundo solamente. La otra, la auto-realización divina en el hombre, por el sacrificio acompañado del conocimiento y ofrecido  a la Divinidad suprema, es mucho más difícil; sus efectos corresponden a un plano más elevado de la existencia y se dejan sujetar menos fácilmente. Los hombres, por lo tanto, deben seguir la cuádruple ley de su naturaleza y de sus obras, y sobre este plano de acción mundana ellos buscan la Divinidad a través de sus diversos atributos. Pero, dice Krishna, aunque Yo sea el autor de las obras cuádruples y  el creador de su cuádruple ley, sin embargo, debo ser conocido también como Aquél que no actúa, el Yo imperecedero e inmutable. “Las obras no Me afectan, ni tampoco tengo deseo por el fruto de las obras”; porque Dios es el impersonal, más allá de esta personalidad egoísta, y de este conflicto de los modos de la Naturaleza, y, en tanto que Purushottama, la Personalidad impersonal, también posee esta suprema libertad, incluso en las obras. Así pues, aquel que ejecuta las  obras divinas, aun cuando siga la cuádruple ley, debe conocer eso  y vivir en eso que está más allá, en el Yo impersonal, y, por tanto, en la Divinidad suprema. “Aquél que me conozca de este modo no está ligado a sus obras. Según este conocimiento, los hombres de antaño que buscaban la liberación llevaban a cabo la obra; haz pues, también tú, la obra de esta clase más antigua llevada a cabo por los hombres del pasado.”

        La segunda porción de estos pasajes, expuesta aquí en substancia, explica la naturaleza de las obras divinas, divyam karma, cuyo principio  hemos debido tratar en el último ensayo; la primera sección, que ha sido traducida completamente, explica el cómo del nacimiento divino,  divyam janma, la naturaleza del Avatar. Pero debemos observar cuidadosamente que el mantenimiento  del dharma en el mundo no es el único objeto del descenso del Avatar, este gran misterio del Divino que se manifiesta en la humanidad; porque el mantenimiento del dharma no es en sí mismo un objeto totalmente suficiente, ni la suprema meta posible para la manifestación de un Cristo, de un Krishna, de un Buddha, sino sólo la condición general de una meta más elevada, y de una utilidad más suprema y divina. Porque en el nacimiento divino hay, efectivamente, dos aspectos: uno, es el descenso, el nacimiento de Dios en la humanidad, la Divinidad que se manifiesta a sí misma bajo la forma y en la naturaleza humanas, el Avatar eterno; el otro, es un ascenso, el nacimiento del hombre en el Divino, el hombre elevándose hasta la naturaleza y consciencia divinas, madbhâvam âgatah; es el ser que nace de nuevo en un segundo nacimiento, en el del alma. Es este nuevo nacimiento que el Avatar y el mantenimiento del dharma tienen como propósito servir. El lector ligero, que queda satisfecho, como lo hace la mayoría, con tener una visión superficial de sus profundas enseñanzas, tiende a pasar por alto este doble aspecto de la existencia del Avatar en la doctrina de la Gîtâ.; y también lo pasa por alto el comentarista formal,  petrificado como está en la rigidez de las  escuelas. Sin embargo, es ciertamente necesario para la plena significación de la doctrina. De otro modo, la idea de Avatar sería solamente un dogma, una superstición popular, o una deificación –nacida de la imaginación o de la mística- de superhombres históricos o legendarios, no aquello de lo cual la Gîtâ hace toda su enseñanza: una profunda verdad filosófica y religiosa y una parte esencial del misterio más elevado de todos,  rahasyam uttamam, o una etapa sobre el camino que conduce allí.

            Si no existiera esta elevación del hombre a la Divinidad, a la que debe ayudar el descenso del Dios en la humanidad, el Avatar en interés del dharma, sería un fenómeno estéril, ya que la divina omnipotencia puede mantener siempre la simple rectitud, la simple justicia o las simples normas de la virtud por medios ordinarios, por medio de grandes hombres o movimientos, por la vida y la obra de sabios, de reyes y de maestros religiosos, sin que se lleve a cabo la encarnación. El Avatar viene a manifestar la naturaleza divina en la naturaleza humana, a revelar su  cualidad de Cristo, de Krishna, de Buddha,  para que la naturaleza humana pueda transfigurarse en la naturaleza divina, modelando sus principios, pensamientos, formas de sentir, actos, maneras de ser, según las líneas de esa cualidad de Cristo, de Krishna, de Buddha. La ley, el dharma que  establece el Avatar se da principalmente con este propósito; el Cristo, el Krishna, el Buddha, permanecen en su centro como la puerta, hacen pasar por ellos mismos el camino que deberán seguir los hombres. Esto es por lo que cada Encarnación se ofrece en ejemplo a los hombres, y declara ser personalmente el camino y la puerta; declara también la unicidad de su humanidad con el ser divino, declara que el Hijo del Hombre y el Padre en lo alto, de quien ha descendido, son uno, que Krishna en el cuerpo humano, mânusîm tanum âsritam,  y el supremo Señor y Amigo de todas las criaturas no son sino dos revelaciones del mismo Purushottama divino, revelado allí en su propio ser y aquí en el tipo de la humanidad.

            Que la Gîtâ contiene como su núcleo este segundo y verdadero objeto de la encarnación del Avatar, se destaca ya por sí mismo con evidencia incluso en este pasaje, si se le considera correctamente; pero llega a ser mucho más claro si, en lugar de tomarlo separadamente –lo cual es siempre la peor forma de tratar los textos de la Gîtâ-,  lo tomamos en su justa e íntima conexión con los demás pasajes y con la enseñanza global.  Es preciso que recordemos  y unamos su doctrina del Yo único en todo, de la Divinidad asentada en el corazón de todas las criaturas, de su enseñanza acerca de las relaciones entre el Creador y su creación, de su idea de la vibhûti fuertemente enfatizada, - teniendo en cuenta igualmente el lenguaje en el que el Maestro da su propio ejemplo divino para las obras desinteresadas, ejemplo que se aplica tanto al Krishna humano como al Señor divino de los mundos, y dando su debida ponderación a tales pasajes como éste del noveno capítulo: “Los espíritus burlados por la ilusión desprecian mi alojamiento en el cuerpo humano, porque no conocen la naturaleza suprema de Mi ser, Señor de todas las existencias”.  Y es a la luz de estas ideas como debemos leer este pasaje que encontramos ante nosotros y donde se declara que, por el conocimiento de su nacimiento divino y de sus obras divinas,  los hombres  llegan  al Divino y acceden a su naturaleza y a su rango, madbhâvam, llegando a llenarse de Él,  e incluso  a ser como Él y a tomar refugio en Él.  Porque entonces comprenderemos el nacimiento divino y su objeto, no como un fenómeno aislado y milagroso, sino poniéndolo en su lugar exacto en la totalidad del plan de la manifestación mundial; sin eso, en lugar de llegar a su misterio divino,  lo desdeñaremos completamente, o bien  lo aceptaremos como seres ignorantes y quizás como una superstición, o bien caeremos en las ideas mezquinas y superficiales de la mente moderna que lo despojan de toda su saludable significación interior.

            Porque de todas las ideas llegadas de Oriente que se infiltran en la consciencia humana racionalizada, la noción de Avatar es para la mente moderna una de más difíciles de aceptar o comprender. En el mejor de los casos, tiende a tomarla como una simple representación de alguna manifestación superior de poder, de carácter,  de genio humanos, de una gran obra llevada a cabo por el mundo o en el mundo; y, en el peor, a considerarla como una superstición –para el pagano, una necedad, y para los griegos, un escollo-. El materialismo no puede, necesariamente, ni siquiera pensar en él, una vez que no cree en Dios; para el racionalista o para el deísta, es   locura y motivo de risa; para el dualista intransigente, que ve un abismo infranqueable entre la naturaleza humana y la divina, suena como una blasfemia. El racionalismo objeta que Dios, si existe, es extracósmico o supracósmico, y que no interviene en los asuntos del mundo, aunque permite que éstos sean gobernados por un dispositivo hecho de leyes fijas –Él es, de hecho, una especie de monarca constitucional muy lejano, o un Rey Leño espiritual; en el mejor de los casos, un Espíritu inactivo e indiferente detrás de la actividad de la Naturaleza, como un Purusha testigo de los sankhyas, abstracto o generalizado; es un Espíritu puro y no puede revestirse con un cuerpo; infinito, y no puede ser finito como  el ser humano, que es finito; es el creador jamás nacido, y no puede ser la criatura nacida en el mundo -estas cosas son imposibles incluso para su Omnipotencia absoluta-. A estas objeciones, los dualistas consumados añadirían que Dios, en Su persona, en Su rol y en Su naturaleza, es diferente y separado del hombre; el perfecto no puede asumir la imperfección humana; el Dios personal y no nacido, no puede nacer como una personalidad  humana; el Legislador de los mundos, no puede quedar limitado por una acción humana que impone la naturaleza, ni por un cuerpo humano, perecedero. Estas objeciones, a primera vista tan formidables para la razón, parecen haber estado presentes en el espíritu del Maestro de la Gîtâ cuando dice que, aunque el Divino sea no-nacido, imperecedero en Su existencia esencial, siendo el Señor de todos los seres, sin embargo asume el nacimiento como un recurso supremo para la acción de su Naturaleza y por la fuerza de Su Maya; que aquél a quien desprecian las víctimas de la ilusión porque está alojado en un cuerpo humano es verdaderamente, en su ser supremo, el Señor de todo; que él es, en la acción de la consciencia divina, el creador de la cuádruple Ley y el autor de las obras del mundo y, al mismo tiempo, en el silencio de la consciencia divina, el testigo imparcial de las obras de su propia Naturaleza, -porque él es siempre, más allá, tanto de silencio como de la acción, el supremo Purushottama. Y la Gîtâ es capaz de afrontar todas estas oposiciones y conciliar todos estos contrarios del hecho de que  parte de la visión vedántica de la existencia, de Dios y del universo.

            En la visión vedántica de las cosas, en efecto, todas estas objeciones aparentemente formidables son, desde el comienzo, nulas y sin valor. La idea de Avatar no es, evidentemente, indispensable en su planteamiento, pero interviene allí con naturalidad como una concepción perfectamente racional y lógica. Porque todo aquí es Dios, es el Espíritu, o la Existencia del Yo, es el Brahman, ekamevâdvitîyam, -nada más hay, ni nada que difiera de esto, y nada más puede haber, ni nada que difiera de esto; la Naturaleza es y no puede ser nada más que un poder de la Consciencia divina; todos los seres son y no pueden ser nada más que formas espirituales y formas corporales interiores y exteriores, subjetivas y objetivas del Ser divino, que existen en el poder de su  consciencia o resultan de ella. Lejos de que el Ser infinito sea incapaz de revestir la finitud, el universo entero no es nada más que eso; de cualquier forma que lo miremos,  no podemos en absoluto ver  ninguna otra cosa en todo el vasto mundo que habitamos. Lejos de que el Espíritu sea incapaz de una forma, o de desdeñar asociarse a una forma material, o a una mental, y asumir una naturaleza o cuerpo limitados, todo aquí abajo no es sino eso; el mundo no existe más que por esta asociación, por esta asunción. Lejos de que el mundo sea un mecanismo de leyes sin alma ni espíritu que inter-vienen en el movimiento de sus fuerzas o en la acción de sus mentes y cuerpos, -con sólo al-gún Espíritu original indiferente que mora pasivamente en alguna parte exterior o por arriba-, el mundo entero, por el contrario,  y cada una de sus partículas no son sino la fuerza divina en acción,  y esta fuerza divina determina y gobierna hasta sus menores movimientos, habita  hasta  en la más ínfima de sus formas, posee aquí abajo cada alma y cada mente; todo está en Dios y en Él se mueve y tiene su ser; Él está, actúa y despliega su ser en todas las cosas; cada criatura es Nârâyana disfrazado.

            Lejos de que el ser no nacido sea incapaz de asumir el nacimiento, todos los seres son, incluso en su individualidad, espíritus no nacidos, eternos, sin comienzo ni fin; y en su existencia esencial y universalidad todos son el Espíritu único, no nacido, para quien el  nacimiento y la muerte no son más que un fenómeno vinculado a la asunción de formas y a su cambio. Todo el fenómeno místico del universo es la asunción de la imperfección por el perfecto; pero la imperfección que aparece en la forma y en la acción de la mente o del cuerpo asumidos, subsiste en el fenómeno. En el que asume no hay imperfección,  del mismo modo que en el Sol, que ilumina todas las cosas, no existe defecto de luz ni de visión, sino sólo en las capacidades del órgano de la visión del individuo. Y Dios no gobierna al mundo desde algún cielo remoto, sino por su íntima omnipresencia; cada operación finita de fuerza es un acto de la Fuerza infinita y no de una energía limitada, separada y auto-existente, que obraría según su propia potencia inherente; en toda operación finita de voluntad y de conocimiento  podemos descubrir, sirviéndole de soporte, un acto de la omni-voluntad y omni-conocimiento infinitos. El gobierno de Dios no es un gobierno ausente, extraño y externo; Él gobierna todo porque excede todo, pero también porque mora dentro de todos los movimientos y porque Él es absolutamente su alma y su espíritu. Así pues, ninguna de las objeciones opuestas por nuestra razón a la posibilidad de que exista un Avatar puede mantenerse en su principio; porque el principio es una división vana forjada por la razón intelectual de que todo fenómeno y toda realidad del mundo están ocupados en cada instante en contradecir y refutar.

            Pero además de la posibilidad, existe todavía la cuestión de saber cómo actúa el Divino de hecho –de saber si realmente la consciencia divina aparece, saliendo de detrás del velo y colocándose delante, para actuar, por poco que sea, directamente en el fenómeno, en el finito, en la mente y en la materia, en lo limitado, en lo imperfecto. El finito no es, en efecto, sino una definición, un valor frontal de las auto-representaciones del Infinito para sus propias variaciones de consciencia; el valor real de cada fenómeno finito es un valor infinito,  es sin duda el mismo Infinito. Cada ser es infinito en su existencia esencial, cualquiera que pueda ser en la acción de su naturaleza fenoménica, de la representación temporal de sí mismo. Cuando lo miramos de cerca, el hombre no solamente es él mismo, un individuo existente en sí, separado rígidamente, sino la humanidad en una mente y en un cuerpo salido de ésta; y la humanidad tampoco es una especie o una familia existente en sí misma y rígidamente separada, sino la Omni-existencia, el Divino universal representándose en el tipo de humanidad; aquí elabora Él ciertas posibilidades, desarrollo, despliegue, como solemos decir ahora, ciertos poderes de Sus manifestaciones. Lo que Él despliega es Él mismo, es el Espíritu.

            Porque lo que nosotros entendemos por Espíritu es el ser existente en sí, dotado de un poder de consciencia infinito y que saborea una felicidad incondicionada en su ser; es eso o nada, o al menos nada que tenga algo que ver con el hombre y con el mundo, o con lo que, por consiguiente, el hombre o el mundo tengan algo que ver. La Materia, el cuerpo, es simplemente un movimiento concentrado de la fuerza del ser consciente, utilizado como punto de partida para las relaciones variables de la consciencia que actúan a través de su poder sensorial; la Materia no está realmente vacía de consciencia en ninguna parte, porque incluso en el  átomo, y también en la célula, como ha declarado abiertamente, a pesar de ella misma,  la Ciencia moderna, hay un poder de voluntad, una inteligencia en acción; pero este poder es el poder de voluntad y de inteligencia del Yo, del Espíritu o Divinidad dentro de ella; no es la voluntad o la idea separadas, derivada espontáneamente de la célula o del átomo mecánicos. Involucionadas, esta voluntad y esta inteligencia universales desarrollan sus poderes de forma en forma, y, al menos sobre la tierra, es en el hombre donde ellas se aproximan más a lo que es plenamente divino, y aquí donde por primera vez  llegan a ser, incluso en la inteligencia exterior de la forma, obscuramente conscientes de su divinidad. Pero todavía hay aquí, sin embargo, una limitación: existe esa imperfección de la manifestación que impide que las formas inferiores se conozcan a sí mismas como idénticas al Divino. Porque en cada ser limitado, la limitación de la acción fenoménica va acompañada  igualmente de la limitación de la consciencia fenoménica, que define la naturaleza del ser y crea la diferencia interior entre criatura y criatura. El Divino actúa, en efecto, detrás, y gobierna Su particular manifestación por medio de esta consciencia y de esta voluntad exteriores e imperfectas; pero Él está en Sí mismo secretamente en la caverna, guhâyâm, como dice el Veda, o como lo expresa la Gîtâ, “En el corazón de todas las existencias reside el Señor, que hace girar por Maya todas las existencias como si estuvieran montadas en una máquina.” Esta actuación secreta del Señor, que se oculta en el corazón de la consciencia natural egoísta a través de la cual él obra, es el método universal de Dios con las criaturas. ¿Por qué, entonces, debemos suponer que, bajo una forma cualquiera, Él se pone en el primer plano, en la consciencia frontal y fenoménica para una acción más directa y conscientemente divina? Obviamente, si lo hace, aunque sea poco, es para rasgar el velo que existe entre Él y la humanidad y que el hombre, limitado en su propia naturaleza, jamás podría levantar.

            La Gîtâ explica la acción imperfecta ordinaria de la criatura por su sometimiento al mecanismo de la Prakriti, y su limitación por las auto-representaciones de la Maya. Estos dos términos no hacen más que designar dos aspectos complementarios de una sola y misma fuerza efectiva de la consciencia divina. Maya no es esencialmente ilusión -el elemento o la apariencia de ilusión no interviene más que, de hecho, debido a la ignorancia de la Prakriti inferior, la Maya de los tres modos de la Naturaleza – sino la consciencia divina en su poder de la auto-representación diversificada de su ser; mientras que la Prakriti es la fuerza efectiva de esta consciencia que opera para elaborar cada una de tales auto-representaciones según su propia ley e idea fundamental, svabhâva y  svadharma, en su propia cualidad y en su propia fuerza de acción particular, guna-karma. “Apoyando –presionando sobre mi propia  Naturaleza (Prakriti) Yo creo (proyecto en el ser variado) toda esta multitud de existencias, todas sometidas sin recursos al gobierno de la Naturaleza.” Aquellos que no conozcan al Divino alojado en el cuerpo humano son ignorantes de Él, porque están burdamente some-tidos a este mecanismo de la Prakriti, sometidos sin recursos a sus limitaciones mentales y configurados según ellas, y moran en una naturaleza asúrica que se sirve del deseo para fascinar, y del egoísmo para confundir la voluntad y la inteligencia, mohinîm prakrtim sritâh. Porque el Purushottama interior no se manifiesta fácilmente a los ojos de todo el mundo, ni de cualquiera que sea; se oculta en un espeso manto de tinieblas o en una brillante nube de luz; se envuelve y se reboza completamente en su Yogamâyâ1. “Todo este mundo, dice la Gîtâ, confundido por los tres estados de ser determinados por los modos de la Naturaleza, fracasa en reconocerme, porque Mi divina Maya, que define los modos de la Naturaleza, es dura de traspasar; aquellos que se Me acercan la franquean; pero quienes residen en la naturaleza de ser asúrica, su conocimiento les es privado por Maya.” En otras palabras: existe la cons-ciencia inherente del divino en todas las cosas, porque el Divino mora en todo; pero mora allí, oculto por su Maya, y el conocimiento esencial de sí es arrancado a los seres, tornado en el error del egoísmo por la acción de Maya, la acción del mecanismo de la Prakriti. No obstante, por la retirada del mecanismo de la Naturaleza y dirigiéndose hacia  el Señor interior y secreto de esta Naturaleza, el hombre puede llegar a tomar consciencia de la Divinidad que habita dentro de él.

            Ahora bien, es relevante que con una ligera pero importante variación en las palabras, la Gîtâ describe de la misma manera tanto la acción del Divino al provocar el nacimiento ordinario de las criaturas, como Su acción, cuando nace en tanto que Avatar. “Apoyándome sobre Mi propia Naturaleza, prakrtim svâm avastabhya, dirá ella más tarde, proyecto variadamente, visrjâmi, esta multitud de criaturas sin recursos sometidas a las órdenes de la Prakriti, avasam prakrter vasat.” “Manteniéndome sobre mi propia Naturaleza,  dice aquí, nazco por la Maya de Mi ser, prakrtim svâm adhisthâya... âtmamâyayâ, Yo me proyecto, âtmânam srjâmi.” La acción implicada en la palabra avastabhya es una vigorosa presión hacia abajo por la cual el objeto controlado es vencido, abatido, bloqueado o limitado en su movimiento o en su funcionamiento, y sometido sin recursos al poder que domina, avasam vasat; en esta acción la Naturaleza llega a ser mecánica y la multitud de sus criaturas están mantenidas sin recursos en el mecanismo: ellas no son dueñas de su propias acciones. Por el contrario, la acción implicada en la palabra adhisthâya es la de habitar en la Naturaleza, pero también es la de mantenerse sobre la Naturaleza y por encima de ella, un dominio y un gobierno conscientes por la Divinidad residente, adhsthâtrî devatâ, en la que el Purusha no es el juguete impotente dirigido por la Prakriti a través de la ignorancia, sino más bien donde la Prakriti está llena de la luz y de la voluntad del Purusha. Así pues, lo que es proyectado -creado, como decimos nosotros,- en el nacimiento normal, es la multitud de criaturas o de devenires, bhûtagrâmam;  en el nacimiento divino, lo que es proyectado, lo que es creado por sí mismo, es el ser consciente de sí mismo, auto-existente, âtmânam; porque la distinción vedántica entre âtmâ y bhûtâni es la que  hace la filosofía europea entre el Ser y sus devenires. En ambos casos, la Maya es el instrumento de la creación o manifestación; pero en el nacimiento divino, se trata de la Maya del Yo, âtmamâyayâ, no de la involución en la Maya inferior de la ignorancia, sino de la acción consciente, en su auto-representación fenoménica, de la Divinidad existente en sí, que sabe perfectamente cómo suceden las cosas y cuál es el fin perseguido, -lo que la Gîtâ, por otra parte, denomina Yogamâyâ. En el nacimiento ordinario, la Yogamâyâ es utilizada por el Divino para envolverse y ocultarse de la conciencia inferior, deviniendo así para nosotros el instrumento de la ignorancia, avidyâ-mâyâ; pero es por esta misma Yogamâyâ como el conocimiento de sí también es hecho manifiesto en el retorno de nuestra consciencia al Divino; ella es entonces el instrumento del conocimiento, vidyâ-mayâ; y en el nacimiento divino, es así como opera ella –en tanto que conocimiento que controla e ilumina las obras que se llevan a cabo ordinariamente en la ignorancia.

            El lenguaje de la Gîtâ muestra, entonces, que el nacimiento divino es el de la Divinidad consciente en nuestra humanidad, y opuesto esencialmente al nacimiento ordinario, aun cuando sean utilizados los mismos medios; no es, en efecto, el nacimiento en la Ignorancia, sino el nacimiento del conocimiento; no un fenómeno físico, sino un nacimiento del alma. Es la llegada del Alma al mundo en nacimiento en tanto que Ser auto-existente, que gobierna conscientemente su devenir y no perdido al  conocimiento de sí en la obscuridad de la ignorancia. Es el alma nacida en el cuerpo, en tanto que Señor de la Naturaleza, manteniéndose por encima de ella y operando en ella libremente por su propia voluntad, en vez de estar enredada y sin recursos, dando vueltas en el mecanismo, porque esta Alma actúa en el conocimiento y no, como hace la mayoría, en la ignorancia. Es el Alma secreta en todos que, desde su posición dominante no revelada, detrás del velo, pasa al primer plano para poseer totalmente, en un tipo humano, pero en tanto que Divino, el nacimiento que ordinariamente ella no  posee más que desde detrás del velo en calidad de Ishwara, mientras que la consciencia exterior delante del velo, está poseída más bien que en posesión, porque en este caso es un ser parcialmente consciente, el Jiva perdido para el conocimiento de sí, y encadenado en sus obras por el sometimiento fenoménico a la Naturaleza. Entonces, el Avatar2  es una manifestación directa en la humanidad, por obra de Krishna, el Alma Divina, de esta condición divina de ser a la que Arjuna, el alma humana, el tipo de ser humano más sobresaliente -un Vibhûti-, es apelado por el Maestro a elevarse, y a la que no puede subir más que escalando desde la ignorancia y la limitación de su humanidad ordinaria. Está arriba la manifestación de lo que nosotros  debemos desarrollar desde abajo; es el descenso de Dios a este nacimiento divino del ser humano al que nosotros, criaturas mortales, debemos elevarnos; es el atrayente ejemplo divino dado por Dios al hombre en el tipo y forma mismos y en el modelo perfecto de nuestra existencia humana.

1 nâham prakâsah sarvasya yogamâyâ-samâvrtah.

2 La palabra Avatar significa descenso; es un descenso del Divino por debajo de la línea que separa el  mundo o status divino del humano.

 

 

 

 

XVI

CÓMO LLEGA EL AVATÂR AL MUNDO

 

Vemos que el misterio de la Encarnación divina en el hombre, el hecho de que el Divino asuma el tipo humano y la naturaleza humana no es, desde el punto de vista de la Gîtâ, más que el otro aspecto del misterio eterno del nacimiento humano mismo, el cual va, en su esencia, aunque no en su apariencia fenoménica, seguido siempre de este mismo proceso milagroso. El yo eterno y universal de cada ser humano es Dios; incluso su yo personal es una parte de la Divinidad, mamaivâmsah, -no una fracción o fragmento, ciertamente, ya que no  podemos concebir a  Dios troceado en pequeñas piezas, sino una consciencia parcial de la Consciencia única, un poder parcial del Poder único, un deleite parcial de ser del mundo experimentado por el Deleite de ser único y universal, y por tanto, en la manifestación o, como decimos nosotros, en la Naturaleza, un ser limitado y finito del Ser único, infinito e ilimitado. El sello de esta limitación es una ignorancia por la cual él olvida, no sólo a la Divinidad de la cual procede, sino a la Divinidad que está siempre dentro de él, morando allí en el corazón secreto de su naturaleza,  ardiendo como un fuego oculto sobre el altar interior, en el santuario que es su consciencia humana.

            Él es ignorante porque tiene colocado sobre los ojos de su alma y de  todos sus órganos el sello de esta Naturaleza, Prakriti, Maya, por lo cual ha sido desplazado en la manifestación fuera del ser eterno de Dios; ella lo ha acuñado, como una moneda del metal precioso, de la substancia divina, pero recubierta de un espesa capa de la aleación de sus cualidades fenoménicas, sellada con su impronta y marca de humanidad animal, y aunque el signo secreto de la Divinidad esté allí, es, a primera vista, indistinguible,  y  siempre descifrable con dificultad, no siendo descubierto realmente salvo por esta iniciación en el misterio de nuestro ser, que diferencia una humanidad vuelta hacia  Dios de una humanidad vuelta hacia el mundo. En el Avatar, el Hombre  de nacimiento divino, la substancia real brilla a través del  revestimiento; la impronta del sello no está allí más que por la forma, la visión es la del Divino secreto, el poder de la vida es el del Divino secreto, y se manifiesta atravesando  los sellos de la naturaleza humana asumida; el signo del Divino, una señal espiritual interior, no exterior, no física, destacándose legible a todos para que lo lean quienes tengan interés por ver o que sepan ver; porque la naturaleza asúrica es siempre ciega para estas cosas, ve el cuerpo y no el alma, el ser exterior y no el interior, la máscara y no la Persona. En el nacimiento humano ordinario prevalece el aspecto de la Naturaleza del Divino universal asumiendo la humanidad; en la encarnación toma su lugar el aspecto de Dios del mismo fenómeno. En el uno él permite que la naturaleza humana tome posesión de su ser parcial y lo domine; en el otro toma posesión de su tipo de ser parcial y de su naturaleza y los domina divinamente. No por una evolución o por un ascenso, como el hombre ordinario, parece decirnos la Gîtâ, no por un crecimiento en el nacimiento divino, sino por un descenso directo a la substancia de la humanidad y un revestimiento de sus moldes.

            Pero es para ayudar a este ascenso o evolución por lo que se produce o es aceptado este descenso; esto lo expresa la Gîtâ muy claramente. Podríamos decir que tiene como fin ejemplificar la posibilidad de que el Divino se manifieste en el ser humano, de manera que pueda ver de qué se trata, y armarse del coraje para crecer en ese sentido. También tiene como objetivo  dejar vibrar la influencia de esta manifestación en la naturaleza terrestre, y el alma de esta manifestación presidiendo sobre el esfuerzo de ascensión de esta naturaleza. Es para dar un molde espiritual de humanidad divina en el que pueda derramarse el alma humana que busca. Es para dar un dharma, una religión, no un simple credo, sino un método de vida interior y exterior-, un camino, un regla, una ley de automodelación por los cuales el hombre pueda crecer hacia la divinidad. Y puesto que este crecimiento, este ascenso no es un mero fenómeno individual y aislado, sino, como todas las cosas en las actividades divinas del universo, un asunto colectivo, un trabajo, e incluso  el trabajo para la raza, el descenso también tiene como fin el asistir a la marcha de la humanidad, preservar la cohesión en las grandes crisis, romper las fuerzas de la gravitación descendente cuando devienen con demasiada presión, sostener o restaurar en la naturaleza humana el gran Dharma de la ley que oriente hacia Dios, preparar incluso, tan lejano como pueda estar, el reino de Dios, la victoria de los buscadores de la luz y de la perfección, sâdhûnâm, y el derrocamiento de aquellos que luchan en favor de la continuidad del mal y de la obscuridad. Todos estos son objetivos reconocidos del descenso del Avatar, y es generalmente por su trabajo como la masa de hombres busca distinguirlo, y  por lo que está dispuesta a rendirle culto. Es sólo el hombre espiritual quien ve una señal en esta naturaleza exterior del Avatar, en el símbolo de la vida humana, de la eterna Divinidad interior, haciéndose manifiesta en el dominio de su mente y  de su corporeidad humanas, de manera que puedan crecer en unidad con eso y ser poseídos por eso.  La manifestación divina de un Cristo, de un Krishna, de un Buddha, en la humanidad exterior tiene,  para su verdad interior, la misma manifestación del eterno Avatar interior en nuestra humanidad interior Lo que se ha hecho en la vida humana exterior de la tierra, puede repetirse en la vida interior de todos los seres humanos.

            Éste es el objeto de la encarnación; pero, ¿cuál es el método? En primer lugar tenemos la concepción racional o reductora de la naturaleza del Avatar, que no ve en él más que una manifestación extraordinaria de las cualidades morales, intelectuales y dinámicas más divinas por las que la humanidad corriente se encuentra sobrepasada. En esta concepción existe una cierta verdad. El Avatar es al mismo tiempo la Vibhûti. Este Krishna, que en su ser divino interior, es la Divinidad bajo una forma humana, es en su ser humano exterior el guía de su tiempo, el gran hombre de la tribu de los Vrishnis. Éste es el punto de vista partiendo de la Naturaleza, no del alma. El Divino se manifiesta a través de cualidades infinitas de Su naturaleza, y es su poder y su realización lo que mide la intensidad de Su manifestación. La vibhûti del Divino es, por lo tanto, en el plano impersonal, el poder manifiesto de Su naturaleza, es Su fluencia, bajo cualquier forma que sea, de Conocimiento, de Energía, de Amor, de Fuerza y de todo lo demás; en el personal, es en la forma mental y en el ser animado donde este poder es llevado a cabo y ejecuta sus grandes obras. La señal es siempre una preeminencia en esta realización interior y exterior, un gran poder para expresar el carácter divino y una energía efectiva.  La vibhûti humana es el héroe de la lucha de la raza  con la vista puesta en la realización divina, el héroe según la definición que da Carlyle al heroísmo, un poder de Dios en el hombre.  “Yo soy Vasudeva (Krishna) entre los Vrishnis, dice el Señor en la Gîtâ, Dhananjaya (Arjuna) entre los Pandavas, Vyasa entre los sabios, el poeta vidente Ushanas entre los poetas videntes,” el primero en cada categoría, el más grande de cada grupo, el más poderoso representante de las cualidades y de las obras, en las que se manifiesta el poder del alma característico de este grupo o de esta categoría.” Esta elevación de los poderes del ser es una etapa muy necesaria en el desarrollo de la manifestación divina. Cada gran hombre que se eleva por encima de nuestro nivel ordinario, eleva por ese mismo hecho  nuestra humanidad común; él es una seguridad viviente de nuestras posibilidades divinas, una promesa de la Divinidad, un estallido de Luz divina y un soplo del Poder divino.

            Es esta verdad la que subyace tras la tendencia natural humana a la deificación de los grandes espíritus y de los personajes heroicos; se pone de relieve con suficiente claridad  en el hábito de la mente hindú que ve fácilmente un Avatar parcial (amsa) en los grandes santos, en los grandes maestros, en los grandes fundadores; o más significativa en la creencia de los vishnuítas del Sur de que en algunos de sus santos estaban encarnadas las vivientes armas simbólicas de Vishnu –porque eso es lo que son todos los grandes espíritus: poderes vivientes y armas vivientes del Divino en la marcha ascendente y en la batalla. Esta idea es  inherente e inevitable en cualquier visión  mística o espiritual de la vida, que no traza inexora-blemente una línea entre el ser y naturaleza  del Divino y el ser y la naturaleza de nuestra humanidad; es el sentido del Divino en la humanidad.  Pero, sin embargo, la Vibhûti no es el Avatar; de otro modo, Arjuna, Vyasa, Ushanas serían tan Avatares como Krishna, aunque en un grado menor de poder que el de la condición de Avatar. La cualidad divina no es suficien-te; debe existir aquí la consciencia interior del Señor y del Yo gobernando la naturaleza humana por su presencia divina. La elevación del poder de las cualidades forma parte del devenir, bhûtagrâma; es un ascenso en la manifestación ordinaria; en el Avatar existe la manifestación especial, el nacimiento divino de arriba, la Divinidad universal y eterna descendida a una forma de la humanidad individual, âtmânam srjâmi, y consciente no sólo detrás del velo, sino también  en la naturaleza exterior.

            Existe una idea intermedia, una noción más mística de la naturaleza del Avatar, que supone que un alma humana invita a que se produzca este descenso en su interior; y es, o bien  poseída por la consciencia divina, o se convierte en un reflejo o en un canal efectivos de ella. Esta noción está basada en ciertas verdades de la experiencia espiritual. El nacimiento divino en el hombre, su ascensión, es en sí mismo un expansión de la consciencia humana en la consciencia divina, donde se pierde su yo separado cuando esta expansión se halla en su apogeo más intenso. El alma sumerge su individualidad en un ser infinito y universal, o la pierde en las alturas de un ser trascendente; llega a ser una con el Yo, el Brahman, el Divino o,  como se dice algunas veces de forma más absoluta, llega a ser el Yo único, el Brahman, el Divino. La Gîtâ misma habla del alma que llega a ser el Brahman,  brahmabhûta,  y, debido a eso, reside  en el Señor, en Krishna; pero no dice, y esto debe ser tenido muy en cuenta, que ella llega a ser el Señor o el Purushottma, aunque declare que el jiva en sí mismo es siempre el Îshwara, el ser parcial del Señor, mamaivâmsah. Porque esta unión más grande, este devenir más alto forma parte  todavía del ascenso; entonces es al nacimiento divino al que accede cada jiva, no al descenso de la Divinidad, no a la naturaleza del Avatar, sino, todo lo más, a la cualidad de Buddha según la doctrina de los budistas: el alma es tomada de su presente individualidad mundana y despertada a una superconsciencia infinita. Lo cual no necesita ir acompañado ni de la consciencia interior ni de la acción característica del Avatar.

            Por el contrario, esta entrada en la consciencia divina puede ir a la par de una acción refleja del Divino,  penetrando o pasando al frente en las partes humanas de nuestro ser, derramándose en la naturaleza, en las actividades, en la mente, e incluso en el cuerpo  del hombre; y esto puede muy bien ser, al menos, un estado parcial del Avatar. El Señor se mantiene en el corazón, dice la Gîtâ, -por éste ella entiende, por supuesto, el corazón del ser sutil, el núcleo de las emociones, de las sensaciones, de la consciencia mental, donde tiene su sede igualmente el Purusha individual, -pero se mantiene allí velado, envuelto por su Maya.  Sin embargo, por encima, en un plano que está dentro de nosotros, pero por ahora supraconsciente para nosotros, llamado cielo por los antiguos místicos, se encuentran juntos el Señor y el jiva, revelados como estando en un ser de una única esencia, el Padre y el Hijo de ciertos simbolismos, el Ser divino y el Hombre divino que procede de Él, nacido de la Naturaleza divina superior1, la virgen Madre, parâ prakrti, parâ mâyâ, en la naturaleza inferior o humana. Éste parece ser el contenido de la doctrina cristiana de la Encarnación:  en la Trinidad que presenta, el Padre está por encima, en el Cielo interior; el Hijo o la Prakriti suprema llega a ser el jiva de la Gîtâ, que, en tanto que Hombre divino, desciende sobre la tierra, en el cuerpo mortal; el Espíritu Santo, el Yo puro, la consciencia bráhmica es lo que hace que ellos sean uno, y esto también en lo que ellos comunican; porque se nos habla del Espíritu Santo que desciende sobre Jesús, y es el mismo descenso el que introduce los poderes de la consciencia superior en la simple humanidad de los Apóstoles.

            Pero la consciencia divina superior del Purushottama también puede ella misma descender a la humanidad y la del Jiva desaparecer en ella. Esto es lo que, dicho por sus contemporáneos, ocurrió en la transfiguraciones ocasionales de Chaitanya cuando él, que en su consciencia normal, no era más que el amante y el devoto del Señor y rechazaba toda deificación, llegó a ser en estos momentos anormales el Señor mismo y, en tanto que tal, hablaba y actuaba, con todo el desbordamiento de luz,  amor y poder de la Presencia divina. Suponiendo que esta fuera allí la condición normal, que el recipiente humano no fuera nada  más que un vaso de esta Presencia divina y de esta Consciencia divina, nosotros tendríamos el Avatar  en el sentido de esta idea intermediaria de la encarnación. Esto se recomienda fácilmente como posibilidad para nuestras nociones humanas; porque si el ser humano puede elevar su naturaleza tanto como para percibir una unidad con el ser del Divino y de sentir que él no es más que un simple canal de esta consciencia, de esta luz, de este poder, de este amor, que su propia voluntad y personalidad están perdidas en esta voluntad y en este ser -y éste es un status espiritual reconocido-, entonces no existe imposibilidad inherente para que la acción refleja de esta Voluntad, de este Ser, de este Poder, de este Amor, de esta Luz, de esta Consciencia, ocupen toda la personalidad del jiva humano. Y esto no sería simplemente un ascenso de nuestra humanidad en el nacimiento divino y en la naturaleza divina,  sino un descenso del Purusha divino en la humanidad, un Avatar.

            La Gîtâ, sin embargo, va mucho más lejos. Habla claramente de que es el Señor mismo quien nace; Krishna habla de sus numerosos nacimientos pasados, y sus palabras ponen en evidencia que no es simplemente del ser humano receptivo sino del Divino de quien hace esta afirmación, sirviéndose del propio lenguaje que el Creador, el mismo que empleará cuando tenga que describir su creación del mundo. “Aunque soy el Señor, no nacido de criaturas, creo (proyecto) Mi ser por Mi Maya,” presidiendo sobre las acciones de Mi Prakriti. Aquí no hay ninguna cuestión del Señor y del jiva humano, o del Padre y del Hijo, el Hombre divino, sino sólo del Señor y de Su Prakriti. El Divino, por efecto de Su Prakriti, desciende y viene al mundo en la forma y el tipo humanos que ella Le ofrece, y aunque consienta, aunque quiera actuar en la forma, en el tipo y en el molde de la humanidad, él aporta a ella la Consciencia divina y el Poder divino; y, en tanto que alma y que mora dentro y por encima, adhisthâya, gobierna en el cuerpo las acciones de la Prakriti. Desde arriba gobierna siempre, de hecho porque gobierna así toda la naturaleza, siempre, incluida la humana; desde dentro, también gobierna siempre, aunque oculto, toda la naturaleza; la diferencia aquí es que él se manifiesta, que la naturaleza es consciente de la Presencia divina como Señor, como Habitante, y no lo hace por su voluntad secreta desde lo alto, “la voluntad del Padre que está en los cielos”, sino que es por su voluntad completamente clara y directa como él mueve la naturaleza. Y parece no existir aquí ningún espacio para la intermediación humana; porque es recurriendo a su propia naturaleza,  prakrtim svâm, y no a la naturaleza particular del jiva  como el Señor de todas las existencias toma, de esa manera, sobre sí mismo el nacimiento humano.

            Ésta es una doctrina dura de decir, algo difícil de aceptar por la razón humana;  y por un motivo obvio, a causa de la humanidad manifiesta del Avatar.  El Avatar es siempre un fenómeno dual, de divinidad y humanidad; el Divino toma sobre Sí la naturaleza humana con todas sus limitaciones exteriores y las convierte en circunstancias, medios, instrumentos de la consciencia divina y del poder divino, un recipiente del nacimiento divino y de las obras divinas. Pero ciertamente debe ser así, ya que, de otro modo, no se cumple el objeto del nacimiento del Avatar; puesto que este objeto es precisamente mostrar que del  nacimiento humano, con todas sus limitaciones, se puede hacer un medio y en un instrumento adecuados para el nacimiento divino y para las obras divinas; justamente para mostrar que el tipo humano de consciencia puede ser compatible con la esencia divina de la consciencia que se hace manifiesta, puede convertirse en su recipiente, llegar a ser una conformación más íntima con ella gracias a un cambio de su molde y a una elevación de sus poderes de luz, de amor, de fuerza y de pureza; y también para mostrar cómo puede hacerse esto. Si el Avatar fuera a actuar de un modo completamente supranormal, este objeto no podría ser realizado. Un Avatar meramente supranormal o milagroso es un absurdo carente de sentido; no es que sea necesaria una ausencia total del uso de poderes supranormales, tales como los así denominados milagros sobre la salud  atribuidos a Cristo, porque el uso de los poderes supranormales es completa-mente una posibilidad en la naturaleza humana; pero no existe ninguna necesidad de esto en absoluto, ni en ningún caso es el fondo del problema; por otra parte, no se avanzaría nada si la vida del Avatar no fuera sino un juego de fuegos artificiales supranormales. El Avatar no debe aparecer como un mago taumatúrgico, sino como el guía divino de la humanidad y el modelo de una humanidad divina. Debe asumir incluso la aflicción humana y sufrimiento físico y utilizarlos de manera que muestre, en primer lugar, cómo puede ser este sufrimiento un medio de redención, -como así lo hizo Cristo-; a continuación  para mostrar cómo, habiendo sido asumido este dolor por el alma divina en la naturaleza humana, puede también ser vencido en la misma naturaleza, -como lo hizo Buda. El racionalista que, parece,  habría gritado a Cristo: “Si Tú eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz.”;  o quien señala sagazmente que el Avatar no era divino ya que murió, y además por enfermedad, -como un perro-, no sabe lo que dice: porque no ha entendido la raíz de todo el problema. El Avatar de la aflicción y del sufrimiento debe venir incluso antes de que pueda existir el Avatar de la dicha divina; es preciso asumir la limitación humana para mostrar cómo puede ser vencida; y el modo y la extensión de esta victoria, sea sólo interior o también exterior, depende del estadio del avance humano; no debe ser consecuencia de un milagro no humano.

            La pregunta que se plantea entonces -y ésta es la única dificultad real, porque aquí el intelecto se muestra vacilante y tropieza en sus propios límites-, es  saber cómo son asumidos esta mente y este cuerpo humanos. Porque no fueron creados súbitamente y de una sola pieza, sino por alguna especie de evolución, física o espiritual, o por ambas. En efecto, el descenso del Avatar,  del mismo modo que el nacimiento divino desde otro lado, es esencialmente un fenómeno espiritual, como lo muestra el âtmânam srjâmi de la Gîtâ, es un nacimiento del alma; pero además también hay aquí un nacimiento físico simultáneo. ¿Cómo fueron, pues, creados esta mente y este cuerpo humanos del Avatar? Si suponemos que el cuerpo es siempre creado por la evolución hereditaria, por la Naturaleza inconsciente, e inmanente en ella, por su espíritu de Vida, sin la intervención del alma individual, la cuestión se simplifica. Un cuerpo mental y físico es preparado adecuadamente para la encarnación divina, por una herencia pura o grande, y la Divinidad que desciende toma posesión de él. Pero la Gîtâ, justamente en este pasaje, aplica, con bastante audacia, la doctrina de la reencarnación para el Avatar mismo.  Ahora bien, en la teoría habitual de la reencarnación, el alma que se reencarna decide ella misma, según su evolución espiritual y psicológica pasada, y de algún modo prepara su propio cuerpo físico y mental. El alma prepara su propio cuerpo, el cuerpo no es preparado para ella sin alguna referencia al alma. Entonces, ¿debemos suponer un Avatar eterno o continuo,  desarrollando él mismo, diríamos, su propia adecuación mental y física según las necesidades y las pautas de la evolución humana y apareciendo así de tiempo en tiempo, yuge yuge? Con tal espíritu, alguien interpretaría las diez reencarnaciones de Vishnu: primero bajo formas animales; después en el hombre-animal; a continuación en el alma del hombre-enano, Vamana; en el hombre asúrico y violento, Rama  del hacha; en el hombre en la naturaleza divina que es un Rama más grande; en el hombre espiritual despierto, el Buddha; y, precediéndole en el tiempo, pero colocado al final, la humanidad divina completa, Krishna -porque el último Avatar, Kalki, no hace más que completar la obra comenzada por Krishna,- lleva a cabo con toda su potencia la gran batalla que los Avatares precedentes prepararon con todas sus potencialidades. Esto es algo difícil de ser asumido como verdadero por nuestra mentalidad moderna, pero el lenguaje de la Gîtâ parece exigirlo. O bien, la Gîtâ al no resolver expresamente el problema, nosotros mismos podemos resolverlo de algún otro modo, diciendo  que el cuerpo está preparado por el jiva, pero asumido desde el nacimiento por la Divinidad; o que está preparado por alguno de los cuatro Manus, catvâro manavah, de la Gîtâ, los Padres espirituales de cada mente y de cada cuerpo humanos. Esto enlaza de lejos con el campo de la mística al que la razón moderna es todavía reacia a acceder; pero una vez que hemos admitido la realidad del Avatar, una vez que hemos penetrado en ella, podemos también transitar por ella con paso decidido.

            En esto reside la doctrina de la encarnación del Avatar, según la Gîtâ. Hemos tenido que fijarnos detenidamente en este aspecto de su método, como lo hicimos con el planteamiento de saber si esta encarnación es posible, porque es necesario  considerarla y afrontar las dificultades que la mente razonadora del hombre es susceptible de oponerle. Es verdad que el carácter físico del Avatar no ocupa un espacio amplio en la Gîtâ; pero, sin embargo, tiene un lugar preciso en el encadenamiento de sus enseñanzas y se sobreentiende en el conjunto del esquema, articulándose alrededor de la idea de que el Avatar conduce a la vibhûti, el hombre que se ha elevado a las más altas cimas de la simple humanidad, al nacimiento divino y a las obras divinas. Tampoco es necesario poner en duda que el descenso interior de la Divinidad para elevar el alma humana a Ella misma es lo principal, - lo que cuenta es el Cristo interior, el Krishna interior, o el Buda interior. Pero así como la vida exterior es de una inmensa importancia para el desarrollo interior, así también la encarnación del Avatar externo es de una formidable importancia para esta gran manifestación espiritual. La consumación en el símbolo mental y físico ayuda al crecimiento de la realidad interior; seguido de lo cual la realidad interior se expresa con un poder mayor en una más perfecta simbolización de ella misma a través de la vida exterior. Entre estas dos, entre la realidad espiritual y la expresión mental y física, que no dejan de influenciarse mutuamente, la manifestación del Divino en la humanidad ha elegido moverse siempre en los ciclos de su ocultación y de su revelación.

 

 

 

 

XVII

EL NACIMIENTO DIVINO Y LAS OBRAS DIVINAS

 

La obra para la que desciende el Avatar tiene, como su nacimiento, un doble sentido y una doble forma. Tiene un aspecto exterior donde la fuerza divina actúa sobre el mundo externo con el fin de mantener y reorganizar en él la ley divina, por la cual la humanidad, en su esfuerzo hacia Dios, es preservada de una regresión decisiva; y, al contrario, arrastrada hacia adelante de forma determinante a pesar de la ley de acción y reacción, del ritmo de avance y recaída en los que se mueve la Naturaleza. Tiene también un aspecto interior, donde la fuerza divina de la consciencia dirigida hacia Dios actúa sobre el alma del individuo y sobre el alma de la raza, de manera que puedan recibir nuevas formas de revelación del Divino en el hombre, y ser sostenidas, renovadas y enriquecidas en su poder de despliegue ascendente. El Avatar no desciende simplemente para una gran acción exterior, como el sentido pragmático en la humanidad está con demasiada frecuencia tentado a creer. La acción y el evento no tienen ningún valor en sí mismos, lo adquieren solamente en la fuerza que representan y en la idea que simbolizan y cuya fuerza está allí para servir.

            La crisis en la que aparece el Avatar, aunque parezca ser a los ojos externos una crisis de acontecimientos  y de grandes cambios materiales, es siempre en su base y en su significado real una crisis en la consciencia de la humanidad en el momento en que ésta debe sufrir alguna modificación importante y efectuar un nuevo desarrollo. Para esta acción, para este cambio, es necesaria una fuerza divina; pero la fuerza varía siempre en función del poder de la consciencia que ella encarna; de ahí la necesidad de que se manifieste una consciencia divina en la mente y en el alma de la humanidad. De hecho, allí donde el cambio es fundamentalmente intelectual y práctico, la intervención del Avatar no es necesaria; hay una gran elevación de la consciencia, una gran manifestación de poder en la que los hombres son, por un tiempo, remontados por encima de sus yoes normales, y las crestas de esta oleada de la consciencia y del poder se encuentran en algunos individuos excepcionales –vibhûtis-, cuya acción, guiando la acción general, es suficiente para el cambio previsto. La Reforma en Europa y la Revolución Francesa fueron crisis de este carácter; no grandes acontecimientos espirituales, sino cambios intelectuales y prácticos; el uno, en el plano de las ideas, de las formas y de los motivos religiosos; el otro, en el las ideas, de las formas, y de los motivos sociales y políticos; y la modificación de la consciencia general provocada fue mental y dinámica, no espiritual. Pero cuando la crisis contiene un germen o una intención espirituales, entonces aparece, como su promotor o guía, una manifestación completa o parcial de la consciencia de Dios en una mente humana y en un alma humana. Éste es el Avatar.

            La acción exterior del Avatar queda descrita en la Gîtâ como la restauración del Dharma; cuando, de tiempo en tiempo, el Dharma se debilita, languidece, pierde su vigor, y se levanta su opuesto, potente y opresivo,  entonces el Avatar  viene a restituirlo; y como estas cosas, en tanto ideas, están siempre representadas por cosas, en tanto que acción, y por seres humanos que obedecen a su impulso, su misión es, en sus términos más humanos y exteriores, aliviar a los buscadores del Dharma, que son oprimidos por el reino de la obscuridad, que no desea el progreso, y destruir a los autores del mal que buscan mantener la negación del Dharma. Pero al lenguaje utilizado puede dársele fácilmente una connotación pobre e insuficiente que despojaría al hecho del Avatar toda su profundidad espiritual de significado. Dharma es una palabra que tiene una significación ética y práctica, natural y filosófica, religiosa y espiritual, y puede ser utilizada en cualquiera de estos sentidos con exclusión de los demás: en un sentido puramente ético, puramente filosófico o puramente religioso. En el plano ético, Dharma quiere decir la ley de la rectitud, la regla moral de conducta, o, con un sentido todavía más exterior y práctico, la justicia social y política, o incluso simplemente la observancia de la ley social. Si la palabra se emplea en este sentido  nos hará comprender que cuando prevalecen la falta de probidad, la injusticia y la opresión, el Avatar desciende para liberar a los buenos y destruir a los malvados, acabar con la injusticia y la opresión y restaurar el equilibrio ético de la humanidad.

            Es así como, según la representación popular y mítica del Avatar Krishna,  la injusticia de los Kurus, tal como la personificaban Duryodhana y sus hermanos, llegó a ser un fardo tan pesado para la tierra,  que ésta debió invocar a Dios para que descendiera y aligerara su carga; en consecuencia, Vishnu, encarnado en Krishna, liberó a los Pandavas oprimidos y aniquiló a los injustos Kauravas. Una representación similar se da del descenso de los avatares que precedieron a Vishnu: de Rama,  destruyendo la injusta opresión de Râvana; de Parashurama, destruyendo la licencia injusta de las casta militar y principesca, los Kshatriyas; del enano Vâmana, destruyendo el gobierno del titán Bali.  Pero, obviamente, la misión puramente práctica, ética, o social y política del Avatar, a la que de ese modo se le da una forma popular y mítica, no ofrece una visión exacta del fenómeno que es la existencia del Avatar. Ella no cubre su sentido espiritual; y si esta utilidad exterior fuera todo, tendríamos que excluir al Buddha y al Cristo, cuya misión fue, en todo caso, no la de destruir a los malvados y liberar a los buenos, sino traer a todos los hombres un nuevo mensaje espiritual y una nueva ley de desarrollo divino y de realización espiritual. Por contra, si aplicamos al término dharma sólo su sentido religioso, según el cual se significa  una ley de vida espiritual y religiosa, encontra-remos, efectivamente, el núcleo del asunto, pero nos arriesgaremos a dejar de lado una parte muy importante de la obra realizada por el Avatar. En la historia de las encarnaciones divinas vemos siempre el doble aspecto de la obra, e inevitablemente -porque el Avatar se hace cargo de las operaciones de Dios en la vida humana-, el camino seguido por la Voluntad y Sabiduría divinas en el mundo; y esta obra siempre se lleva a cabo externamente además de internamente, por un progreso interior en el alma y por un cambio exterior en la vida.

            El Avatar puede descender como gran maestro espiritual y como salvador, tales como el Cristo, el Buddha; pero una vez finalizada su manifestación en la tierra, su obra siempre conduce, sin embargo, a un cambio profundo y poderoso, no sólo en la vida ética, sino también en la vida social y exterior, y en los ideales de la humanidad. Puede, por otra parte, descender como encarnación de la vida divina, de la personalidad y del poder y divinos en su acción característica para una misión ostensiblemente social, ética y política, como lo muestra la historia de Rama o de Krishna; pero también entonces este descenso llega a ser en el alma de la raza un poder permanente para la vida interior y el renacimiento espiritual. Es, evidentemente, curioso notar que el efecto permanente, vital y universal del budismo y del cristianismo, ha sido la fuerza de sus ideales éticos, sociales y prácticos, y su influencia incluso sobre los hombres y épocas que rechazaron sus creencias, sus formas y disciplinas religiosas y espirituales; el hinduísmo que rechazó a Buddha, a su sangha y a su dharma, sigue conservando la huella indeleble de la influencia social y ética de budismo, y de su efecto sobre las ideas y la vida de la raza; mientras que en la Europa moderna, cristiana solamente de nombre, el humanitarismo -en la esfera ética y social- y la aspiración a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad -en la esfera política y social- son la traducción de las verdades espirituales del cristianismo, siendo realizados, especialmente la segunda, por hombres que rechazaron agresivamente la religión cristiana y la disciplina espiritual, y en una época que, en su esfuerzo intelectual de emancipación, intentaba despojarse del artículo de fe que representaba el cristianismo. Por el contrario, la vida de Rama y la de Krishna pertenecen al pasado prehistórico y no nos han llegado más que a través de la poesía y de la leyenda, e incluso pueden ser consideradas como mitos; pero es completamente irrelevante que las veamos como mitos o como hechos históricos, porque su verdad y valor permanentes yacen, en su persistencia, como formas, presencias e influencias espirituales en la consciencia interior de la raza y en la vida del alma humana. La existencia del Avatar es un hecho de la vida y de la consciencia divinas que puede realizarse en una acción exterior, pero debe persistir, una vez acabada esta acción y cumplido su trabajo, en una influencia espiritual; o puede realizarse en una influencia y en una enseñanza espirituales, pero, aun cuando la nueva religión o la nueva disciplina queden extinguidas, debe mantenerse su efecto permanente en el pensamiento, en el temperamento y en la vida exterior de la humanidad.

            Entonces, para comprender la descripción que nos da la Gîtâ de la obra del Avatar, debemos asumir la idea del Dharma en su concepción más rica, más profunda y más vasta, considerándolo como la ley interior y exterior por la que la Voluntad y la Sabiduría divinas elaboran la evolución espiritual de la humanidad, así como sus circunstancias y sus efectos en la vida de la raza. El Dharma, en la concepción hindú, no es simplemente el bien, el derecho, la moral, la justicia, la ética; es también el gobierno íntegro de todas las relaciones del hombre con los demás seres, con la Naturaleza, con Dios, considerado desde el punto de vista de un principio divino que se resuelve en formas y leyes de acción, en formas de vida interior y exterior, en ordenanzas que conciernen a todo género de relaciones en el mundo. El Dharma1 es a la vez lo que nos sostiene y lo que mantiene la cohesión de nuestras actividades interiores y exteriores. En su sentido primario, el término designa una ley fundamental de nuestra naturaleza que condiciona secretamente todas nuestras actividades; y, en este sentido, cada ser, cada tipo, especie, individuo o grupo, tienen su propio dharma. Después está la naturaleza divina, que debe desarrollarse y manifestarse en nosotros, y, en tal dirección, dharma significa la ley de las operaciones interiores por las que esta naturaleza crece en nuestro ser. En tercer lugar tenemos la ley con la que gobernamos la proyección de nuestro pensamiento y acción, así como nuestras relaciones con los demás, con el fin de ayudar lo mejor posible y a la vez, tanto a nuestro propio crecimiento como al de la raza humana hacia ideal divino.

            Generalmente se habla del dharma como de algo eterno e inmutable, y esto es así en su principio fundamental, en el ideal; sin embargo, sus formas está cambiando y evolucionando sin cesar, porque el hombre no posee todavía el ideal, o no vive en él, sino que aspira a él más o menos perfectamente, crece en su conocimiento y puesta en práctica. Y en este crecimiento, el dharma es todo lo que nos ayuda a crecer en pureza, amplitud, luz,  libertad, poder, fuerza, alegría, amor, bondad, unidad, belleza divinos; y contra él se levanta su sombra y su negación, todo lo que resiste a su crecimiento y no ha experimentado su ley, todo lo que no ha revelado ni desea revelar el secreto de sus valores divinos, sino que presenta una visión de perversión y contradicción, impureza, estrechez, servidumbre, obscuridad, enfermedad, vileza, discordia, sufrimiento y división; se oponen lo repugnante y lo grosero, todo lo que el hombre debe dejar tras sí en su progreso. Tal es el adharma, el no-dharma, que lucha contra el dharma e intenta vencerlo, para arrastrar las cosas hacia atrás y hacia abajo, la fuerza reaccionaria que trabaja para el mal, la ignorancia y la obscuridad. Entre los dos existe una batalla y una lucha perpetuas, una oscilación entre la victoria y el fracaso en la que algunas veces prevalecen las fuerzas dirigidas hacia lo alto, y otras, las dirigidas hacia lo bajo. Esto ha sido ilustrado en la imagen védica de la lucha entre los poderes divinos y las potencias titánicas, entre los hijos de la Luz y de la Infinitud indivisa y los hijos de la Obscuridad y de la División, representados en el zoroastrismo  por Ahuramazda y por Ahriman respectivamente; y en las religiones posteriores, en  la contienda entre Dios y sus ángeles, por una parte, y Satán o Iblis y sus demonios, por la otra,  para la posesión de la vida humana y del alma humana.

            Estas son cosas que condicionan y determinan la labor del Avatar. En la fórmula búdica, el discípulo se protege de todo lo que se opone a su liberación en tres poderes: el dharma, el sangha, el Buddha. Igualmente, en el cristianismo tenemos la norma de vida cristiana, la Iglesia  y el Cristo. Estos tres son siempre los elementos necesarios de la obra del Avatar. Él da un dharma, una ley de auto-disciplina por la cual se supera la vida inferior y se entra en la superior; e incluye necesariamente una regla de acción y de relaciones con nuestros semejantes y con los demás seres, un esfuerzo sobre el óctuple sendero, o el mandato de la fe, del amor y de la pureza, o cualquier otra revelación análoga de la naturaleza de lo divino en la vida. Así pues, al mostrarse en el hombre que todas sus tendencias tienen un aspecto colectivo, además del individual, y que aquellos que siguen un sendero, lo hacen, por naturaleza, agrupados en una comunidad y en una unidad espirituales, el Avatar establece el sangha , la comunidad y la unión de aquellos que unifican su personalidad y su enseñanza. La misma tríada existe en el vishnuísmo: bhâgavata, bhakta, bhagavân, -el bhâgavata, que es la ley de la dispensación, del amor y de la adoración del vishnuíta; el bhakta, representando la comunidad de aquellos en los que se manifiesta esta ley; el bhagavân, el Amante y el Amado divinos en el ser y en la naturaleza de quien se fundamenta y realiza la ley divina del amor. El Avatar representa este tercer elemento, la personalidad divina, la naturaleza divina, y el ser divino que es el alma del dharma y del sangha, los impregna de sí mismo, los conserva vivos y atrae a los hombres hacia la felicidad y la liberación.

            En la enseñanza de la Gîtâ, que es más universal y compleja que otras enseñanzas y disciplinas especializadas, estas cosas asumen un significado más vasto.  Porque la unidad aquí es la unidad vedántica que abarca todo y mediante la cual el alma ve todo en sí misma,  se ve a sí misma en todo y se hace una con todos los seres. El dharma consiste, por lo tanto, en la elevación de todas las relaciones humanas  a un significado divino superior; eleva, impregnándola de consciencia bráhmica, la regla de la que parte, la regla ética, social y religiosa establecida, que mantiene unida toda la comunidad en la que vive el buscador de Dios; la ley que él da es la ley de la unidad, de la igualdad, de la acción liberada, sin deseo, gobernada por Dios, del conocimiento de Dios y de sí mismo, iluminando y atrayendo a ella toda la naturaleza y toda la acción, conduciéndolas hacia el ser divino  y hacia la consciencia divina, y la ley del amor de Dios en tanto que poder supremo y coronamiento del conocimiento y de la acción. La idea de comunidad y de ayuda mutua en el amor de Dios, y la búsqueda de Dios, que está en la base de la idea del sangha o colectividad divina, es introducida cuando la Gîtâ habla de la búsqueda de Dios a través del amor y de la adoración, pero el sangha verdadero de esta enseñanza es toda la humanidad. El mundo entero se mueve en la dirección de este dharma, cada uno según su capacidad -“Éste es Mi sendero que, de cualquier modo, siguen los hombres-”, y el buscador de Dios, llegando a ser uno con todos, haciendo suyas su alegría, su tristeza y toda su vida, el hombre liberado convertido ya en un solo ser con todos los seres, vive en la vida de la humanidad, vive para el Yo único en la humanidad, para Dios en todos los seres, actúa para el lôkasangraha, para el mantenimiento de todos en su dharma y en el Dharma, para el mantenimiento de su crecimiento en todos sus estadios y en todos sus caminos hacia el Divino. Porque aquí, el Avatar, aunque se manifiesta con el nombre y forma de Krishna, no exclusiviza  esta forma única de su nacimiento humano, sino que subraya lo que éste representa, el Divino, el Purushottama, del que todos los Avatares son los nacimientos humanos, del que todas las formas y todos los nombres de la Divinidad que adoran los hombres son las representaciones. La vía que  Krishna hace conocer aquí es, evidentemente, presentada como la vía por la que el hombre puede alcanzar el conocimiento verdadero y la liberación verdadera, pero es una  vía que incluye todos los caminos en lugar de excluirlos. Porque el Divino asume en su universalidad todos los Avatares, todas las enseñanzas y todos los dharmas.

            La Gîtâ pone el acento sobre la lucha de la que el mundo es el teatro de operaciones, y muestra dos aspectos: la lucha interior y la batalla exterior. En la lucha interior, los enemigos están dentro, en el individuo, y la condena a muerte del deseo, de la ignorancia, del egoísmo, representa la victoria. Pero hay igualmente una lucha exterior entre los poderes del Dharma y los del Adharma en la colectividad humana. Los primeros están sostenidos por la naturaleza divina, la  naturaleza en la imagen de Dios, y por aquellos que la representan o se esfuerzan por su realización en la vida humana; los segundos, por la naturaleza titánica o demoníaca, asúrica y rakshásica, cuyo principal rasgo es un egoísmo violento, y por aquellos que la representan y se esfuerzan por satisfacerla. Ésta es la guerra de los dioses y de los titanes, de cuyo símbolo está llena la antigua literatura hindú; la lucha del Mahâbhârata, de la que Krishna es el protagonista central, está representada con frecuencia en esta imagen; los Pandavas, que luchan por el establecimiento del reino del Dharma, son aquí los hijos de los Dioses, sus poderes bajo formas humanas; sus adversarios son encarnaciones de los poderes titánicos, asuras. También viene el Avatar a ayudar en este combate exterior, directa o indirectamente, para destruir el reino de los asuras, de los malvados, y para sofocar en ellos el  poder que representan y restaurar los ideales  oprimidos del Dharma. Viene a aproximar a la colectividad el reino de los cielos sobre la tierra, así como a construir el reino de los cielos dentro del alma humana individual.

            El fruto interior de la venida del Avatar lo consiguen aquellos en quienes esta venida enseña la naturaleza verdadera del nacimiento divino y de las obras divinas, y en aquellos que

llenando su consciencia de él, a la vez que todo su ser se refugia en él, manmayâ mâm upâsritâh-, purificados por la fuerza realizadora de su conocimiento y liberados de la naturaleza inferior-, acceden al ser divino y a la naturaleza divina, madbhâvam. El Avatar viene a revelar la naturaleza divina en el hombre por encima de esta naturaleza inferior, y a mostrar lo que son las obras divinas, libres, sin egoísmo, desinteresadas, impersonales, universales, llenas de luz divina, del poder divino y del amor divino. Llega como personalidad divina que debe llenar la consciencia del ser humano y reemplazar su limitada personalidad egoísta, de manera que, liberada del ego, ingrese en la infinitud y en la universalidad, y que, no sujeta ya al nacimiento, entre en la inmortalidad. Viene en tanto que poder divino y en tanto que amor divino que llama a los hombres para que vayan a él y busquen  refugio en él, y no ya en la insuficiencia de sus voluntades humanas y en los conflictos de sus miedos, de su ira y de sus pasiones humanas, y para que, liberados de toda esta inquietud y sufrimiento, vivan en la calma y en la felicidad del Divino.2 Ni la forma ni el nombre bajo los que viene, ni el aspecto del Divino que muestra, tienen una importancia esencial; porque, de todos modos, según las variaciones de su naturaleza, los hombres siguen el sendero que les traza el Divino y que al final ha de conducirles a Él; y el aspecto del Divino  que conviene a su naturaleza es el que ellos pueden seguir mejor cuando Él viene a guiarles; de cualquier forma que los hombres acepten a Dios, Le amen y se alegren en Él, de esa misma forma Dios los acepta, los ama y se alegra en ellos. Ye yathâ mâm prapadyante tâms tathaïva bhadjâmyaham.

1La palabra significa la acción de tener, de la raíz dhri, tener.

2 janma karma ca me divyam evam yo vetti tattvatah,

tyaktvâ deham punarjanma naiti mâm eti so’rjuna

vitarâgabhayakrodhâ manmayâ mâm upâsritâh

bahavo jñânatapasâ pûtâ madbhâvam âgatâh.

 

 

 

 

XVIII

EL OBRERO DIVINO

 

Alcanzar el nacimiento divino -un nacimiento nuevo y divinizante del alma en una consciencia superior-, y, a la vez, llevar a cabo las obras divinas, en tanto que constituyen, antes de ser alcanzado, un medio que tiende hacia él, y su expresión, una vez alcanzado,  tal es, pues, todo el Karmayoga de la Gîtâ-. La Gîtâ no intenta definir las obras por ningún signo externo merced al cual pueda reconocerlas una mirada externa, y la crítica mundana evaluar-las; renuncia, deliberadamente, incluso a las distinciones éticas ordinarias por las que los hombres buscan guiarse a la luz de la razón humana. Las señales por las que ella distingue las obras divinas son todas profundamente íntimas y subjetivas; la marca por la que se reconocen es invisible, espiritual, supraética.

            No son reconocibles más que a la luz del alma, de la cual provienen. Porque, dice la Gîtâ, “lo que es la acción y lo que es la inacción, en cuanto a esto, incluso los sabios están desconcertados y se engañan”; porque, juzgando a partir de normas prácticas, sociales, éticas, intelectuales,  su discriminación reposa en hechos ocasionales y no va a la raíz  del problema; “Yo te haré conocer esta acción cuyo conocimiento te liberará de todo mal. Uno debe poseer el entendimiento de la acción, y también el de la acción falsa y el de la inacción; obscura y enmarañada es la vía de las obras.” La acción en el mundo es semejante a una selva profunda, gahana, por la cual, tropezando,  el hombre va avanzando como mejor puede, a la luz de las ideas de su tiempo, de las normas de su personalidad, de su medio, o, más bien, de numerosas épocas, de numerosas personalidades, de muchos estratos de pensamiento y de ética; todo ello producto de muchas etapas sociales, inextricablemente confuso, temporal y convencional, en medio de toda su pretensión de absolutez y de verdad inmutable; empírico e irracional, a pesar de su remedo de razón justa. Y finalmente, el sabio, que en todo esto busca la fundamentación soberana de una ley fija y de una verdad original, se encuentra obligado a plantearse la última y suprema cuestión: saber si toda acción y la vida misma, no es sino una ilusión y una trampa, y si el cese de la acción, akarma, no es sino el último recurso del alma humana, cansada y desilusionada. Pero, dice Krishna, incluso los sabios están perplejos y engañados a este respecto. Porque es por la acción, por las obras, y no por la inacción, como llegan al conocimiento y la liberación.

            ¿Cuál es, entonces, la solución? ¿Cuál es ese género de obras que nos librará de los males de la vida, de esta duda, de este error, de este sufrimiento, de este resultado confuso, impuro e incomprensible de nuestros actos, incluso de los más puros  y hechos con la mejor intención, de estos millones de formas de pecado y de sufrimiento? No se necesita, es la respuesta,  hacer distinciones exteriores, huir de ningún trabajo que requiera el mundo,  poner un límite o una barrera a de nuestras actividades humanas; por el contrario, es preciso que todas las acciones se lleven a cabo, pero a partir de un alma en Yoga con el Divino, yuktah, krtsna-karma-krt. El cese de la acción, akarma,  no es el medio; el hombre que ha llegado a la comprensión de la razón más elevada, percibe que tal inacción es en sí misma una acción constante, un estado sometido a las operaciones de la Naturaleza y de sus cualidades. La mente que se refugia en la inactividad física es, sin embargo, víctima de la ilusión de que es él y no la Naturaleza quien realiza las obras; ha confundido inercia por liberación;  no ve que incluso en lo que parece ser una inercia absoluta, mayor que la de una piedra o de un terrón de tierra, la Naturaleza está en obra, conservando intacta su autoridad. Por el contrario, en pleno despliegue de la acción, el alma está libre de sus obras, no es la autora, ni está atada a lo que se hace, y aquél que vive en la libertad del alma, no en la esclavitud a los modos de la Naturaleza, solo él esta liberado de las obras. Esto es lo que la Gîtâ entiende claramente cuando dice que aquel que en la acción puede ver la inacción, y que además, en el cese de las obras puede ver que la acción continua, es el hombre, entre los hombres,  que tiene una razón y un discernimiento verdaderos.  Esta declaración viene de la distinción hecha por el Sânkhya entre Purusha y Prakriti, entre el alma libre inactiva, eternamente calma, pura e impasible en medio de las obras, y la Naturaleza siempre activa que opera tanto en la inercia y en la cese como en el evidente tumulto de su visible prisa por laborar. Éste es el conocimiento que nos da el más alto esfuerzo de la razón discriminadora, la buddhi; y por lo tanto, cualquiera que la posea es el hombre verdaderamente discernidor y racional, sa buddhimân manusyesu, -no el pensador confundido que juzga la vida y las obras según las distinciones externas, inciertas e  impermanentes de la razón inferior. Entonces, el hombre liberado no tiene temor a la acción, es un vasto y universal ejecutante de todas las obras, krtsna-karma-krt; no como las realizan los demás, sujetos a la Naturaleza, sino instalado en la calma silenciosa del alma,  en un pacífico Yoga con el Divino. El Divino es el señor de las obras de este hombre, que no es más que el canal  gracias a la instrumentalidad de su naturaleza consciente de su Señor y sometido a Él. Por la intensidad y pureza ardientes de este conocimiento, todas sus obras son abrasadas como en un fuego. Y sin que ellas dejen ninguna mancha ni marca que desfigure su mente, ésta permanece calma, silenciosa, imperturbable, inmaculada, clara y pura. Hacer todo con este conocimiento liberador, sin el egoísmo personal del ejecutante, es la primera señal del trabajador divino.

            La segunda señal es que él es libre del deseo; porque allí donde no exista el egoísmo personal del ejecutante, el deseo llega a ser imposible; es privado del alimento, se debilita por falta de sostén, muere de inanición. Exteriormente, el hombre liberado parece asumir las obras de todo género como los otros hombres, en una escala más vasta quizás, con una voluntad y una fuerza impulsora más poderosas, porque el poder de la voluntad divina actúa en su naturaleza activa. Pero el concepto inferior y la voluntad inferior del deseo son enteramente desterrados de todas sus iniciativas y determinaciones, sarve samârambhâh kâmasan- kalpavarjitâh. Él ha abandonado todo apego a los frutos de sus obras, y donde uno no hace las obras por el fruto, sino sólo en calidad de instrumento personal del Señor de las obras, el deseo no tiene cabida, -ni siquiera el deseo de servir exitosamente, porque el fruto pertenece al Señor, y está determinado por Él, y no por la voluntad y el esfuerzo personales, ni por el deseo de servir de forma honorable y para satisfacción del Señor, siendo el ejecutante real Él mismo, y toda la gloria pertenece a una forma de su Shakti, delegada en la naturaleza, y no a la personalidad humana limitada.  La mente y el alma humanas del hombre liberado no hacen nada, na kiñcit karoti; incluso aunque esté ocupado en la acción a través de su naturaleza, es la Naturaleza, la Shakti ejecutiva, es la diosa consciente gobernada por el Habitante divino quien lleva a cabo la obra.

            De esto no se sigue que la obra no deba ser verificada perfectamente, con éxito, con una justa adaptación de medios a los fines que se pretenden; por el contrario, una funcionamiento perfecto es más fácil para la acción hecha tranquilamente en Yoga que para la acción hecha con la ceguera de las esperanzas y los temores, empobrecida por los juicios desatinados de la razón, yendo de una parte a otra entre las ávidas trepidaciones de la voluntad humana irreflexiva; el Yoga, dice la Gîtâ en otro lugar, es la verdadera técnica en las obras, yogah karmasu kausalam. Pero todo esto es realizado impersonalmente debido a una gran luz y a un gran poder universales que operan a través de la naturaleza individual. El karmayogui sabe que el poder que le es concedido será adaptado al fruto decretado, el pensamiento divino detrás de la obra, ajustado a la obra que debe hacer, la voluntad en él, -que no será anhelo ni deseo, sino empuje impersonal del poder consciente dirigido hacia una meta que no es la suya-, sutilmente regulada en su energía y en su orientación por la sabiduría divina. El resultado puede ser exitoso, tal como lo entiende la mente ordinaria;  o puede tener, para ésta, el aspecto de una derrota o un fracaso; sin embargo, a los ojos del karmayogui, es siempre el éxito con el que se cuenta,  no para él, sino para el omnisapiente manipulador de la acción y del resultado, porque no busca la victoria, sino sólo el cumplimiento de la voluntad y de la sabiduría divinas, que logra sus fines debido a aparentes fracasos, de la misma manera y frecuentemente con más esfuerzo que para el aparente triunfo. Arjuna, obligado a combatir, está seguro de la victoria; e incluso aunque experimentara un cierto fracaso, deberá, sin embargo, seguir luchando, porque esa es la obra que le es asignada en este momento, que representa su parte inmediata en la gran suma de energías por la que se cumple ciertamente la voluntad divina.

            El hombre liberado no tiene esperanzas personales; no se apodera de las cosas como bienes propios; recibe lo que la Voluntad divina le trae, no codicia nada,  no tiene envidia de nadie; lo que le llega lo recibe sin repulsa ni apego; lo que le abandona, permite que se vaya al torbellino de las cosas sin abatirse, sin apesadumbrarse, sin sentir su pérdida. Su corazón y su yo se hallan perfectamente dominados, libres de la reacción y de la pasión, no responden con agitación a los contactos de las cosas exteriores. Su acción es, de hecho, una acción puramente física, sârîram kevalam karma; porque todo lo demás viene de lo alto, no es generado en el plano humano; no se trata más que de un reflejo de la voluntad, del conocimiento y de la felicidad del Purushottama divino. Por lo tanto, al no insistir sobre la acción y sus objetos, no provoca en su mente ni en su corazón ninguna de estas reacciones que nosotros denominamos pasiones y pecado. Porque el pecado no consiste, en modo alguno, en el acto exterior, sino en una reacción impura de la voluntad personal, de la mente y del corazón, reacción  que acompaña al acto, o lo causa; el impersonal, el espiritual  son siempre puros, apâpaviddham, y aportan a todo lo que hacen su pureza inalienable. Esta impersonalidad espiritual es la tercera señal del obrero divino. A decir verdad, todas las almas humanas que han accedido a una cierta grandeza y una cierta vastedad, son conscientes de una Fuerza, o de un  Amor imperso-nales, o de una Voluntad y un Conocimiento impersonales que actúan a través de ellas; pero ellas no están libres de las reacciones egoístas -algunas veces muy violentas-, de su personalidad humana. Ahora bien, el alma liberada ha alcanzado esta libertad, porque ha fundido su personalidad en la del impersonal, donde ya no es suya, sino que es asumida por la Persona divina, el Purushottama, que utiliza infinita y libremente todas las cualidades finitas y no está encadenado a ninguna. El hombre liberado ha devenido  en un alma y ha dejado de ser una suma de cualidades naturales; y la apariencia de personalidad, aunque permanece como tal para las operaciones de la Naturaleza, es algo ilimitado, vasto, flexible, universal; es un molde libre para el Infinito, es una máscara viviente del Purushottama.

            El resultado de este conocimiento, de esta ausencia de deseo y de esta impersonalidad es una igualdad perfecta en el alma y en la naturaleza. La igualdad es la cuarta señal del obrero divino. Él, dice la Gîtâ, ha sobrepasado las dualidades; él es dvandvâtîta. Hemos visto que considera con igual juicio, sin que sus sentimientos queden alterados, tanto el fracaso como el éxito, la victoria como la derrota; pero no sólo esto, sino que todas las dualidades están en él superadas y reconciliadas. Las distinciones exteriores por las que los hombres determinan su actitud psicológica ante los acontecimientos del mundo, no tienen para él más que un significado subordinado e instrumental; no los ignora, pero está por encima de ellos. Lo que ocurre, sea bueno o malo, tan poderosamente importante para el alma humana sujeta al deseo, es, para el alma divina carente de deseo, igualmente bienvenido, ya que las formas del bien eterno que se desarrollan son, en efecto, elaboradas por el entrelazamiento del bien y del mal pasajeros. No puede ser derrotado, ya que para él todo se mueve hacia la victoria divina en el Kurukshetra de la Naturaleza, dharmaksetre kuruksetre, el campo de las acciones, que es el campo del Dharma en evolución, y cada giro del conflicto ha sido decidido y puesto a punto por el ojo visionario del Señor de la batalla, Amo de las obras y Guía del Dharma. El honor y el deshonor que viene de los hombres no pueden conmoverle, ni tampoco su alabanza ni su culpa, porque tiene un juicio clarividente superior y otra norma para su acción, y su motivo no admite ninguna dependencia de las recompensas del mundo. Arjuna, el Kshatriya, aprecia, naturalmente, el honor y la reputación, y es justo que rechace el caer en desgracia y el nombre de cobardía como siendo peores que la muerte; respetar la cuestión del honor y mantener la norma del coraje en el mundo, forma parte, en efecto, de su dharma; pero Arjuna, el alma liberada, no necesita prestar atención a ninguna de estas cosas, sino que solamente tiene que conocer el kartavyam karma, la obra que le demanda el Yo supremo, llevarla a cabo y abandonar el resultado de sus acciones en manos del Señor. Él ha pasado incluso por encima de esta  distinción de pecado y virtud, tan esencial para el ser humano cuando está luchando para minimizar el influjo de su egoísmo y aligerar el yugo pesado y violento de sus pasiones, -el liberado se ha elevado por encima de estas luchas y se halla estabilizado firmemente en la pureza del alma-testimonio iluminada-. El pecado se ha desprendido siempre de él, y ésta no es una virtud adquirida y desarrollada por las buenas acciones, ni emprobrecida o perdida por las malas, sino la pureza inalienable e inalterable de una naturaleza divina y sin egoísmo, que representa  la cima adonde él ha subido y la base sobre la que está fundamentado. Aquí el sentido de pecado y el de virtud carecen de punto de partida o aplicabilidad.

            Arjuna, todavía en la ignorancia, puede sentir en su corazón la llamada del derecho y de la justicia, y alegar en su mente que abstenerse de la batalla sería un pecado, haciéndole responsable de todo el sufrimiento que la iniquidad, la opresión y del karma perverso del triunfo del error acarrean sobre los hombres y naciones; o puede experimentar en su corazón el retroceso ante la violencia y el exterminio, y argumentar en su mente que todo derrama-miento de sangre es siempre un pecado que nada puede justificar. Ambas actitudes apelarían con igual justicia a la virtud y a la razón, y todo dependería del hombre, de las circunstancias y de la época para saber cuál de las dos  podría  prevalecer en su espíritu o a los ojos del mundo. O, simplemente, podría sentirse constreñido por su corazón y por su honor a apoyar a sus amigos en contra de sus enemigos, la causa de los buenos y de los justos contra la causa de los malvados y opresores. El alma liberada pone la atención más allá de estas normas conflictivas; ve simplemente lo que el Yo supremo pide de ella y encuentra necesario para el mantenimiento, o para poner de manifiesto el Dharma que evoluciona. No tiene fines persona-les a los que servir, ni amores u odios personales que satisfacer, ningún referente para la acción rígidamente fijado, que oponga su línea rocosa al flexible progreso de la raza humana, o que permanezca desafiante contra la llamada del Infinito.  No tiene enemigos personales  a los que haya que vencer o destruir, sino que ve únicamente a los hombres que, por las circunstancias y la voluntad en las cosas, se han levantado contra ella para ayudar con su oposición a la marcha del destino.  Contra ellos no tiene ni cólera ni odio, porque la cólera y el odio son extraños a la naturaleza divina. El deseo del asura de destruir y aniquilar todo lo que se le opone,  la despiadada avidez de masacrar que tiene el rakshasa,  son imposibles en su calma y en su  paz, en su simpatía  y en su comprensión omniabarcantes de alma liberada. Ella no desea injuriar, sino, por el contrario, una amistad y compasión universales, maitrah karuna eva ca; esta compasión, sin embargo, es la de un alma divina que se halla establecida por encima de los hombres, que contiene en sí misma todas las demás almas;  no es el encogi-miento del corazón, de los nervios y de la carne, que es habitualmente la forma humana de piedad;  ni atribuye una importancia suprema a la vida del cuerpo, sino que, por encima de todo, considera la vida del alma, y asigna a la otra sólo un valor instrumental. No se precipita-rá para masacrar ni crear conflictos; pero si aparece una guerra en el movimiento del Dharma, la aceptará con una vasta igualdad y una comprensión y simpatía perfectas por aquellos cuyo poder y placer de dominar debe ella quebrar, y cuya alegría y vida triunfante debe destruir.

            Porque ella ve en todo dos cosas: el Divino que habita del mismo modo en todos los seres, y la variada manifestación, desigual solamente en sus circunstancias temporales. En el animal y en el hombre,  en el perro, en el paria impuro, en el brahman ilustrado y virtuoso, en el santo y en el pecador, en el indiferente, en el amigo y en el hostil, en aquellos que la aman y benefician, y en aquellos que la odian y son causa de su aflicción, ella se ve a sí mima, ella ve a Dios y alimenta en su corazón la misma  e igual delicadeza para todos, el mismo afecto divino. Las circunstancias deben determinar el estrechamiento exterior o el conflicto exterior, pero no puede afectar nunca a la igualdad de su mirada, a la apertura de su corazón, a su abrazo interior de todos. Y en todas sus acciones existirá el mismo principio de alma, una igualdad perfecta, y el mismo principio de trabajo, la voluntad del Divino en ella, activa para las necesidades de la raza en su gradual avance hacia la Divinidad.

            Además, la señal del trabajador divino es la que constituye el corazón de la consciencia divina misma: una alegría y una paz interiores perfectas, que no dependen, ni por su origen ni por su continuidad, de nada en el mundo, ya que son innatas, son la substancia misma de la consciencia del alma, la naturaleza misma del ser divino. El hombre ordinario depende de cosas exteriores para su felicidad; así pues, experimenta el deseo, y,  por lo tanto, la cólera y la pasión, el placer y el dolor, la alegría y el sufrimiento; por eso mide todas las cosas en la balanza de la buena y mala suerte. Ninguna de estas cosas puede afectar al alma divina; siempre está satisfecha sin ninguna clase de dependencia, nitya-trpto nirâsrayah;  por-que su deleite, su reposo divino, su felicidad, su gozosa luminosidad, son eternos interior-mente, están modelados en ella misma, âtma-ratih, antah-sukho ‘ntar-ârâmas tathântar-jytotir eva yah. La alegría que toma de cosas exteriores  no es por ellas, ni por lo que busca en ellas y no puede encontrar, sino por el yo en ellas,  por su expresión del Divino, por eso que es eterno en ellas y que no puede faltar. No está apegada a sus contactos exteriores, pero encuentra en todas partes la misma alegría que halla en sí misma, porque su yo es de ellos, ha llegado a ser un yo único con el yo de todos los seres, porque está unida, a través de todas sus diferencias,  al Brahman igual y único en ellos brahmayoga-yuktâtmâ, sarvabhûtâtma-bhût-âtma. No se regocija en los contactos agradables, ni siente angustia en los desagradables; ni las heridas de las cosas, ni las lesiones de los amigos, ni las de los enemigos pueden perturbar la firmeza de su mente cuando se fija en lo exterior, ni desconcertar su corazón receptor; esta alma es, en su naturaleza, como dicen los Upanishads, avranam, sin herida ni cicatriz. En todas las cosas posee el mismo Ananda imperecedero, sukham aksayam asnute.

            Esta igualdad, esta impersonalidad, esta paz, esta alegría, esta libertad, no dependen de algo tan exterior como el hecho de realizar o no realizar obras. La Gîtâ insiste repetidamente sobre la diferencia entre la renuncia interior y exterior, tyâga y sannyâsa. Esta última, dice, carece de valor si no va acompañada de la primera; incluso apenas posible de alcanzar sin ella, e innecesaria cuando existe la libertad interior. De hecho, el tyâga mismo es el sannyasa verdadero y suficiente. “Debe tenerse por sannyasin eterno aquél que no tiene odio ni desea; libre de las dualidades,  está gozosa y fácilmente exento de toda servidumbre.” El penoso método del sannyasa exterior, duhkham âptum, es un método innecesario. Es perfectamente verdadero que hay abandonar todas las acciones, además del fruto de la acción, que uno debe renunciar, pero interiormente, no exteriormente, no abandonarlas a la inercia de la Naturaleza, sino ofrecerlas en sacrificio al Señor en la calma y en la alegría del Impersonal de quien procede toda acción sin que sea perturbada Su paz. El verdadero sannyasa de la acción consiste en hacer reposar todas las obras sobre el Brahman. “Aquel que, habiendo abandonado el apego, actúa colocando (o fundamentando) sus obras en el Brahman, brahmanyâdhâya karmâni, no está más manchado por el pecado, del mismo modo que el agua resbala en la hoja de loto.” Entonces, los yoguis, para comenzar “hacen trabajos con el cuerpo, la mente, la comprensión, o incluso simplemente con los órganos de acción, abandonando el apego por la auto-purificación, sangam tyaktvâtmasuddhaye. Al abandonar el apego a los frutos de las obras, el alma, en unión con el Brahman, accede a la paz de una fundamentación extática en el Brahman, pero el alma que no está en unión,  está apegada al fruto y atada por la acción de deseo.” La fundamentación, la pureza, la paz, una vez alcanzadas, el alma encarnada, teniendo perfecto dominio de su naturaleza, habiendo renunciado a todas sus acciones por la mente, interiormente, no exteriormente, “toma asiento en su ciudad de nueve puertas, sin realizar obras ni suscitar que se realicen.” Porque esta alma es el Alma única e impersonal en todos, el Señor omnipresente, prabhu, vibhu,  quien, en tanto que impersonal, no crea ni las obras del mundo, ni la idea mental de ser el ejecutante, na kartrtvam na karmâni, ni la asociación de las obras y sus frutos, la cadena de la causa y el efecto. Todo esto es elaborado por la Naturaleza en el hombre, svabhâva,  el principio de su devenir, como significa la palabra en su sentido literal. El Impersonal, que todo lo impregna, no acepta ni el pecado ni la virtud de nadie; éstas son cosas creadas por la ignorancia en la criatura, por su egoísmo de ejecutante, por su ignorancia de su yo superior, por su imbricación en las operaciones de la Naturaleza; y cuando en el hombre, el conocimiento de sí está  liberado de su obscura envoltura, este conocimiento ilumina, como un sol, al yo verdadero dentro de él; entonces él sabe que el alma suprema se halla por encima de los instrumentos de la Naturaleza. Puro, infinito, inviolable, inmutable, ya no es afectado por nada; ya no se imagina quedar modificado por el funcionamiento de la Naturaleza. Debido a una identificación completa con el Impersonal puede, igualmente, liberarse de la necesidad de renacer y de regresar al movimiento de la Naturaleza.

            Y sin embargo, esta liberación en absoluto le impide actuar. Únicamente que él sabe que no es él quien está activo, sino los modos, las cualidades de la Naturaleza, sus triples gunas. “El hombre que conoce los principios de las cosas, su mente en Yoga (con el Impersonal  inactivo), piensa: “yo no hago nada”; cuando ve, oye, toca, huele, come, se mueve, duerme, respira, habla, toma, evacua, abre sus ojos, o los cierra, considera que son solamente los sentidos los que actúan sobre los objetos sensoriales.” A salvo en el alma inmutable, inmodificada, él  mismo está más allá de la influencia de los tres gunas, trigunâtîta; él no es sáttwico, ni rajásico, ni tamásico; en su acción, ve con un espíritu claro e imperturbable las alternancias de los modos y de las cualidades de la Naturaleza, su juego rítmico de luz y felicidad, de actividad y fuerza, de reposo e inercia. Esta superioridad del alma tranquila, que observa su acción, pero no involucrada en ella, este traigunâtîta, es asimismo una alta marca distintiva del trabajador divino. En sí misma, la idea podría conducir a una doctrina del determinismo mecánico de la Naturaleza, de la perfecta indiferencia, de la perfecta irresponsabilidad del alma; pero la Gîtâ evita con eficacia este defecto de un pensamiento insuficiente por medio de su iluminadora idea superteísta del Purushottama. Muestra con claridad que, a fin de cuentas, no es  la Naturaleza quien determina mecánica-mente su propia acción; es la voluntad del Supremo la que le inspira; aquél que ha aniquilado  ya a los Dhritarashtrians, aquél de quien Arjuna no es más que el instrumento humano, Alma universal, Divino trascendente, él es el señor del trabajo de la Naturaleza. Hacer reposar las obras en el Impersonal es un medio de despojarse del egoísmo personal del ejecutante, pero el fin es abandonar todas nuestras acciones en este soberano Señor de todos los mundos, sarva-loka-mahesvara. “Con una consciencia identificada con el Yo, renunciando en Mí a todas tus acciones, mayi sarvâni karmâni sannyasyâdhyâtmacetasâ, descargado de las esperanzas y deseos personales, del pensamiento de ‘yo’ y ‘mío’, liberado de la fiebre del alma, lucha,” haz Mi voluntad en el mundo. El Divino motiva, inspira, determina la acción entera; el alma humana impersonal en el Brahman es el canal puro y silencioso de Su poder; este poder en la Naturaleza ejecuta el movimiento divino.  El alma liberada no tiene más obras que éstas, muktasya karma, porque su acción jamás tiene un origen personal; tales son las acciones del karmayogui realizado. Ellas brotan de un espíritu libre y desaparecen sin modificarlo, como las olas que se levantan y se desvanecen sobre la superficie de las inmutables profundida-des conscientes. Gata-sangasya muktasya jñânâvasthita-cetasah, yajñâyâcaratah karma samagram pravilîyate.

 

 

 

 

XIX

IGUALDAD

 

Ya que el conocimiento, la ausencia de deseo, la impersonalidad, la igualdad, la paz y la felicidad interiores y auto-existentes, la libertad, o, al menos, la superioridad sobre el enmarañado entrelazamiento de los tres gunas de la Naturaleza, son las señales del alma liberada, deben acompañar a ésta en todas sus actividades. Ellas son la condición de la inalterable calma que esta alma preserva en todo el movimiento, en todo el choque, en todo el conflicto de fuerzas que la rodean en el mundo. Esta calma refleja la inmutabilidad ecuánime del Brahman en medio de  todas las mutaciones, y pertenece a la Unidad indivisible e imparcial que es inmanente por siempre en todas las multiplicidades del universo. Porque un espíritu igual y que iguala todo, es esta Unidad en el corazón de  millones de diferencias y desigualdades del mundo; y la igualdad de espíritu es la única igualdad verdadera. En todo lo demás que existe, no puede haber más que similaridad, adaptación, equilibrio; pero incluso en las más grandes similaridades del mundo encontramos la diferencia de la desigualdad y la diferencia de la diferencia, y no es posible adaptar los equilibrios del mundo más que combinando y ajustando pesos desiguales.

            De ahí, pues, la inmensa importancia concedida por la Gîtâ en sus elementos de Karmayoga a la igualdad, punto crítico de las relaciones libres del espíritu libre con el mundo. El conocimiento de sí, la ausencia de deseo, la impersonalidad, la felicidad, la libertad con respecto a los modos de la Naturaleza, cuando están retirados dentro de sí mismos, absorbidos en sí mismos, inactivos, no tienen ninguna necesidad de igualdad, porque no toman conocimiento de las cosas en las que emerge la oposición entre la igualdad y desigualdad. Pero desde el momento en que el espíritu toma conocimiento de ello y se ocupa de las multiplicidades, de las personalidades, de las diferencias, de las desigualdades de la acción de la Naturaleza, es preciso realizar estos otros signos de su status libre sirviéndose de esta única señal que hace las cosas evidentes: la igualdad. El conocimiento es la consciencia de unidad con el Uno; y en relación con los múltiples seres diferentes, con las múltiples existencias diferentes del universo, él debe significarse por una unidad igual con todos. La impersonalidad es la superioridad que tiene el espíritu único e inmutable sobre las variaciones de su múltiple personalidad en el mundo; en sus relaciones  con las personalidades del universo, debe distinguirse por el espíritu igual e imparcial de su acción con respecto a todas las cosas, tan  diversa  como pueda ser esta acción, hecha por la variedad de relaciones en las que está moldeada, o de condiciones bajo las cuales ella debe tener lugar.  Así pues, Krishna dice, en la Gîtâ, que nadie le es querido, que nadie le es odiado, que él es igual para todos en su espíritu; y sin embargo, el amante de Dios es el vaso especial de su Gracia, porque la relación que ha creado es diferente y que, a pesar de que es el Señor de todos, único e imparcial, se encuentra en cada alma según la forma que ésta tiene de aproximarse a él.  La ausencia de deseo es la superioridad que tiene el Espíritu ilimitable sobre el atractivo limitativo de los objetos de deseo separados que están en el mundo; cuando tiene que entrar en relaciones con estos objetos, debe mostrar esta ausencia de deseo, no solamente por una indiferencia igual e imparcial en su posesión, o por un gozo igual e imparcial, un gozo sin apego saboreado en todos y un mismo amor por todos, gozo y amor que, existentes en sí, no dependen de la posesión ni de la no-posesión, sino que son, en su esencia imperturbables e inmutables. Porque la felicidad del espíritu reside en el espíritu, y si esta felicidad debe entrar en las relaciones con las cosas y las criaturas, no es más que de este modo como ella puede manifestar su libre naturaleza espiritual. Traigunâtîtya, la trascendencia de los gunas, es la superioridad imperturbada que tiene el espíritu sobre este flujo de acción de los modos de la Naturaleza, la cual tiene como carácter constante estar agitada  y desigual; si el espíritu ha de entrar en relación con las actividades conflictivas y desiguales de la Naturaleza, si el alma libre debe, por poco que sea, permitir la acción en su naturaleza, deben hacer  mostrar su superioridad por una igualdad imparcial frente a todas las actividades, a todos los resultados o a todos los acontecimientos.

            La igualdad es la señal, y también, para el aspirante, la prueba. Allí donde exista desigualdad en el alma, allí existe de manera evidente un juego desigual de los modos de la Naturaleza, un movimiento de deseo, un juego de la voluntad personal, del sentimiento y de la acción, una actividad de la alegría o del sufrimiento, o este goce perturbado y perturbador que no es una felicidad espiritual auténtica, sino una satisfacción mental que entraña, inevitablemente, en su comitiva, una contrapartida o una regresión de insatisfacción mental. Allí donde hay desigualdad de alma, allí se produce el alejamiento del conocimiento y una pérdida del sólido cimiento en la unidad del Brahman que todo lo reconcilia y lo abarca, y una pérdida de la unidad de las cosas. Por su igualdad, el karmayogui se percibe a sí mismo, incluso en medio de su acción, como ser libre.

            Es la naturaleza espiritual de la igualdad prescrita, elevada y universal en su carácter y comprehensión, lo que da, en esta materia, su nota distintiva a la enseñanza de la Gîtâ. Por otro lado, de ningún modo es propio de la Gîtâ enseñar simplemente que el status más deseable para la mente,  para los sentimientos y para el carácter, es la igualdad en sí misma donde nos elevamos por encima de la debilidad humana. La igualdad ha sido siempre propuesta a la admiración como el ideal filosófico y el estado característico de los sabios. La Gîtâ reasume, sin ningún género de duda, este ideal filosófico, pero lo lleva  mucho más lejos, hasta una región superior donde nos encontramos respirando un aire más puro y más vasto. El equilibrio estoico y el equilibrio filosófico del alma no son más que la primera y segunda etapas de un ascenso que, partiendo de la vorágine de las pasiones y de las sacudidas del deseo, gana una serenidad y una felicidad que pertenecen, no a los dioses,  sino al Divino Mismo en Su supremo dominio de sí. La igualdad estoica, haciendo del carácter su eje central, se fundamenta en el auto-dominio mediante una resistencia austera; la igualdad filosófica, más gozosa y más serena, prefiere el auto-dominio por el conocimiento, por el desapego, por una alta indiferencia intelectual asentada sobre las perturbaciones a las que es propensa nuestra naturaleza, udâsînavad âsînah, como lo expresa la Gîtâ;  existe también la igualdad religiosa o cristiana,  que es un arrodillamiento perpetuo o una resignación y una sumisión prosternadas ante la voluntad de Dios. Estos son los tres estados, los tres recursos en el camino hacia la paz divina: la resistencia heroica, la sabia indiferencia, la resignación piadosa, titiksâ, udâsînatâ, namas o nati. La Gîtâ los toma todos en su amplia manera sintética, y los entreteje en el movimiento ascendente del alma, pero proporciona a cada uno una  raíz más profunda, una perspectiva más amplia, un sentido más universal y trascendente. Porque a cada uno le asigna los valores del espíritu, el poder del ser espiritual más allá de la tensión del carácter, más allá del difícil equilibrio de la comprehensión, más allá de la sujeción a las emociones.

            El alma humana ordinaria experimenta placer en las agitaciones habituales de su vida natural; por el conocimiento de este placer y porque, al conocerlo, ella sanciona el juego conflictivo de la naturaleza inferior, es por lo que este juego continúa perpetuamente; porque la Prakriti no hace nada, evidentemente, que no sea para la complacencia y con la sanción de aquel que la ama y que encuentra su alegría en ella, el Purusha. Nosotros no reconocemos esta verdad, porque bajo el choque real de estos movimientos adversos, golpeados por el sufrimiento, el dolor, el malestar, la desgracia, el fracaso, la derrota,  la culpa, el deshonor, la mente retrocede ante el golpe, mientras que salta ávidamente hacia el abrazo de las delectables agitaciones opuestas: la alegría, el placer, las satisfacciones de todas las clases, la prosperidad, el éxito, la victoria, la gloria, la alabanza; pero esto no modifica la verdad del placer  que el alma encuentra en la vida, que permanece constante detrás de las dualidades de la mente. El guerrero no experimenta placer físico al ser herido, ni saca una satisfacción mental de sus derrotas, pero percibe una alegría completa en la divinidad de la batalla que le proporciona el fracaso y las heridas, además de la satisfacción de la victoria, y acepta los riesgos de la primera y la  esperanza de la segunda, como formando parte de la trama cruzada de la guerra, lo cual persigue el deleite que está en él. Las heridas le procuran incluso retrospectivamente una alegría y una dignidad -completas cuando ha pasado su sufrimiento-, pero muy frecuentemente están muy presentes incluso cuando el sufrimiento está allí,  que es en realidad el que las nutre. La derrota conserva para él la alegría y la altivez de la resistencia indómita a un adversario superior, o, si es de una clase más baja, a las pasiones de odio y venganza, que también tienen sus placeres más obscuros y crueles. Así sucede, pues, con el placer del alma en el juego normal de nuestra vida.

            Por el dolor y la aversión, la mente retrocede ante los golpes adversos de la vida; se trata de una estratagema de la Naturaleza para imponer un principio de auto-protección, jugupsâ, de manera que las  partes nerviosas y corporales vulnerables en nosotros, no puedan precipitarse indebidamente sobre la auto-destrucción y abrazarla. La mente extrae su alegría de los contactos favorables de la vida; éste es el señuelo del placer rajásico ofrecido por la Naturaleza, de manera que la fuerza en la criatura pueda superar las tendencias tamásicas a la inercia y a la inactividad y ser impelidas plenamente hacia la acción, el deseo, la lucha, el éxito y, por su apego a estas cosas, ejecutar los fines pretendidos por la Naturaleza.  Nuestra alma secreta experimenta placer en este conflicto y en este esfuerzo, incluso en la adversidad y en el sufrimiento, un placer que puede ser suficientemente completo en el recuerdo y retrospectivamente, pero que en principio está igualmente presente detrás, y con frecuencia, emerge incluso a la superficie de la afligida mente para mantenerla en su pasión; pero lo que realmente atrae al alma es la trama cruzada  de la cosa que nosotros denominamos vida con todo su tumulto de lucha y de búsqueda, sus atracciones y repulsiones, su oferta y su amenaza, sus variantes de toda las clase.   Para el alma de deseo rajásica en nosotros, un placer monótono, el éxito sin la lucha, la alegría sin sombra deben, tras algún tiempo, llegar a ser fatigantes, insípidas, empalagosas; necesita un segundo plano de obscuridad para dar pleno valor a su disfrute de la luz: porque la alegría que busca y saborea pertenece justamente a esta misma naturaleza, es relativa en su misma esencia y depende de la percepción y de la experiencia de su contrario. La alegría del alma en las dualidades es el secreto del placer que la mente experimenta en la vida.

            Si se al alma de deseo se le pide que se eleve fuera de todo este tumulto, hasta la alegría sin mezcla del alma pura de felicidad, que, durante todo el tiempo, sostiene en secreto  su esfuerzo en la lucha y hace posible la continuidad de su propia existencia, se sustraerá inmediatamente a la llamada.  No cree en tal existencia; o cree que eso no sería vida, que no sería en absoluto esta existencia variada del mundo de su entorno en el que ella está acostumbrada a experimentar su placer; sería algo insípido y sin aroma. O bien siente que el esfuerzo sería demasiado grande para ella; retrocede ante la lucha por el ascenso, aunque en realidad el cambio espiritual no sea, en absoluto, más difícil que la realización de los sueños que persigue el alma de deseo; ni es necesaria, para lograrlo, más lucha y labor que en el tremendo esfuerzo que el alma de deseo despliega en su apasionada persecución tras sus efímeros objetos de placer y deseo. La verdadera causa de su reticencia se debe a que se le pide elevarse por encima de su propia atmósfera y respirar un aire de vida más excepcional y puro, cuya felicidad y potencia no está en condiciones de realizar -incluso apenas puede concibir éstas como reales-, mientras que la alegría de su turbia naturaleza inferior es para ella lo único familiar y tangible. Además, esta satisfacción inferior no es en sí misma algo malo y estéril, sino más bien la condición para la evolución ascendente de nuestra naturaleza humana a partir de la ignorancia e inercia tamásicas, a las que su ser material está especialmente sujeto; es el estadio rajásico del ascenso gradual del hombre hacia el conocimiento supremo de sí, hacia el poder y la felicidad supremos. Pero si nos eternizamos en este plano, el madhyamâ gatih de la Gîtâ, nuestro ascenso permanece inacabado, e incompleta la evolución del alma. A través del ser y la naturaleza sáttwicos, dirigida a lo que sobrepasa a los tres gunas se extiende la vía del alma hacia su propia perfección.

            El movimiento que nos aleje de los desórdenes de la naturaleza inferior debe ser necesariamente un movimiento vuelto hacia la igualdad en la mente, en el temperamento emocional, en el alma. Pero debe hacerse notar que, incluso si para finalizar debemos llegar a una superioridad sobre los tres gunas de la naturaleza inferior, es, sin embargo,  en su comienzo, recurriendo a uno u otro de los tres, como debe iniciarse  el movimiento.  El comienzo de la igualdad es preciso que sea sáttwico, rajásico o tamásico (porque existe en la naturaleza humana la posibilidad de igualdad tamásica). Puede ser puramente tamásica: la pesada placidez de un temperamento vital, hecho inerte e incapaz de respuesta a los golpes de la existencia por una especie de apagada insensibilidad  y de una indiferencia a las alegrías de la vida. O puede resultar de una fatiga de las emociones y deseos acumulados, provocada por el exceso de placer o hartazgo, o incluso, por el contrario, por la desilusión, el disgusto o el encogimiento ante el sufrimiento de la vida, la lasitud, el miedo, el horror y la aversión por el mundo; es entonces, en su naturaleza, un movimiento mezclado, tamásico-rajásico, pero predominando la cualidad inferior. O, accediendo al principio sáttwico, ella misma puede ayudarse de la percepción intelectual de que los deseos de la vida no pueden ser satisfechos, de que el alma  es demasiado frágil para dominar la vida, de que todo esto no es más que sufrimiento y que el esfuerzo transitorio no posee ninguna verdad real, ni sensatez, ninguna luz ni felicidad; es el principio sáttwico-tamásico de la igualdad, que no tiene mucho que ver con  la igualdad, aunque pueda conducir a ella, lo mismo que la indiferencia o el rechazo tranquilo. Esencialmente, el movimiento de igualdad tamásica es una generalización del principio de jugupsâ, o retroceso auto-protector que se encuentra en la Naturaleza, que va desde evitar determinadas consecuencias dolorosas hasta una huida ante la totalidad de la vida de la Naturaleza, en tanto que  conduce a uno al sufrimiento y a atormentarse y no al goce que demanda el alma.

            En la igualdad tamásica no existe, en sí misma, ninguna liberación real; pero puede constituirse en un poderoso punto de partida si, como en el ascetismo hindú, es transformada en igualdad sáttwica mediante la percepción de una existencia más grande, un poder más verdadero, el goce superior del Yo inmutable por encima de la Naturaleza. El giro natural de tal movimiento está, en todo caso, dirigido hacia  el sannyâsa, hacia la renuncia a la vida y a las obras, más bien que hacia lo que la Gîtâ preconiza, esa renuncia interior al deseo unida a una actividad ininterrumpida en el mundo de la Naturaleza.  La Gîtâ, sin embargo, admite este movimiento y le concede un lugar; permite que en el punto de partida haya un retroceso debido a la percepción de los defectos de la existencia universal: nacimiento y enfermedad,  vejez y sufrimiento -punto de partida histórico del Buddha-, janma-mrtyu-jarâ-vyâdhi-duhkha-dosânudarsanam, y acepta el esfuerzo de aquellos cuya auto-disciplina está motivada por un deseo de ser liberados, incluso con este espíritu, de la maldición de la vejez  y de la muerte, jarâ-marana-moksâya mâm âsritya yatanti ye. Pero para que sea de alguna utilidad, esta percepción debe ir acompañada de la percepción sáttwica de un estado superior y al mismo tiempo tomar su gozo y refugio en la existencia del Divino, mâm âsritya. Entonces, el alma, por su retroceso, llega a un estado de ser mayor, queda elevada por encima de los tres gunas y liberada del nacimiento y de la muerte, de la vejez y del dolor, y disfruta de la inmortalidad de su auto-existencia,  janma-mrtyu-jarâ-duhkhair vimukto mrtam asnute. En sí misma, la repugnancia tamásica a aceptar el sufrimiento y el esfuerzo de la vida es, sin duda, algo que debilita y degrada; y en esto yace el peligro de predicar a todo el mundo sin distinción el evangelio del ascetismo y del disgusto por el mundo; esto  estampa el sello de una debilidad y de un encogimiento tamásicos en las almas incapaces, confunde su comprensión, buddhibhedam janayet, disminuye la aspiración mantenida, la confianza en la vida, el poder del esfuerzo del que  el alma del hombre tiene necesidad para su saludable, su necesario combate rajásico para dominar su medio, sin proponerle realmente –porque ella es todavía incapaz de esto- una meta superior, una tentativa más grande, una victoria más poderosa. Pero en las almas fuertes, este retroceso tamásico puede servir para un propósito espiritual útil,  aniquilando su atracción rajásica, su preocupación ansiosa por la vida inferior, que impide el despertar sáttwico a una posibilidad más elevada. Buscando entonces refugio en el vacío que ellas han creado, pueden escuchar la llamada divina, “Oh alma, que te encuentras en este mundo efímero e infeliz, vuélvete hacia Mi y pon tu gozo en Mi”, anityam asukham lokam imam prâpya bhajasva mâm.

            Sin embargo, en este movimiento, la igualdad consiste simplemente en un retroceso igual ante todo lo que constituye el mundo; y llega a la indiferencia y al alejamiento, pero no incluye este poder de aceptar con igualdad,  sin apego ni agitación,  todos los  contactos del mundo, ya sean agradables o dolorosos, lo cual es un elemento necesario en la disciplina de la Gîtâ. Por consiguiente, incluso si debutamos con el retroceso tamásico -que no es en absoluto necesario-, no puede considerarse más que como una primera incitación para una tentativa mayor, no como un pesimismo permanente. La disciplina real comienza con el movimiento que apunta a dominar estas cosas a las que estamos, simplemente y ante todo,  inclinados a evitarlas. Es aquí donde entra la posibilidad de un especie de igualdad rajásica, que es, en su grado más bajo, un fuerte orgullo de la naturaleza  que se domina, dueño  de sí mismo, superior a la pasión y a la debilidad; pero el ideal estoico se fija en este punto de partida y lo convierte en la llave de una entera liberación, para el alma, de la sujeción a todas las flaquezas de su naturaleza inferior. Así como el retroceso interior tamásico es una generalización del principio de la Naturaleza de la jugupsâ, o auto-protección frente al sufrimiento, igualmente el movimiento ascendente rajásico es una generalización del otro principio de la Naturaleza, el que acepta la lucha, el esfuerzo, y el impulso innato de la vida hacia el dominio y la victoria; pero transfiere la batalla al único campo donde la victoria completa es posible. En vez de una lucha para metas dispersas, exteriores, y de éxitos efímeros, propone nada menos que la conquista de la Naturaleza y del mundo mismo mediante una combate espiritual y una victoria interior. El retroceso tamásico se aparta a la vez de los sufrimientos y de los placeres del mundo para escapar de ellos; el movimiento rajásico les hace frente para soportarlos, dominarlos y llegar a ser superior a ellos. La autodisciplina de los estoicos llama al deseo y a la pasión a su abrazo de luchadora y los aplasta entre sus brazos, como el viejo Dhritarâshtra, en la epopeya, trituró la efigie de hierro de Bhima; soporta el choque de lo que es doloroso y  de lo que es placentero, las causas de los afectos físicos y mentales de la naturaleza  y pulveriza sus efectos; es completa cuando el alma puede soportar todos los contactos sin sufrimiento ni atracción, excitación ni perturbación. Trata de hacer del hombre el conquistador y el rey de su naturaleza.

            La Gîtâ apela aquí a la naturaleza guerrera de Arjuna, y comienza por este  movimien-to heroico; le conmina a que se enfrente al gran enemigo, el deseo,  y le dé muerte. Su primera descripción de la igualdad es la del filósofo estoico. “Aquel cuya mente permanece inalterable en medio de los sufrimientos y placeres, está libre del deseo; aquel que ha abandonado las tendencias, el miedo y la cólera, es el sabio de  entendimiento firme. Quien en todas las cosas se mantiene sin afecto, aunque le visite lo bueno, y después lo malo, y quien no odia ni se regocija, su inteligencia está sólidamente fundamentada en la sabiduría.” Si uno se abstiene del alimento, dice ella, dando un ejemplo físico, el objeto sensorial deja de afectar, pero el afecto sensorial mismo, el rasa, permanece; el alma alcanza solamente su nivel más elevado cuando puede retenerse en la persecución de su meta sensual en el objeto, artha,  y abandona el sentimiento de ser afectado y el deseo por el placer del gusto,  aun cuando los sentidos estén activos. Es aplicando los órganos de la mente sobre los objetos, “recorriendo los objetos con los sentidos”, visayân indriyais caran, pero con unos sentidos sometidos al yo, liberados del placer y del displacer, como se accede a una vasta y suave claridad de alma y de carácter en la que la pasión y la aflicción no tienen cabida. Todos los deseos deben penetrar en el alma, como las aguas en el mar, y el alma, sin embargo, permanecer inconmovible, llena pero no perturbada; así se puede, a fin de cuentas, abandonar todos los deseos. Se insiste repetidamente en estar libre de la cólera y de la pasión, del miedo y de la atracción, como una condición necesaria para el estado de liberado, y para esto es preciso que aprendamos a soportar los golpes, lo cual no puede hacerse sin exponernos a lo que los ocasiona. “Aquel que puede aquí soportar en el cuerpo la impetuosidad de la cólera y del deseo, es el yogui, el hombre feliz.” Titiksâ, la voluntad y el poder de resistencia, es el medio. “Los contactos materiales que causan el calor y el frío, la dicha y el sufrimiento, las cosas transitorias que vienen y se van, todo esto enseña a resistir. Porque el hombre a quien no perturban estas cosas, ni le afligen, el hombre firme y sabio que es igual en el placer y en el sufrimiento, se hace apto para la inmortalidad.” El ecuánime debe soportar el sufrimiento y no odiar, recibir el placer y no regocijarse.  Es preciso que la resistencia se lleve a cabo incluso con respecto a los afectos físicos, y esto también forma parte de la disciplina estoica. No se debe eludir la vejez, ni la muerte, el sufrimiento,  o el dolor, sino que deben ser aceptados y vencidos por una alta indiferencia.1 El verdadero instinto de la naturaleza fuerte, purusarsabha,  el alma leonina entre los hombres, no es el de escaparse, horrorizado, de la Naturaleza en sus máscaras inferiores, sino el de afrontarla y conquistarla. Forzada de esta manera, ella deja a un lado su máscara y revela al hombre cuál es la verdadera naturaleza  que él posee: es un alma libre, no su sujeto, sino su rey y señor, svarât, samrât.

            Pero con las mismas condiciones que acepta el retroceso tamásico, la Gîtâ acepta esta disciplina estoica, esta filosofía heroica: debe tener por encima de ella la visión sáttwica del conocimiento, tender en su  raíz a  la auto-realización, y ascender gradualmente a la Naturaleza divina. Una disciplina estoica que simplemente aplastaba los afectos comunes de nuestra naturaleza humana –aunque siendo menos peligrosa que el hastío tamásico de la vida, que el pesimismo infecundo, y que la inercia estéril, porque, al menos, acrecentaba el poder y el auto-dominio del alma-, no sería, sin embargo, un bien sin mezcla, ya que podría conducir a la insensibilidad y a un aislamiento inhumano sin procurar la verdadera liberación espiritual. La igualdad estoica está justificada como un elemento en la disciplina de la Gîtâ, porque puede ser asociada a ésta y ayudar a la realización del inmutable Yo libre en el ser humano móvil, param drstvâ, y para su entronización en esta nueva consciencia de sí, esâ brâhmî sthitih. “Despertándote por el entendimiento al Altísimo, que está más allá incluso de la mente discernidora, por el yo, pon fuerza en el yo para hacerlo firme y tranquilo, y extermina a este enemigo que es tan duro de prender, el Deseo.” Tanto el retroceso tamásico de huida, como el movimiento rajásico de lucha y victoria, no están justificados más que cuando, gracias al principio sáttwico, miran más allá de sí mismos hacia el conocimiento de sí, que legitima a la vez el retroceso y la lucha.

            No sólo el filósofo puro, el pensador, el sabio nato, se confía al principio sáttwico en él como a su última justificación, sino que lo utiliza desde el comienzo como el instrumento de dominio de sí.  Él parte de la igualdad sátwica; también observa el carácter transitorio del mundo material y exterior, y ve que tal mundo es  incapaz de satisfacer sus deseos o de darle la alegría verdadera; pero esto no causa en él ningún sufrimiento, miedo o decepción. Observa todo con una mirada de tranquila discriminación y verifica su elección sin repulsa ni perplejidad.  “Las alegrías nacidas de los diversos contactos de las cosas entrañan  aflicción, tienen un comienzo y un fin; por consiguiente, el sabio, el hombre de entendimiento despierto, budhah, no pone su alegría en estas cosas.” “El yo en él es desafecto a los contactos de las cosas externas; encuentra su felicidad en él mismo.” Él ve, como dice la Gîtâ, que él mismo es su propio enemigo y, a la vez, su propio amigo, y por lo tanto tiene cuidado de no destronarse arrojando su ser en manos del deseo y de la pasión, nâtmânam avasâdayet, sino de liberarse de este aprisionamiento por su propio poder interior, uddhared âtmanâtmânam; porque cualquiera que haya conquistado su yo inferior, ha encontrado en su yo superior su mejor amigo y aliado. Comienza por encontrar su satisfacción en el conocimiento, en ser el dueño de sus sentidos, un yogui por la igualdad sáttwica, -porque la igualdad es yoga, samatvam yoga ucyate-, considerando de igual modo los terrones, las piedras y el oro, manteniendo su yo tranquilo y auto-equilibrado, tanto frente al calor  como al frío, en el sufrimiento y en la dicha, en el honor y en la desgracia. Es igual en su alma ante el amigo que ante el enemigo, ante el neutral como ante el indiferente, porque ve que estas cosas son relaciones transitorias nacidas de las cambiantes condiciones de la vida. No se extravía incluso por pretensiones a la erudición, a la pureza y a la virtud, ni tampoco por títulos de superioridad que los hombres fundamentan en esas cosas. Es un alma igual para todos,  para el pecador y para el santo, para el virtuoso Brahmin erudito y culto y para el paria desposeído. Todas éstas son descripciones que la Gîtâ da de la igualdad sáttwica, y resumen muy bien en lo que el mundo ha acostumbrado a ver  como la tranquila igualdad filosófica del sabio.

            ¿Dónde, entonces, está la diferencia entre ésta igualdad y la más vasta enseñada por la Gîtâ? Yace en la diferencia existente entre el discernimiento intelectual y filosófico y el espiritual, el conocimiento vedántico de la unidad sobre el que la Gîtâ fundamenta su enseñanza. El filósofo mantiene su igualdad por el poder de la buddhi, la mente discernidora; pero incluso esta última  es en sí misma una fundamentación dudosa. Aunque, en conjunto, el dominio de él mismo, debido a una atención constante o a un hábito adquirido de la mente, el filósofo, en realidad, no está libre de su naturaleza inferior, la cual se afirma completamente de muchos modos y puede en todo momento tomar una venganza violenta de ser rechazada y reprimida. Porque el juego de la naturaleza inferior es siempre un  juego   triple, y la cualida-des rajásicas y tamásicas están en todo momento emboscadas al acecho del hombre sátwico. “Incluso la mente del sabio que se afana por la percepción, es arrastrado por la vehemente insistencia de los sentidos.” La seguridad perfecta sólo puede obtenerse recurriendo a algo superior a la cualidad sáttwica, a algo superior a la mente discriminadora, al Yo, -no al yo inteligente del filósofo, sino al yo espiritual del sabio divino, que sobrepasa los tres gunas. Todo debe ser consumado mediante un nacimiento divino en la naturaleza espiritual superior.

            Y la igualdad del filósofo es como la de los estoicos, como la de los ascetas que huyen del mundo, una libertad interior y solitaria, lejana y apartada de los hombres; pero el hombre nacido al nacimiento divino, no ha encontrado al Divino solamente en él mismo, sino también en todos los seres. Él ha realizado su unidad con todos y, por tanto, su igualdad está llena de simpatía y marcada por el sentimiento de unidad. Él ve todos los seres como él mismo, y no intenta la salvación propia aisladamente; incluso acepta el peso de la felicidad y del sufrimiento de todos, por los que no queda afectado ni sometido. El sabio perfecto, la Gîtâ lo repite más de una vez, está siempre enganchado, con una vasta igualdad, a hacer el bien a todas las criaturas, y encuentra aquí su ocupación y deleite, sarvabhûtahite ratah. El yogui perfecto no es un solitario meditante en el Yo en su torre de marfil de aislamiento espiritual, sino un yuktah krtsna-karma-krt, un trabajador universal multifacético laborando por el bien del mundo, por Dios en el mundo. Porque él es un bhakta, un amante y un devoto del Divino, además de un sabio y un yogui, un amante que ama a Dios dondequiera que Él se encuentre y que encuentra a Dios en todo lugar; y lo que él ama, no desdeña servirle, y la acción no le aleja de la felicidad de la unión, ya que todos sus actos proceden del Uno en él, y todos ellos son dirigidos al Uno.  La igualdad de la Gîtâ es una vasta igualdad sintética, en la que todo es elevado a la integridad del ser divino y de la naturaleza divina.

 

1 Dhîras tatra na muhyati, dice la Gîtâ; el alma fuerte y sabia no se desconcierta, ni se altera, ni se conmueve por ellos. Pero, sin embargo, son aceptados con el único fin de ser conquistados, jarâ-marana-moksâya yatanti.

 

 

 

XX

IGUALDAD Y CONOCIMIENTO

 

Yoga y Conocimiento son, en esta primera parte de la enseñanza de la Gîtâ, los dos alas del ascenso del alma. Por Yoga se entiende la unión a través de las obras divinas, llevadas a cabo sin deseo, con igualdad de alma ante todas las cosas y ante todos los hombres, como un sacrificio al Supremo; mientras que Conocimiento es aquello sobre lo cual se fundamenta esta ausencia de deseo, esta igualdad, este poder de sacrificio. Las dos alas, en efecto, se asisten la una a la otra en el vuelo; se mueven concertadamente, aunque con una sutil alternancia en esta ayuda mutua, como los dos ojos que en el hombre, ven juntos porque ven alternativamente, enriqueciéndose entre sí por el intercambio mutuo de substancia. A medida que las obras se enriquecen cada vez más en ausencia de deseo, en igualdad de alma, conforme se hacen más sacrificiales en su espiritu, también se enriquece el conocimiento;  progresando el conocimien-to, el alma llega a estar más afianzada en la igualdad sacrificial y sin deseo de sus obras. El sacrificio del conocimiento, dice por tanto la Gîtâ, es más grande que cualquier sacrificio material. “Incluso aunque seas el más grande pecador,  aunque superes en pecado a todos los hombres, pasarás por encima de todas las distorsiones de la maldad en la nave del conocimiento... No hay nada en el mundo que iguale en  pureza al conocimiento.” Por el conocimiento son destruidos el deseo y su primer hijo nacido, el pecado. El hombre liberado es capaz de hacer las obras como un sacrificio, porque está libre del apego por el hecho de que su mente, su corazón y su espíritu estan firmemente fundamentados en el conocimiento de sí, gata-sangasya jñânâvasthita-cetasah. Toda su obra se desvanece completamente tan pronto como se realiza, conoce su laya, su disolución, podría decirse, en el ser del Brahma, pravilîyate; esto no entraña ninguna consecuencia reactiva para el alma del ejecutante aparente. La obra es cumplida por el Señor a través de su Naturaleza; ya no pertenece al instrumento humano. La obra misma llega a ser simplemente un poder de la naturaleza del Brahman y substancia de su ser.

            Es en este sentido como habla la Gîtâ, cuando dice que toda la totalidad de la obra encuentra su perfección, su culminación, su fin, en el conocimiento, sarvam karmâkhilam jñâne parisamâpyate. “De la misma manera que el fuego encendido convierte en cenizas su combustible, así también el fuego del conocimiento torna todas las obras en cenizas.” Porque esto no significa en absoluto que una vez que el conocimiento ha concluido, se produzca un cese de las obras. Lo que significa está clarificado por la Gîtâ cuando dice que no está atado por sus obras aquel que ha destruido todas las dudas por el conocimiento, y que, por el Yoga, ha abandonado todas las obras, y esté en posesión del Yo, yoga-sannyasta-karmânam âtmavantam na karmâni nibadhnanti, y aquel cuyo yo ha llegado a ser el yo  de todas las existencias, actúa y, sin embargo, no está afectado por sus obras, no está atrapado en ellas, no recibe de ellas ninguna reacción que cautive su alma, kurvann api na lipyate. Así pues, dice, el Yoga de las obras es mejor  que la renuncia física a las obras, porque, mientras que el sannyasa es difícil para los seres encarnados que deben realizar obras mientras estén en el cuerpo, el Yoga de las obras es enteramente suficiente, y conduce el alma al Brahman rápida y fácilmente. Este Yoga de las obras es, lo hemos visto, la ofrenda de toda acción al Señor, ofrenda que produce, como su culminación, un abandono interior y no exterior, espiritual y no físico de las obras en el Brahman,  en el ser del Señor, brahmani âdhâya karmâni, mayi sannyasya. Cuando de este modo las obras “reposan en el Brahman,” la personalidad del ejecutante instrumental ya no existe; aunque actúe, él no hace nada, porque ha abandonado en el Señor, no sólo los frutos de sus obras, sino las obras mismas y su ejecución. Entonces, el  Divino le descarga el peso de las obras y se hace cargo Él mismo; el Supremo llega a ser el ejecutante, la acción y el resultado.

            Este conocimiento del que habla la Gîtâ, no es una actividad intelectual de la mente; es un crecimiento luminoso en el estado más elevado del ser, debido al resplandor de la luz del sol divino de la Verdad, “esta Verdad, el sol que yace oculto en la obscuridad” de  nuestra ignorancia, que evoca el Rig-Veda, tat satyam sûryam tamsi ksiyantan. El Brahman inmutable se mantiene allí, en los cielos del espíritu, por encima de esta perturbada naturaleza inferior y dual, no afectado ni por su virtud ni por su pecado;  no aceptando nuestro sentido de pecado, ni lo que nosotros entendemos por nuestra rectitud, no afectado por su alegría ni por su aflicción, indiferente a nuestra alegría en el éxito y a nuestro sufrimiento en el fracaso, señor de todo, supremo, que todo lo impregna, prabhu vibhu, calmo, fuerte, puro, igual en todas las cosas, origen de la Naturaleza, no autor inmediato de nuestras obras, sino testigo de la Naturaleza y de sus obras, no imponiéndonos tampoco la ilusión de que nosotros somos los autores, porque esta ilusión deriva de la ignorancia de esta Naturaleza inferior. Pero nosotros no podemos ver esta libertad, este dominio, esta pureza; estamos confundidos por la ignorancia natural que nos oculta el eterno conocimiento de sí del Brahman secreto en el trasfondo de nuestro ser. Pero el conocimiento llega a quien lo busca con obstinación y le elimina la natural ignorancia de sí en la que él está; resplandece como un sol largo tiempo oculto, y, para nuestra visión, saca a la luz este supremo ser esencial, más allá de las dualidades de esta existencia inferior, âdityavat prakâsayati tat param. Mediante un largo e incondicional esfuerzo, dirigiendo todo nuestro ser consciente hacia esto, haciendo de esto toda nuestra meta, convirtiéndolo en el objetivo total de nuestra mente discernidora, y viéndolo entonces, no sólo en nosotros, sino en todas partes, llegamos a ser un único pensamiento y un único yo con eso, tad-buddhayas tad-âtmânah, quedamos limpios de toda obscuridad y de todo sufrimiento del hombre inferior por las aguas del conocimiento,1 jñâna-nirdhûta, kalmasâh.

            El resultado es, dice la Gîtâ, una igualdad perfecta hacia todas las cosas y personas; y sólo después podremos cimentar completamente nuestras obras en el Brahman. Porque el Brahman es igual, samam brahma, y sólo cuando tengamos esta igualdad perfecta, sâmye sthitam manah,  “viendo con mirada ecuánime al erudito y culto brahmin, al buey, al elefante, al perro, al paria”, y percibiendo que todo es un único Brahman, es cuando, viviendo en esta unidad,  podemos ver, como lo hace el Brahman, nuestras obras procediendo libremente de la naturaleza, sin ningún temor al apego, al pecado o a la sumisión. Entonces no puede haber mancha ni pecado;  porque hemos vencido esta creación llena de deseo, así como sus obras y reacciones, que pertenecen a la ignorancia, tair jitah sargah; y viviendo en la Naturaleza suprema y divina, ya no existe culpa ni defecto en nuestras obras, ya que, en efecto, son creadas por las desigualdades de la ignorancia. La igualdad del Brahman es impecable, nirdosam hi samam brahma, está más allá de la confusión del bien y del mal; y viviendo en el Brahman también nos elevamos por encima del bien y del mal; actuamos en esta pureza inmaculadamente con un propósito igual y único de realizar el bien de todas las existencias, ksîna-kalmasâh sarvabhûta-hite ratâh. El Señor de nuestros corazones es también, en la ignorancia, la causa de nuestras acciones, pero a través de  su Maya como Él es, por el  egoísmo de nuestra naturaleza inferior, que crea la enmarañada madeja de nuestras acciones y hace recaer sobre él el rechazo de sus embrolladas reacciones, afectándonos interiormente como pecado y como virtud, y exteriormente como sufrimiento y como placer, como buena suerte y como mala, -la gran cadena de Karma. Cuando somos liberados por el conocimiento, el Señor, que ya no está oculto en nuestros corazones, sino manifiesto en tanto que nuestro yo supremo, asume  nuestras obras y nos utiliza como instrumentos intachables, nimita-mâtram, para ayudar al mundo. Tal es la unión íntima entre el conocimiento y la igualdad; el conocimiento aquí, en la buddhi, queda reflejado en tanto que igualdad en el carácter; por encima, en un plano superior de la consciencia, el conocimiento queda reflejado como luz del Ser, y la igualdad, como substancia de la Naturaleza.

            Es siempre en este sentido de un supremo auto-conocimiento como se entiende esta palabra jñana, utilizada en la filosofia hindú y en el Yoga; es la luz por la cual nos expansionamos en nuestro ser verdadero, no el conocimiento por el que acrecentamos nuestro saber y nuestras riquezas intelectuales; no se trata de un conocimiento científico o psicológico, ni tampoco filosófico, ético, estético, mundano ni práctico. En efecto, estos conocimientos también nos ayudan a crecer, pero solamente en el devenir, no en el ser; no entran en la definición de conocimiento yóguico más que cuando nos servimos de ellos como apoyos para conocer al Supremo, al Yo, al Divino, -el conocimiento científico, cuando podemos atravesar el velo de los procesos y de los fenómenos y percibir la Realidad única detrás, la cual los explica a todos;  el psicológico, cuando lo utilizamos para conocernos a nosotros mismos y para distinguir el inferior del superior, de manera que podamos renunciar a aquél y crecer en éste;  el filosófico, cuando lo proyectemos como una luz hacia los principios esenciales de la existencia para descubrir lo que es eterno y vivir en ello; el ético, cuando habiendo distinguido, por él, el pecado de la virtud, rechacemos al uno y nos elevemos por encima de la otra a la inocencia pura de la Naturaleza divina;  el estético, cuando por él descubrimos la belleza del Divino; el del mundo, cuando nos permite ver  a través de él cómo se comporta el Señor con sus criaturas, y lo utilizamos para el servicio del Divino en el hombre. Incluso entonces, estos conocimientos no constituyen más que ayudas; el conocimiento real es aquel que, viviendo en el espíritu, constituye un secreto para la mente y del que ésta no recibe más que reflejos.

            La Gîta, al describir cómo obtenemos este conocimiento, dice, en primer lugar, que somos iniciados en él por los hombres de conocimiento que han visto las verdades esenciales, no por aquellos que no tienen más que un mero saber intelectual;  pero su realidad procede del interior de nosotros mismos: “con el tiempo, el hombre que se ha perfeccionado por el Yoga, lo encuentra dentro de sí mismo, en el yo”; el conocimiento crece dentro de él, es decir, el hombre  se enriquece en conocimiento conforme va creciendo en ausencia de deseo, en igualdad,  en consagración al Divino. Es sólo del conocimiento supremo del que puede decirse realmente esto; el saber que amasa el intelecto del hombre, es recogido laboriosamente del exterior por los sentidos y la razón. Para obtener este otro conocimiento, auto-existente, intuitivo, que se auto-experimenta y se auto-revela, nos es preciso haber conquistado y dominado nuestra mente y nuestros sentidos, samyatendriyah, de manera que ya no seamos el juguete sus ilusiones, sino que, más bien, la mente y los sentidos se hayan convertido en su espejo de pureza; es preciso que hayamos fijado todo nuestro ser consciente en la verdad de esta suprema realidad en la que todo existe, tat-parah, de manera que pueda expresar en nosotros su luminosa existencia esencial.

            Finalmente, es preciso que tengamos una fe que ninguna duda intelectual sea capaz de alterar, sraddhâvân labhate jñânam. “El ignorante que no tiene fe, el alma dubitativa se dirige a su perdición; ni este mundo, ni el mundo supremo, ni ningún tipo de felicidad son para el alma llena de dudas.” De hecho, es cierto que sin fe no puede llevarse a cabo nada decisivo, ya sea en este mundo, o para  poseer el mundo de arriba; y que sólo disponiendo el hombre de una base segura y de un apoyo positivo puede alcanzar, en alguna medida, logros celestiales o terrenales, satisfacción y dicha; el espíritu meramente escéptico se pierde en el vacío. Pero si bien, en el conocimiento inferior, la duda y el escepticismo tienen su utilidad temporal, en el superior, son escollos; porque aquí, en efecto, todo el secreto no está en la armonización de la verdad con el error, sino en una realización de la verdad revelada en constante progreso. En el conocimiento intelectual hay siempre una mezcla de falsedad o imperfección de las que es preciso deshacerse, sometiendo la verdad misma a una indagación escéptica;  pero en el conocimiento superior no puede penetrar la falsedad, y el aporte del intelecto que se apega a ésta o a aquella opinión tampoco puede deshacerse mediante un simple interrogatorio, ya que caerá más bien desde sí mismo por la persistencia en la realización. Debemos despojarnos de ella cualquier imperfección que exista en el conocimiento alcanzado, no cuestionando las raíces de lo que ya ha sido realizado, sino pasando a una realización más avanzada y más completa por una vida más profunda, más elevada y más vasta en el Espíritu. Y lo que todavía no está realizado debe ser preparado por la fe, no mediante un interrogatorio escéptico, porque esta verdad es una que el intelecto no puede suministrar y que, con frecuencia, es, sin duda, completamente opuesta a las ideas en las que la mente lógica y razonadora queda enredada; no es una verdad que sea preciso probar, sino una verdad que debe  vivirse interiormente, una realidad mayor  en la que debemos devenir. Finalmente, es en sí misma una verdad auto-existente, y sería auto-evidente si no fuera por las hechicerías de la ignorancia en la que vivimos; las dudas, las perplejidades que nos impiden aceptarla y seguirla, emergen de esta ignorancia, de este corazón y de esta mente desorientados por los sentidos, desviados por la opinión, viviendo como lo hacen en una verdad  inferior y fenoménica y, por tanto, cuestionando las realidades superiores, ajñâna-sambhûtam hrtstham samsayam. Hay que cortarlos con la espada del conocimiento, dice la Gîtâ,  con el conocimiento que realiza, recurriendo constantemente al Yoga, esto es, viviendo  la unión con el Supremo cuya verdad, si se conoce, hace que todo sea conocido, yasmin vijñâte sarvam vijñatam.

            El conocimiento superior que recibimos aquí es aquel que es para el conocedor del Brahman su constante visión de las cosas cuando vive sin ininterrupción en Él, brahmavid brahmani sthitah. Éste no es una visión, ni un conocimiento, ni una consciencia del Brahman con la exclusión de todo lo demás, sino una percepción de todo en el Brahman y de que todo es el Yo. Porque, se dice, el conocimiento por el que nos elevamos más allá de toda recaída en la confusión de nuestra naturaleza mental, es “eso por lo cual tú verás todas las existencias sin excepción en el Yo, a continuación en el Mí”.  En otra parte, la Gîtâ lo dice más ampliamente, “Igual en su visión en todo lugar, él ve el Yo en todas las existencias y todas las existencias en el Yo. Aquel que Me ve en todo lugar, y que ve todas y cada una de las cosas en Mí, nunca está perdido para Mí, ni Yo para él. Aquel que ha alcanzado la unidad y me ama en todos los seres, este yogui, de cualquier modo que viva y actúe, está viviendo y actuando en Mí. “Oh Arjuna, aquel que en todo lugar ve con igualdad que todo es él mismo, ya sea felicidad o sufrimiento, Yo lo tengo por el yogui supremo.” Éste es el viejo conocimiento vedántico de los Upanishads que la Gîtâ expone constantemente ante nosotros; pero el de la Gîtâ lo hace prevalecer sobre otras formulaciones ulteriores, por el hecho de que ella lo transforma sin cesar en una gran filosofía práctica de existencia divina. La Gîtâ insiste siempre sobre la relación entre este conocimiento de la unidad y el Karmayoga, y, por consiguiente,  sobre el conocimiento de la unidad como la base de una acción liberada en el mundo. Siempre que ella habla de conocimiento, orienta inmediatamente su discurso hacia la igualdad, que es su efecto; y cada vez que habla de la igualdad, se dirige igualmente hacia el conocimiento, que es su base. La igualdad que ella prescribe no comienza ni acaba en una condición estática del alma, que no sería útil más que para la liberación del yo; es siempre una base de las obras. La paz del Brahman en el alma liberada es la fundamentación; la vasta acción libre, igual, universal del Señor en la naturaleza liberada, propaga el poder  que se desprende de esta paz; las dos devienen una sintetizando las obras divinas y el conocimiento de Dios.

            Vemos inmediatamente qué profundo ensanchamiento ganamos aquí para las ideas, que, por lo demás, la Gîtâ posee en común con otros sistemas de vivencia filosófica, ética o religiosa. La resistencia, la indiferencia filosófica, la resignación, son, lo hemos dicho, el  fundamento de tres clases de igualdad; pero la verdad que la Gîtâ da del conocimiento, no sólo las reúne a todas, sino que les da un sentido de profundidad infinita, una significación espléndidamente abundante. El conocimiento estoico es el del poder que tiene el alma de dominarse por el coraje interior y por la igualdad alcanzada, luchando contra su propia naturaleza, mantenida gracias a una vigilancia y a un control constantes ejercidos contra sus rebeliones naturales; le concede una paz noble, una dicha austera, pero no la alegría suprema del yo liberado, viviendo, no según una ley, sino en la pura perfección espontánea y  fácil de su divino ser, de manera que “cualesquiera que puedan ser sus actos y su vida, actúa y vive en el Divino”, porque, en este caso, la perfección no sólo está alcanzada, sino también poseída en su pleno derecho, y ya no necesita ser mantenida por el esfuerzo, porque ha devenido en la naturaleza misma del ser del alma. La Gîtâ acepta la resistencia y la longanimidad de nuestra lucha contra la naturaleza inferior como movimiento preliminar; pero si se obtiene un cierto dominio por nuestra fuerza individual, la libertad del dominio no se obtiene más que por nuestra unión con Dios,  por una inmersión o inhabitación de nuestra personalidad en la Persona única divina,  y si la voluntad personal se pierde en la Voluntad divina.  Hay un Señor divino de la Naturaleza y de sus obras, quien, situado por encima de ella aunque resida en ella, es nuestro ser más alto y nuestro yo universal; ser uno con él es hacernos divinos nosotros mismos. Por la unión con Dios penetramos en una libertad suprema y en un dominio supremo. El ideal del estoicismo, el del sabio que es rey porque se gobierna a sí mismo, llega a ser dominador, además, de las condiciones exteriores; se parecen superficialmente al ideal vedántico del soberano de sí mismo y soberano de todas las cosas, svarât samrât; pero se sitúa sobre un plano inferior. La soberanía estoica es mantenida por una fuerza colocada sobre el yo y sobre el medio; la soberanía completamente liberada del yogui existe, naturalmente, por la realeza eterna de la naturaleza divina, por una unión con su universalidad sin escollos: él reside finalmente de forma espontánea en la superioridad de esta naturaleza divina sobre la naturaleza instrumental, por medio de la cual ella actúa. El dominio del yogui sobre las cosas nace del hecho de que ha devenido uno en alma con todos. Tomando una imagen que pertenece a las instituciones romanas, la libertad estoica es la del libertus, del liberado, quien, en realidad, depende todavía del poder que una vez le mantuvo esclavizado; la suya es una libertad autorizada por la Naturaleza; porque la ha merecido. La libertad de la Gîtâ es la del hombre libre, la libertad verdadera del nacimiento a la naturaleza superior, auto-existente en su divinidad. Cualquier cosa que haga, y de cualquier manera que viva, el alma libre vive en el Divino; ella  es el niño privilegiado de la mansión, bâlavat, que no puede errar ni fracasar, porque todo lo que ella es y hace está lleno del Perfecto, del  Todo Extático, del Todo Amante, del Todo Bello. El reino que ella alegra, râjyam samrddham, es un territorio suave y alegre del que puede decirse, según la rica expresión del pensador griego, “El reino pertenece al niño.”

            El conocimiento del filósofo es el de la naturaleza verdadera de la existencia mundana, de la transitoriedad de las cosas exteriores, de la vanidad de las diferencias y de las distincio-nes del mundo, de la superioridad de la calma, de la paz, de la luz y de la autonomía interiores. Es una igualdad de indiferencia filosófica; conduce a una calma elevada, pero no a la alegría espiritual más grande; es una libertad de aislamiento, una sabiduría parecida a la del sabio de Lucrecio, que se siente superior en la cima del acantilado desde donde contempla a los hombres, sacudidos por las tempestuosas aguas de las que él ha escapado, -después de todo, algo alejado e ineficaz. La Gîta admite el motivo filosófico de la indiferencia como un movimiento preliminar; pero la indiferencia a la que finalmente llega -suponiendo que, de hecho, pueda aplicarse esta palabra, por poco que sea, inadecuada -, no tiene nada en sí misma de lejanía filosófica. Es, sin duda, una posición parecida a la de alguien que está situado por encima, udâsînavat, pero como el Divino está situado por encima: no teniendo, en absoluto, ninguna necesidad en el mundo; sin embargo lleva a cabo siempre todas las obras y está presente en todas las partes, manteniendo, ayudando, guiando la laboriosidad de las criaturas. Esta igualdad tiene por fundamento la unidad con todos los seres. Introduce lo que hace falta a la igualdad filosófica; porque si su alma es el alma de paz, también es el alma de amor. Ve a todos los seres, sin excepción, en el Divino, es un yo único con el Yo de todas las existencias y, por lo tanto, está en simpatía suprema con todas ellas. Sin excepción, asesena, no sólo con todo lo que es bueno, bello y agradable; nada ni nadie, a pesar de lo vil, de lo venido a menos, de lo criminal y repelente que sea en apariencia, puede quedar excluido de esta simpatía universal sincera, ni de esta unidad espiritual. Aquí no ha lugar, no sólo para el odio, la cólera o la falta de caridad, sino también para la distancia, el desdén o cualquier noción mezquina de superioridad.  Una compasión divina para la ignorancia de la mente que lucha, una voluntad divina para verter sobre ella toda la luz, todo el poder y toda la felicidad, es lo que habrá allí, sin duda, para el hombre aparente; pero para el Alma divina dentro de él, habrá más: existirá la adoración y el amor.  Porque del fondo de todos, del del ladrón, del de la cortesana y del del paria, así como del del santo y del del  el sabio, el Amado mira de frente y nos grita, “Ése es Yo.” “Aquel que Me ama en todos los seres” -¿qué palabra de poder más grande, para las intensidades y profundidades extremas del amor divino y universal, ha sido pronunciada por algún filósofo o por alguna religión?

            La resignación constituye  la base de una  especie de igualdad religiosa, la sumisión a la voluntad divina, una actitud para soportar pacientemente su cruz, una conformidad humilde. En la Gîtâ, este elemento toma la forma más amplia de una consagración íntegra de todo el ser a Dios. No se trata simplemente de una sumisión pasiva, sino de un don de sí activo; no sólo una forma de ver y de aceptar la Voluntad divina en todas las cosas, sino una ofrenda de la propia voluntad para ser el instrumento del Señor de las obras, y esto no con la idea más débil de ser un servidor de Dios, sino la idea , al menos al final, de abandonar en Él al mismo tiempo tanto la consciencia como las obras de una manera tan completa  que nuestro ser devenga uno con Su ser y que la naturaleza hecha impersonal no sea más que un instrumento  y nada más. Todo resultado, bueno o malo, gratificante o desagradable, afortunado o desgraciado, es aceptado como perteneciente al Señor de nuestras acciones, de manera que, finalmente, el dolor y el sufrimiento no sólo son soportados, sino desterrados; se establece una perfecta igualdad de la mente emocional. No hay ninguna intervención de la voluntad personal en el  instrumento; uno ve que todo se desarrolla ya en la presencia omnisciente y en el omnipotente poder efectivo del Divino universal, y que el egoísmo de los hombres no puede alterar las operaciones de esta Voluntad. Por consiguiente, la actitud final es la preconizada a Arjuna en un capítulo posterior, “Todo ha sido hecho ya por Mí en Mi divina voluntad y en Mi divina previsión; deviene tú solamente la ocasión, oh Arjuna,” nimitta-mâttram bhava savyasâcin.  Esta actitud debe conducir, finalmente, a una unión absoluta de la voluntad personal con la Voluntad Divina y, creciendo el conocimiento, entrañar una respuesta inequívoca del instrumento al Poder y al Conocimiento divinos. Con una perfecta y absoluta igualdad en la auto-entrega, la mentalidad se convierte en un canal pasivo de la Luz y el Poder Divinos, y el ser activo, en un instrumento poderosamente eficaz para su obra en el mundo; tal será el equilibrio realizado por esta suprema unión del Trascendente, del universal y del individual.

            La igualdad también existirá en relación a la acción de los demás sobre nosotros. Nada de lo que puedan hacer alterará la unidad interior, el amor, la simpatía que suscita la per-cepción del Yo único en todos, del Divino en todos los seres. Pero una paciencia y una sumisión resignadas hacia ellos y hacia lo que hagan, una no-resistencia pasiva, no formarán necesariamente parte de la acción; esto no es posible, puesto que una constante obediencia instrumental a la Voluntad divina y universal se traduce necesariamente en el choque de fuerzas antagónicas que llenan el mundo, por un conflicto con las voluntades personales que buscan más bien su propia satisfacción egoísta. En consecuencia, Arjuna es obligado a resistir, a luchar, a vencer; pero a luchar sin odio ni deseo personal, sin enemistad ni antagonismo personales, ya que estos sentimientos son imposibles para el alma liberada. Actuar por el  lokasangraha, impersonalmente, para mantener y guiar a los pueblos por el sendero a la meta divina, es una ley que fluye necesariamente de la unidad del alma con el Divino, el Ser universal, ya que está allí todo el sentido y todo la tendencia de la acción universal. Y esto no se opone a nuestra unidad con todos los seres, incluso con los que se presentan aquí como adversarios y como enemigos. Porque la meta divina es igualmente su meta, siendo ésta a la que en secreto apunta todo el mundo, incluso aquellos cuya mente exterior, inducida a error  por la ignorancia y el egoísmo, se desviaría del sendero y se resistiría al impulso. La resistencia y la derrota son el mejor servicio exterior que se les puede hacer. Por esta percepción, la Gîtâ evita la conclusión limitativa que podría extraerse de una doctrina de la igualdad, al desdeñar impracticablemente todas las relaciones, y de un flaqueante amor sin conocimiento, mientras que preserva en perfecto estado la única cosa esencial. Por el alma, la unidad con todas las cosas, por el corazón el amor, la simpatía, la compasión calmos y universales, pero por las manos la libertad de obrar impersonalmente el bien, no de esta o aquella persona solamente, sin  cuidarse del plan divino, o en su detrimento, sino por el propósito de la creación, por el bienestar progresivo y la salvación de los hombres, por el bien total de todas las existencias.

            La unidad con Dios, la unidad con todos los seres, la realización de la eterna unidad divina  en todas las partes, la conducción de los hombres hacia esta unidad, constituyen la ley de vida que surge de las enseñanzas de la Gîtâ. No puede existir nada más grande, más vasto, más profundo. Liberado, vivir en esta unidad, ayudar a la humanidad en el sendero que lleva hacia ella y, mientras tanto, hacer todas las obras por Dios ayudando también al hombre a realizar con alegría y aceptación todas aquellas a las que es llamado, krtsna-karma-krt, sarvakarmâni josayan, no puede ser ofrecida una regla de las obras divinas más grande ni más liberal. Esta libertad y esta unidad son la meta secreta de nuestra naturaleza humana, y la última voluntad en la existencia de la raza. Es esto hacia lo que ésta debe dirigirse para hallar la felicidad que toda la humanidad está buscando ahora vanamente una vez que los hombres hayan elevado sus ojos y su corazón para ver al Divino en ellos y alrededor de ellos, en todo y por todo, sarvesu, sarvatra, y para aprender que es en Él en quien ellos viven, mientras que esta naturaleza inferior de la división no es más que un muro de la prisión que ellos tienen que derribar, o, en el mejor de los casos, un jardín infantil que es preciso dejar atrás para poder llegar a ser adultos en su naturaleza y libres en su espíritu.  Hacerse uno con Dios en lo alto, Dios en el hombre, y Dios en el mundo, es el sentido de la liberación y el secreto de la perfección.

 

1 El Rig-Veda habla igualmente de las corrientes de la Verdad, de las aguas que poseen el conocimiento perfecto, de las aguas que están llenas de la divina luz solar, rtasya dhârâh, âpo vicetasah, svarvatîr apah. Lo que son aquí metáforas, allí son símbolos concretos.

 

 

 

XXI

EL DETERMINISMO DE LA NATURALEZA

 

Cuando nosotros podemos vivir en el Yo superior debido a la unidad de las obras y del auto-conocimiento, llegamos a ser superiores al método de las operaciones inferiores de la Prakriti. Ya no somos los esclavos de la Naturaleza y de sus gunas, sino, uno con el Îshwara, los señores de nuestra naturaleza; somos capaces de utilizarla sin estar sujetos a la cadena del Karma, para los propósitos de la Voluntad Divina en nosotros; por esto es por lo que el Yo más grande está en nosotros; él es el Señor de las obras de la Naturaleza de la que no le afectan las reacciones en su desordenada presión.  El alma ignorante en la Naturaleza, por el contrario, está esclavizada a los modos de ésta por esta ignorancia, porque está identificada allí, no para su felicidad con su yo verdadero, no con el Divino que se mantiene por encima de ella, sino, estúpidamente y para su malestar, con la mente egoísta que, a pesar del esplendor exagerado que ella se asigna, es un factor subordinado en las operaciones de la Naturaleza, un simple nudo mental, un simple punto de referencia para el juego de las operaciones naturales. Deshacer este nudo, no ya para hacer del ego el centro y el beneficiario de nuestras obras, sino para derivar todo de la Super-Alma divina, y referir todo a Ella, tal es el medio para llegar a ser superiores  a toda la agitación de los modos de la Naturaleza. Porque es vivir en la consciencia suprema, de la que la mente egoísta es una degradación; es actuar en una Voluntad y en una Fuerza iguales y unificadas, no en el juego desigual de los gunas que es una búsqueda y un esfuerzo imperfectos, una excitación, un Maya inferior.

            Los pasajes en los que la Gîtâ insiste en la sujeción del alma egoísta a la Naturaleza, han sido interpretados por algunos como el enunciado de un determinismo absoluto y mecánico que no deja espacio a ninguna clase de libertad en el marco de la existencia cósmica. Ciertamente, el lenguaje que utiliza es vigoroso y parece muy absoluto. Pero es preciso que, aquí, como en cualquier otra parte, tomemos el pensamiento de la Gîtâ como un todo, y no forzar las afirmaciones en su sentido aislado, separándolas completamente unas de otras, -del mismo modo que, de hecho, toda verdad,  por muy verdadera que sea en sí misma, tomada aisladamente de las demás, que a la vez la limitan y completan, llega a ser, sin embargo, un lazo donde el intelecto queda atado, y un dogma engañoso; porque, en realidad, cada una es una hebra de una urdimbre compleja, y ninguna hebra debe ser tomada en consideración aparte de las demás. En la Gîtâ todo está entramado de la misma forma, y cada cosa debe ser comprendida en su relación con el todo. La Gîtâ misma hace una distinción entre aquellos que no tienen el conocimiento del conjunto, akrtsnavidah, y son inducidos a error por las verdades parciales de la existencia, y el yogui que tiene el conocimiento sintético de la totalidad, krtsna-vit. Ver toda la existencia serenamente y por entero, y no dejarse extraviar por sus verdades  contradictorias, es la primera necesidad para la sabiduría calma y completa a la que el yogui está invitado a elevarse. Una cierta libertad absoluta es un aspecto de las relaciones del alma con la Naturaleza en un polo de nuestro ser complejo; un cierto determinismo absoluto por la Naturaleza es el aspecto en el polo opuesto; y además existe una imagen parcial y aparente, y por consiguiente irreal, de la libertad que capta el alma del hecho de un reflejo distorsionado de estas dos verdades opuestas en la mentalidad que se desarrolla. Es a esta imagen a lo que ordinariamente damos, con mayor o menor exactitud, el nombre de voluntad libre; pero para la Gîtâ nada está liberado  salvo que sea una liberación y un dominio completos.

            Es preciso que tengamos siempre presentes en la mente las dos grandes doctrinas que  apoyan todas las enseñanzas de la Gîtâ con respecto al alma y a la Naturaleza, -la verdad sankhyana del Purusha y de la Prakriti, corregida y completada por la verdad vedántica del triple Purusha y de la doble Prakriti, cuya forma inferior es la Maya de los tres gunas, y la superior,  la naturaleza divina y la naturaleza espiritual verdadera.  Aquí está la clave que reconcilia y explica lo que de otro modo podríamos tener que dejar como contradicciones y  discordancias. Hay, de hecho, diferentes planos de nuestra existencia consciente, y lo que es una verdad práctica en un determinado plano, deja de ser verdad, porque asume una apariencia completamente diferente, tan pronto como nos elevamos a un nivel superior, desde donde podemos ver las cosas más en su conjunto. Recientes descubrimientos científicos han mostrado que el hombre, el animal, la planta, e incluso el metal, tienen esencialmente las mismas reacciones vitales y que, si cada una de ellas poseyera algo de lo que, a falta de una palabra mejor, deberíamos denominar consciencia nerviosa, dispondrían, entonces, de la misma base de psicología mecánica. Sin embargo, si cada uno de ellas pudiera manifestar  su propia consideración mental de lo que experimenta, tendríamos cuatro declaraciones completamente diferentes y ampliamente contradictorias a propósito de las mismas reacciones y de los mismos principios naturales, porque, a medida que nos elevamos en la escala del ser, estos últimos cambian de  significado y de valor, y deben ser juzgados según una perspectiva diferente. Lo mismo sucede con los niveles del alma humana. Lo que denominamos en este momento, en nuestra mentalidad ordinaria, nuestro libre arbitrio, teniendo una cierta justificación limitada para denominarlo así, aparece, sin embargo, al yogui que se ha elevado más, y para quien nuestra noche es un día, y nuestro día, una noche, no como una voluntad libre, en absoluto, sino como una sujeción a los modos de la Naturaleza. Él considera los mismos hechos, pero desde la perspectiva superior del que conoce la totalidad, krtsna-vit, mientras que nosotros lo visualizamos enteramente desde la mentalidad más limitada de nuestro conocimiento parcial, akrtsnavidah, que es una ignorancia. Aquello de lo que nosotros nos enorgullecemos como siendo nuestra libertad, para él es una atadura.

            Nuestra ignorancia consiste en creernos libres cuando, en realidad, estamos todo el tiempo envueltos en las redes de esta naturaleza inferior; hacérnoslo saber es el punto de vista al que llega la Gîtâ, que contradice esta pretensión ignorante y afirma, en este plano, la completa sujeción del alma egoísta a los gunas. “Mientras las acciones son llevadas a cabo enteramente por los modos de la  Naturaleza, dice ella, aquel cuyo yo está desorientado por el egoísmo, piensa que es su ‘yo’ el que las ejecuta.” Pero aquel que conoce los verdaderos principios de la división de los modos y de las obras, se da cuenta de que son los modos los que están actuando y reaccionando entre sí, y no es atrapado en ellos por el apego. Aquellos que están desconcertados por los modos, quedan apegados a los modos y a sus obras; las mentes apagadas, no conocedoras del conjunto, no dejan que el conocedor del conjunto las perturbe, desde su punto de vista mental. Pero abandonando tus obras en Mí, libre del deseo y del egoísmo, lucha, liberado de la fiebre de tu alma.” Aquí se halla una clara distinción entre dos niveles de consciencia, dos puntos de vista sobre la acción: el del alma apresada en la red de su naturaleza egoísta y haciendo las obras con la idea, pero no con la realidad de la vo-luntad libre, bajo el impulso de la Naturaleza; y el del alma liberada de su identificación con el ego, observando, sancionando, y gobernando las obras de la Naturaleza desde encima de ésta.

            Hablamos del alma que está sumisa a la Naturaleza; pero, por otro lado, la Gîtâ, al distinguir las propiedades del alma y de la Naturaleza, afirma que mientras la Naturaleza es la ejecutora, el alma es siempre el señor, el Îshwara, îsvara. Habla aquí del yo que es desviado por el egoísmo, pero el Yo verdadero para el vedantín es el Yo divino, eternamente libre y auto-consciente. Entonces, ¿qué ese yo desconcertado por la Naturaleza, esta alma que está atrapada en ella? La respuesta es que nosotros estamos hablando aquí en el lenguaje ordinario de nuestra concepción inferior o mental de las cosas; estamos hablando del yo aparente, del alma aparente, no del yo real, no del Purusha verdadero. Es, en efecto, el ego el que está sometido a la Naturaleza inevitablemente, porque en sí mismo forma parte de la Naturaleza, puesto que es uno de los funcionamientos de su mecanismo; pero cuando la auto-consciencia en la consciencia mental  se identifica con el ego, crea la apariencia de un yo inferior, un yo egoísta. E incluso lo que pensamos habitualmente que es el alma, es realmente la personalidad natural, no la Persona verdadera, el Purusha, sino el alma de deseo en nosotros, que es un reflejo de la consciencia del Purusha  en las operaciones de la Prakriti; esta alma de deseo, en sí misma,  no es, de hecho, más que una acción de los tres modos,  y,  por lo tanto,  forma parte de la Naturaleza.  Así pues, podemos decir que hay dos almas en nosotros: la aparente o alma de deseo, que cambia con las mutaciones de los gunas y está enteramente constituida y determinada por ellos, y el Purusha libre y eterno, no limitado por la Naturaleza ni sus gunas. Nosotros tenemos dos yoes: el yo aparente, que no es más que el ego, ese centro mental en nosotros que asume esta acción mutable de la Prakriti, esta personalidad cambiante, y que dice: “Yo soy esta personalidad, yo soy este ser natural que realiza estas obras,” –pero el ser natural es simplemente Naturaleza, un compuesto de los gunas-, y el yo verdadero que es, en verdad, el sostén, el poseedor y el señor de la Naturaleza y que está representado en ella, pero no es en sí mismo la mutable personalidad natural.  Para ser libre es preciso, entonces, desembarazarse de los deseos de esta alma de deseo y de la falsa  noción de sí de este ego. “Habiéndote liberado del deseo y del egoísmo, exclama el Maestro, combate, con toda la  fiebre de tu alma alejada de ti,” nirâsîr nirmamo bhûtvâ.

            Esta noción de nuestro ser se desprende del análisis sankhyano del principio dual de nuestra naturaleza, Purusha y Prakriti. Purusha es inactivo, akartâ; Prakriti es activo, kartrî: Purusha es el ser lleno de la luz de la consciencia; Prakriti es la Naturaleza, mecánica, reflejando todas sus obras en el testigo-consciente o Purusha. La Prakriti trabaja por medio la desigualdad de sus tres modos, los gunas, colisionando, entremezclándose y modificándose entre ellos perpetuamente; y por su función de mente egoísta conduce al Purusha a identificarse con todas estas operaciones, creando así el sentimiento de personalidad activa, mutable y temporal en la eternidad silenciosa del Yo. La impura consciencia natural obnubila la consciencia pura del alma; la mente olvida la Persona en el ego y en la personalidad; permitimos que la inteligencia discriminadora sea arrastrada por la mente sensorial y sus funciones, vueltas hacia el exterior, y por el deseo de la vida y del cuerpo. Mientras el Purusha consienta en esta acción, el ego, el deseo y la ignorancia deben gobernar el ser natural.

            Pero si esto fuera todo, entonces el único remedio sería retirar completamente la sanción, y, por esta retirada,  autorizar o forzar a toda nuestra naturaleza a caer en un equilibrio inmóvil de los tres gunas, y así cesar de toda acción. Ahora bien, aunque sea éste indudablemente un remedio, - que, podríamos decir,  abole la enfermedad, pero también al enfermo-, es precisamente el que la Gîtâ desautoriza constantemente. Sobre todo, recurrir a una inacción tamásica es exactamente lo que harán los ignorantes  si esta verdad les fuera impuesta por la fuerza; la mente discriminante en ellos caerá en una falsa división, en una falsa oposición, buddhibheda; su naturaleza activa y su inteligencia serán divididas una contra la otra y crearán un desorden y una confusión sin una salida verdadera, una falsa línea de acción donde uno se engaña a sí mismo, mithyâcâra; o incluso entrañará  una simple inercia  tamásica, un cese de las obras, una disminución de la voluntad de vivir y de actuar, no, por lo tanto, una liberación, sino más bien una sumisión al más bajo de los tres gunas, al tamas, el principio de la ignorancia y de la inercia.  O incluso, serán totalmente incapaces de com-prender, criticarán esta enseñanza superior, le opondrán su experiencia mental presente, su no-ción ignorante de arbitrio libre; y, todavía más, confirmado por la plausibilidad de su lógica, su embrollo, así como el engaño del ego y del deseo antes confirmados, perderán su oportu-nidad de liberación en una confirmación más profunda y más obstinada de la ignorancia.

            De hecho, estas verdades superiores no son más que una ayuda, porque no son verdaderas más que para la experiencia, y no pueden ser vividas más que allí, sobre un plano más alto y más vasto de consciencia y de ser. Considerar estas verdades desde abajo es verlas mal, comprenderlas mal y, probablemente, utilizarlas mal. Es una verdad superior que la distinción del bien y del mal es, en el fondo, un hecho práctico y una ley que sirve para la vida humana egoísta, estadio de transición del animal al divino; pero en un plano superior nos elevamos más allá del bien y del mal, estamos,  a semejanza de Dios, por encima de su dualidad. Ahora bien, la mente inmadura, apoderándose de esta verdad sin elevarse de la consciencia inferior donde no es, prácticamente, válida, simplemente hará una excusa conveniente para consentir en sus tendencias asúricas, negando completamente la distinción entre el bien y el mal y, a fuerza de complacencia para sí, hundirse más profundamente en los cenagales de la perdición, sarva-jñâna-vimûdhân nastân acetasah. Lo mismo sucede también con esta verdad del determinismo de la Naturaleza; será mal vista y mal utilizada, como la utilizan mal aquellos que declaran que un hombre es lo que su naturaleza ha querido que él sea, y que él no puede actuar de otro modo distinto del que su naturaleza le impone. Es verdad en un sentido, pero no en el sentido que se le aplica habitualmente, no en el sentido que el yo egoísta puede pretender para él mismo la irresponsabilidad e impunidad en sus obras; porque él tiene una voluntad y tiene un deseo, y en tanto que actúa según su voluntad y deseo, incluso aunque esta sea su naturaleza, está obligado a soportar las reacciones de su karma. Está en una red, si tú quieres, una trampa que bien puede parecer desconcertante, ilógica, injusta, terrible para su experiencia actual, para su conocimiento de sí limitado, pero una trampa que él mismo ha elegido, una red que él mismo ha tejido.

            En efecto, la Gîtâ dice: “Todas las existencias siguen su naturaleza y ¿de qué serviría coaccionarla?”; lo cual, si lo tomamos en sí mismo, tiene todo el aire de una  afirmación  desesperadamente absoluta de la omnipotencia de la Naturaleza en relación al alma; “incluso el hombre de conocimiento actúa según su propia naturaleza.” Y ella fundamenta sobre esto el mandamiento para seguir fielmente, en nuestra acción, la ley de nuestra naturaleza. “Vale más su propia ley de las obras, svadharma, aunque en sí misma defectuosa, que una ley extraña bien trabada; la muerte según su propia ley es lo mejor; es peligroso seguir una ley extraña.” Lo que justamente se entiende por este svadharma,  nos es preciso, para verlo, esperar llegar a las conclusiones más elaboradas acerca del Purusha, de la Prakriti y de los gunas, en los últimos capítulos; pero ciertamente eso no significa que debamos seguir cualquier impulso, incluso malo, que nos dicta lo que nosotros denominamos nuestra naturaleza.  Porque entre estos dos versículos, la Gîtâ añade este otro mandato: “En el objeto de ese sentido o de este otro,  la atracción  y la repulsión se mantienen en emboscada; no cae en su poder, porque son ellas quienes asaltan al alma en su sendero.” E inmediatamente después de esto, en respuesta a la objeción de Arjuna que le pregunta, dando por sentado que no existe ningún mal en seguir a nuestra Naturaleza, lo que debemos decir entonces de lo que en nosotros conduce a un hombre al pecado, como por la fuerza, incluso contra su propia voluntad que lucha para defenderse, el Maestro responde que es el deseo y su acompañante, la cólera, hijos ambos de rajas, el segundo guna, el principio de la pasión, y que este deseo es el gran enemigo del alma y debe ser destruido. Abstenerse de hacer el mal, declara la Gîtâ, es la primera condición para la liberación, y siempre prescribe el autodominio, el auto-control, samyama, el control de la mente, de los sentidos, de todo el ser inferior.

            Hay, pues, una distinción que hacer entre lo que es esencial en la naturaleza, su acción originaria e inevitable, que es completamente inútil reprimir, ahogar, forzar, y lo que es accidental en la naturaleza, sus vagabundeos, sus confusiones, sus perversiones, sobre las que debemos, ciertamente, ejercer un control. También hay un distinción sobrentendida entre coerción y represión, nigraha, y dominio acompañado de la utilización justa y la guía justa, samyama. Las primeras son una violencia hecha a la naturaleza por la voluntad, violencia que acaba por  disminuir los poderes naturales del ser, âtmânam avasâdayet; el segundo supone el control del yo inferior por el yo superior, que otorga con éxito a estos poderes su acción correcta y su máxima eficacia, -yogah karmasu kausalam. Esta naturaleza de samyama es elucidada muy claramente por la Gîtâ al comienzo de su capítulo sexto: “Por el  yo tú debes liberar al yo, no debes debilitar y desanimar al yo (ya sea por complacencia, ya por represión); porque el yo es el amigo del yo, y el yo es el enemigo. Para el hombre, su yo es un amigo en quien el yo (inferior) ha sido vencido por el yo (superior); pero para aquel que no posee su yo (superior), el yo (inferior) es como un enemigo y actúa enemistosamente.” Cuando uno ha conquistado su yo y ha accedido a la calma de un perfecto dominio de sí, de una perfecta posesión de sí, entonces el yo supremo en el hombre tiene su fundamentación estable, incluso en su ser humano exteriormente consciente, samâhita. En otros términos, dominar el yo inferior por el superior, el yo natural por el espiritual es el camino de la perfección y de la liberación del hombre.

            Aquí, entonces, se presenta una cualificación muy grande del determinismo de la Naturaleza, una limitación precisa de su significado y de su alcance. Para ver mejor cómo se elabora el paso de la sujeción al dominio, es preciso observar, desde lo más bajo a lo más elevado, el funcionamiento de los gunas en la escala de la Naturaleza. En lo bajo, se hallan las existencias en las que el principio del tamas tiene la supremacía, los seres que no han alcanzado todavía la luz de la consciencia de sí y son totalmente arrastrados por la corriente de la Naturaleza. Incluso en el átomo hay una voluntad, pero vemos con suficiente claridad que se trata de una voluntad que no es libre, porque es mecánica, y que el átomo no posee la voluntad, sino que es poseído por ella. Aquí, la buddhi, el elemento de inteligencia y voluntad en la Prakriti, es, de hecho y con toda evidencia, lo que el Sankhya afirma que es, jada, un principio mecánico, incluso inconsciente, en el que la luz del Alma consciente no ha abierto todavía brecha alguna hacia la superficie: el átomo no es consciente de una voluntad inteligente; el tamas, principio de la inercia y de la ignorancia, la tiene bajo su control, contiene el rajas, oculta dentro de él el sattwa y manifiesta a fondo su primacía, compeliendo la Naturaleza, sin duda,  a esta forma de existencia a actuar con una fuerza extraordinaria, pero en tanto que instrumento mecánico, yantrârûdham mâyayâ. Después, en la planta, el principio del rajas se ha abierto un camino hacia la superficie, con su potencia de vida, con su capacidad de reacciones nerviosas, que en nosotros son reconocibles bajo la forma de placer y sufrimiento, pero el sattva está completamente involucionado, no ha emergido todavía para despertar la luz de una voluntad consciente e inteligente; todo es todavía mecánico, subconsciente o semi-consciente; el tamas es más fuerte que el rajas,  y ambos, carceleros del sattwa prisionero.

            En el animal, aunque el tamas es aún poderoso, aunque ante nuestros ojos podamos  describirlo todavía como perteneciente a la creación tamásica, tâmasa sarga, sin embargo, el rajas prevalece mucho más sobre el tamas, trae consigo su poder desarrollado de vida, de deseo, de emoción, de pasión, de placer, de sufrimiento, mientras que el sattwa que emerge, pero todavía dependiente de la acción inferior, procura a aquellos la primera luz de la mente consciente, el sentido mecánico de ego, la memoria consciente, una cierta clase de pensamiento, y, sobre todo, las maravillas del instinto y de la intuición animal. Pero hasta ahora, la buddhi,  la voluntad inteligente no ha desarrollado la luz plena de la consciencia; por lo tanto, no puede atribuirse al animal responsabilidad alguna por sus actos. El tigre no puede ser más censurado por matar y devorar, que el átomo por sus movimientos ciegos, que el fuego, por arder y consumir, o que la tempestad, por sus efectos devastadores. Si pudiera responder a la situación creada por él, el tigre diría, sin duda, como el hombre, que tenía voluntad libre; tendría el egoísmo del ejecutor, y diría: “Yo mato, yo devoro”;  pero nosotros podemos ver suficientemente claro que no es realmente el tigre, sino la Naturaleza en el tigre quien mata;  es la Naturaleza en el tigre la que devora; y si se refrena de matar o de devorar, es por saciedad, por miedo o por indolencia, lo cual procede de otro principio de la Natura-leza en él: de la acción del guna denominado tamas. Así como era la Naturaleza en el animal la que mataba, así también es la Naturaleza en el animal la que se retrae de matar. Cualquiera que sea el alma en él, ella sanciona pasivamente  la acción de la Naturaleza; es tan pasiva en su pasión y en su actividad como en su indolencia e inacción. El animal, a semejanza del átomo, actúa siguiendo el mecanismo de su Naturaleza, y no de otro modo, sadrsam cestate svasyâh prakrteh, como si estuviera montado en una máquina, yantrârûdho mâyayâ.

            Bien; pero ¿existe en el hombre, al menos, otra acción, un alma libre, un  voluntad libre, un sentido de responsabilidad, un ejecutor real distinto que la Naturaleza, distinto que el mecanismo de Maya? Así parece; porque en el hombre hay una voluntad consciente e inteligente; buddhi está llena de luz del Purusha testigo, quien a través de ella, parece  observar, comprender, aprobar o desaprobar, dar o rechazar su acuerdo; parece, a decir verdad, al menos al comienzo, ser el señor de su naturaleza. El hombre no es como el tigre, o la tempestad,  o el fuego; no puede matar y decir con suficiente justificación, “yo actúo según mi naturaleza”; y no puede hacerlo porque no tiene la misma naturaleza, ni, por tanto, la misma ley de acción, el mismo svadharma que el tigre, la tempestad, o el fuego. Él tiene una voluntad consciente e inteligente, una buddhi, y a ésta debe referir sus acciones. Si no lo hace así, si actúa ciegamente según sus impulsos y pasiones, entonces la ley de su ser no es correctamente cumplimentada, savadharmah su-anusthitah, no ha actuado según la medida plena de su humanidad, sino más bien como podría hacerlo un animal. Es verdad que el principio del rajas, o el del tamas, se apodera de su buddhi y le induce a justificarse por  cualquiera de las acciones que lleva a cabo, o por cualquiera de las que evite realizar; pero, sin embargo, la justificación, o, al menos, la referencia a la buddhi no debe existir menos aquí, o bien antes, o bien después de que la acción ha sido cometida. Y, por otro lado, el sattwa está despierto en el hombre, y  no actúa sólo como inteligencia y voluntad inteligente, sino como una búsqueda de la luz, del conocimiento justo y de la acción justa conforme a este conoci-miento, como una percepción compasiva de la existencia y de los derechos de los demás, como un intento para conocer la ley superior de su naturaleza, que el principio sáttwico crea en él,  para obedecerla, y como una concepción de la paz y de la felicidad más grandes que la virtud, el conocimiento y la simpatía penetran en su juego. Él sabe, más o menos imperfec-tamente, que le es preciso gobernar su naturaleza rajásica y tamásica con la ayuda de su naturaleza sáttwica, y que en ese sentido tiende hacia la perfección de su humanidad normal.

            Pero ¿es libertad la condición de la naturaleza predominantemente sáttwica, y es esta voluntad en el hombre una voluntad libre? Esto, desde el punto de vista de una consciencia superior, única morada de la verdadera libertad, es refutado por la Gîtâ. La buddhi, o voluntad consciente e inteligente, es además un instrumento de la Naturaleza, y cuando actúa, incluso en el sentido más sáttwico,  es también la Naturaleza la que actúa, y el alma es arrastrada sobre la rueda por la Maya. En cualquier caso, al menos un noventa por ciento de la libertad de nuestra voluntad es una ficción manifiesta; esta voluntad es creada y determinada, no por su propia acción espontánea en un momento dado, sino por nuestro pasado, nuestra herencia, nuestra educación, nuestro entorno, todo el formidable y complejo conjunto que denominamos karma, que es, detrás nosotros, toda la acción pasada de la Naturaleza sobre nosotros y sobre el mundo convergente en el individuo, determinando lo que él es, determinando lo que su voluntad será en un momento dado, y determinando, tanto como un análisis pueda verlo, incluso en este momento, la acción de su voluntad. El ego se asocia siempre con su karma, y dice: “Yo hice”, “Yo quiero”, “Yo sufro”; pero aquél que se observa a sí mismo y ve cómo está hecho, está obligado a decir, tanto del hombre como del animal: “La Naturaleza hizo esto en mí, la Naturaleza quiere eso en mí”; y si la cualifica diciendo: “mi Naturaleza”, esto significa solamente “la Naturaleza tal como ella se determina en esta criatura individual”. Fue la poderosa percepción de este aspecto de la existencia la que empujó a los budistas a declarar que todo es karma, y que no hay ningún yo en la existencia, que la idea del yo no es más que una ilusión de la mente egoísta.  Cuando el ego piensa: “Yo elijo y deseo esta acción virtuosa y no esta otra que es mala”, no hace más que asociarse -algo así como la mosca del coche, o más  bien, como podría hacerlo una pieza u otra parte de un mecanismo si fuera consciente- con una ola predominante, o con una corriente formada de principio sáttwico por el que la Naturaleza elige,  a través de la buddhi, un tipo de acción con preferencia a otro. La Naturaleza se forma en nosotros y desea en nosotros , diría el sannkhya, para el placer del Purusha testigo inactivo.

            Pero incluso si es necesario calificar esta exposición extrema, y veremos más tarde en qué sentido, la libertad de nuestra voluntad individual , si decidimos aplicarle este nombre, es, sin embargo, muy relativa y casi infinitesimal, en tanto que está mezclada con otros elementos determinantes. Su poder más fuerte no equivale a dominio. Uno no puede fiarse para resistir la potente ola de circunstancias, o de otra naturaleza, que  la dominan, o que la modifican, o se mezclan con ella, o, en el mejor de los casos, que abusan o se burlan de ella sutilmente. Incluso la voluntad más sáttwica está tan superada, o embaucada por los gunas rajásico y tamásico, o mezclada con ellos, que sólo es sáttwica en parte; y de ahí este elemento de auto-engaño suficientemente fuerte, esta forma completamente involuntaria, e incluso inocente, de fingimiento y de ocultación de sí mismo,  que el ojo implacable del psicólogo detecta hasta en la mejor acción humana. Cuando creemos que actuamos con toda libertad, hay unos poderes disimulados detrás de nuestros actos que escapan a la más rigurosa introspección; cuando creemos estar libres del ego, el ego está allí, oculto, tanto en la mente del santo como en la del pecador. Cuando nuestros ojos están realmente abiertos sobre nuestra acción y sus resortes, estamos obligados a decir con la Gîtâ “gunâ gunesu vartante”, “eran los modos de la naturaleza los que estaban actuando sobre los modos.”

            Así pues, incluso un alto predominio del principio sáttwico no constituye la libertad. Porque, como la Gîtâ apunta, el sattwa encadena tanto como los otros gunas, y lo hace exactamente del mismo modo, por el deseo, por el ego; un deseo más noble, un ego más puro, -pero, de cualquier forma que sea, mientras éstos tengan agarrado al ser, no habrá libertad. El hombre de virtud, el hombre de conocimiento, tienen, el uno, su ego de hombre virtuoso, y el otro, su ego de conocimiento, y es a este ego sáttwico al que buscan satisfacer; es por ellos  mismos por lo que persiguen la virtud y el conocimiento. Sólo cuando nosotros dejamos de satisfacer al ego, de pensar y de querer desde el ego, desde el “yo” limitado en nosotros, entonces existirá una libertad real. En otras palabras, la libertad, el más alto dominio de sí, comienza cuando, por encima del yo natural, vemos y tenemos al Yo supremo, del cual el ego es un velo obturador y una sombra cegadora. Y esto no puede ser más que cuando vemos al Yo único en nosotros, sentado por encima de la Naturaleza y cuando nuestro ser individual llega a ser uno con él en el ser, en la consciencia, y, en su naturaleza individual actuante, solamente un instrumento de la Voluntad suprema, de la Voluntad única que es realmente libre. Por esto debemos elevarnos muy por encima de los tres gunas, llegar a ser trigunâtîta; porque este Yo está más allá  incluso que el principio sáttwico Es preciso que nos elevemos a Él con la ayuda del sattwa, pero lo alcanzamos solamente una vez superado el sattwa; podemos tender a Él desde el ego, pero no accederemos a Él más que abandonando el ego. Somos atraídos hacia Él  por el más alto, el más apasionado, el más estupendo y el más extático de todos los deseos; pero no podemos vivir en Él con seguridad más que cuando todo deseo se desprenda de nosotros. En un cierto estado, debemos liberarnos incluso de desear nuestra liberación.

 

 

 

XXII

MÁS ALLÁ DE LOS MODOS DE LA NATURALEZA

 

            Entonces, el determinismo de la Naturaleza se extiende hasta aquí, y representa esto: el ego, a partir del cual actuamos, es en sí mismo un instrumento de la acción de la Prakriti, y, consecuentemente, no puede quedar libre del control de ésta; la voluntad del ego es una voluntad determinada por la Prakriti, es una parte de la naturaleza, tal como ha sido formada en nosotros por la suma de la propia acción pasada de la Prakriti y de su modificación espontánea; y nuestros actos presentes también están determinados por la naturaleza así formada en nosotros y  por la voluntad así formada en la naturaleza. Algunos dicen que la primera acción que se inicia depende siempre de nuestra libre elección,  de tal manera que  puede determinar todo lo que sigue, y que en este poder de iniciación y en su impacto sobre nuestro futuro, yace nuestra responsabilidad. Pero ¿dónde está esta primera acción en la Naturaleza que no tenga tras sí ningún pasado que la determine?, ¿dónde está esta condición presente de nuestra naturaleza que no sea,  en su suma y en sus detalles, el resultado de la acción de nuestra naturaleza pasada? Tenemos esta impresión de un acto inicial libre porque, en cada momento, vivimos yendo desde nuestro presente hacia nuestro futuro, y no vivimos regresando constantemente desde nuestro presente a nuestro pasado, de manera que lo que vive intensamente nuestra mente es el presente y sus consecuencias,  mientras que apresamos   con mucho menos vigor nuestro presente mirado en su conjunto como la consecuencia de nuestro pasado; nos inclinamos a considerar a este último  como si estuviera muerto y lo hubiéramos liquidado. Hablamos y actuamos como si fuéramos perfectamente libres, en el momento virgen y puro, de hacer lo que queramos de nosotros mismos usando de una absoluta independencia interior para elegir. Pero tal libertad absoluta no existe; nuestra elección no conoce esta independencia.

            Ciertamente, la voluntad en nosotros debe elegir siempre entre un determinado número de posibilidades, porque siempre es éste el modo de actuar de la Naturaleza; incluso nuestra pasividad, nuestro rechazo a desear, es en sí misma una elección, un acto de la voluntad de la Naturaleza en nosotros; incluso en el átomo hay siempre una voluntad en su funcionamiento. Toda la diferencia está en la medida que utilizamos para asociar nuestra idea de nosotros mismos con la acción de la voluntad en la Naturaleza; cuando nosotros nos asociamos así, pensamos que esta voluntad es nuestra voluntad, y decimos que es una voluntad libre y que somos nosotros quienes actuamos. Error o no, ilusión  o no, esta idea de nuestra voluntad, de nuestra acción, no es algo sin consecuencias, sin utilidad; en la Naturaleza, todas las cosas tienen una consecuencia y una utilidad. Esta idea es más bien el proceso de nuestro ser consciente, por el cual la Naturaleza en nosotros llega a ser cada vez más consciente de la presencia del Purusha secreto dentro de ella, y responde cada vez más a él y, por este aumento de conocimiento, se abre a una mayor posibilidad de acción; es con la ayuda de la idea de ego y de la voluntad personal cómo se alza ella a sus propias posibilidades superiores; se eleva desde la pasividad pura o muy predominante de la naturaleza tamásica, hasta la pasión y  la lucha de la naturaleza rajásica, y desde la pasión y la lucha de la naturaleza rajásica, hasta la luz, la felicidad y la pureza más grandes de la naturaleza sáttwica.  El relativo auto-dominio alcanzado por el hombre natural sobre sí mismo es el control llevado a cabo por las posibilidades superiores de su naturaleza sobre sus posibilidades inferiores, y esto se verifica en él cuando asocia su idea de yo a la lucha que realiza el guna superior para lograr el dominio, el imperio sobre el guna inferior. La percepción de una voluntad libre, ilusión o no, es un mecanismo de la acción de la Naturaleza, necesario para el hombre durante su progreso, y sería desastroso para él perderla antes de estar preparado para una verdad superior. Si se le dice, como se ha hecho, que la Naturaleza engaña al hombre para que él ejecute sus mandatos y que la idea de una voluntad individual y libre es el más potente de estos engaños, entonces igualmente es necesario decir que el engaño es para su bien sin el cual no podría elevarse a sus plenas posibilidades.

            Pero no es absolutamente un engaño, sino solamente un error desde el punto de vista y un error de  posicionamiento. El ego piensa que él es el yo real y actúa como si fuera el centro verdadero de la acción y como si todo existiera para él; y aquí comete un error desde el punto de vista y desde la posición. No hay ningún error en pensar que hay algo o alguien dentro de nosotros mismos, en esta acción de nuestra naturaleza, que es el centro verdadero de la acción de ésta, y por quien todo existe; pero éste no es el ego, sino el Señor secreto en nuestro corazón, el Purusha divino, el Jîva que, distinto del ego, es una partícula del ser del Purusha. La presunción del sentido del ego es la sombra quebrada y distorsionada, en nuestra mente, de la verdad de que hay un Yo real dentro de nosotros, señor de todas las cosas y por quien y a cuya orden la Naturaleza se ocupa de sus obras. Igualmente, la idea de que el ego tiene una voluntad libre es en sí misma una interpretación deformada y desplazada  de la verdad de que existe un Yo libre dentro de nosotros, y de que la voluntad en la Naturaleza no es, en sí misma, más que un reflejo modificado y parcial de su voluntad; modificado y parcial porque ella vive  en la sucesión de momentos del Tiempo y actúa por una serie constante de modificaciones que olvidan una  gran parte de sus propios precedentes, y no son más que imperfectamente conscientes de sus propias consecuencias y metas. Pero la Voluntad interior, sobrepasando los momentos del tiempo, conoce todas estas cosas, y la acción de la Naturaleza en nosotros es un intento, podríamos decir, de elaborar, bajo las difíciles condiciones de una ignorancia natural y egoísta, lo que está previsto en la plena luz supramental por la Voluntad y el Conocimiento interiores.

            Ahora bien, debe llegar un tiempo en nuestro progreso en el que estemos dispuestos a abrir nuestros ojos a la verdad real de nuestro ser, y el error de nuestra voluntad libre egoísta deberá, entonces, desprenderse de nosotros. El rechazo de la idea de la voluntad libre egoísta no implica un cese de la acción, porque la Naturaleza es, en efecto, la ejecutora, y lleva a cabo su acción después de que este mecanismo ha dejado de tener su utilidad, como lo hizo antes de que aquella viniera al uso en el proceso de su evolución. En el hombre que ha rechazado esta idea, puede incluso ser posible que la Naturaleza desarrolle una acción más grande; porque su mente puede ser más consciente de todo lo que su naturaleza es por la formación del pasado; más consciente de los poderes que envuelven su naturaleza y trabajan por encima de ella  para ayudar o para entorpecer su crecimiento; más consciente también de mayores posibilidades latentes que ella contiene en virtud de todo lo que en ella está inexpresado y, sin embargo, es capaz de expresar; y esta mente puede ser un canal más libre para la sanción  que da el Purusha a las más grandes posibilidades que él ve, y un instrumento más libre para la respuesta de la Naturaleza, para la tentativa que resulta de desarrollarlos y de realizarlos. Pero el rechazo de la voluntad libre no debe ser un simple fatalismo ni una idea de determinismo natural en la comprehensión sin ninguna visión del Yo real en nosotros; porque entonces el ego continúa siendo nuestra única idea del Yo y, como este ego es siempre el instrumento de la Prakriti,  continuamos actuando mediante el ego y con nuestra voluntad como su instrumento, y la idea no aporta en nosotros ningún cambio verdadero, sino solamente una modificación de nuestra actitud intelectual. Nosotros habremos aceptado esta verdad fenoménica de la determinación de nuestro ser y de nuestra acción egoístas por la Naturaleza;  habremos visto nuestra sujeción, pero no habremos visto al  Yo interior no nacido, que está por encima de la acción de los gunas, ni habremos visto dónde se halla la puerta de nuestra libertad. La naturaleza y el ego no son todo lo que nosotros somos; está también el alma libre, el Purusha.

            Pero, ¿en qué consiste esta libertad del Purusha? El Purusha de la filosofía sankhyana corriente es libre en la esencia de su ser, pero porque él es el no ejecutante, akartâ; y en la medida en que permita a la Naturaleza proyectar sobre el Alma inactiva la sombra que es su acción, llega a estar fenoménicamente encadenado por las acciones de los gunas y no puede recobrar su libertad salvo si se disocia de ella y si ella cesa sus actividades. Si un hombre rechaza, entonces, la idea de que él mismo es el ejecutante y de que las obras son suyas, si, como la Gîtâ la prescribe,  se fija en la visión de sí mismo como el no ejecutante inactivo, âtmânam akartâram, y en toda acción como no propia sino de la Naturaleza, como el juego de sus gunas, ¿no se seguirá un resultado similar? El Purusha sankhyano es aquél que da el asentimiento, pero no es más que un asentimiento pasivo, anumati; la obra es por entero la de la Naturaleza; esencialmente él es el testigo y el sustentador, no la consciencia soberana y activa de la Divinidad universal. Él es el Alma que ve y acepta, como un espectador acepta la representación de una obra de teatro que ve, no el Alma que a la vez gobierna y ve la pieza urdida por ella misma y montada en su propio ser. Si entonces retira la sanción, si rechaza reconocer la ilusión de ser la ejecutante, ilusión por la cual la obra continúa, ella deja también de ser la sustentadora y la acción llega a detenerse, toda vez que es por el solo placer del Alma-testigo consciente por lo que la Naturaleza da la representación, y solamente si el Purusha la sostiene ella puede mantenerla. Por consiguiente, es evidente que la concepción que tiene la Gîtâ de las relaciones entre el Purusha y la Prakriti no es la del Sankhya, ya que el mismo movimiento conduce a un resultado completamente diferente: en un caso, al cese de las obras; en el otro, a una gran acción divina, sin ego y ausente de deseo. En el Sankhya, el Alma y la Naturaleza son dos entidades diferentes; en la Gîtâ, son dos aspectos, dos poderes del ser único y existente en sí; el alma no hace más que dar su sanción, pero ella también el señor de la Naturaleza, el Îshwara, disfrutando por ella el juego del mundo, ejecutando por ella la voluntad y el conocimiento divinos según un esquema de cosas que mantienen su acuerdo y que existen por su presencia inmanente, que existen en su ser, gobernadas por la ley de su ser y por la voluntad consciente que se encuentra allí contenida. Conocer el ser divino y la naturaleza divina de esta Alma, responder allí y vivir allí es el objetivo de la retirada del ego y de su acción. Uno se eleva entonces por encima de la naturaleza inferior de los gunas a la naturaleza divina superior.

            El movimiento que determina esta ascensión resulta del complejo equilibrio del Alma en sus relaciones con la Naturaleza, y depende de la idea que ofrece la Gîtâ del triple Purusha. El Alma que inspira directamente la acción, las mutaciones, los sucesivos devenires de la Naturaleza es el Kshara, eso que parece cambiar con los cambios, moverse en el movimiento de la Naturaleza, la Persona que, en su idea de su ser, sigue los cambios que en su personalidad entraña la acción continua del karma de la Naturaleza. La Naturaleza es aquí  el Kshara, un movimiento y una mutación constantes en el Tiempo, un constante devenir.  Pero esta Naturaleza no es más que el poder ejecutivo del Alma misma; porque la Naturaleza no puede, evidentemente, devenir más que debido a lo que es el Alma, no puede actuar más que en función de  las posibilidades del devenir del Alma; ella elabora el devenir del ser del Alma. Su karma está determinado por Swabhava, la naturaleza propia, la ley del devenir espontáneo del Alma, quien la determina, aun cuando la misma acción, siendo el agente y el ejecutante del devenir, parecería más bien determinar con frecuencia a la Naturaleza. Nosotros actuamos en función de lo que somos, y por nuestra acción desarrollamos, elaboramos lo que somos. La Naturaleza es la acción, la mutación, el devenir, y ella es el Poder que ejecuta todas estas cosas; pero el Alma es el Ser consciente del que procede este Poder, en la luminosa substancia de consciencia de la cual ella ha extraído la voluntad variable que cambia y que expresa sus cambios en sus acciones en ella. Y esta Alma es el Uno y los Muchos; es el único ser de Vida, del que toda vida está constituida, y ella es todos estos seres vivientes; ella es el Existente cósmico, y ella es toda esta multitud de existencias cósmicas, sarvabhûtâni, porque todas ellas son una; todos los numerosos Purushas son, en su ser original, el solo y único Purusha. Pero el mecanismo del ego-sentido en la Naturaleza, que forma parte de la acción de ésta, induce a la mente  a identificar la consciencia del alma con el devenir limitado del momento, con la suma de la consciencia activa de la Naturaleza en un campo de espacio y de tiempo dados, de momento a momento, con el resultado de la suma de sus acciones pasadas de la Naturaleza. Es posible realizar, en un sentido, la unidad de todos estos seres, incluso en la Naturaleza misma y llegar a ser consciente de un Alma cósmica que se manifiesta en toda la acción de la Naturaleza  cósmica, la Naturaleza que manifiesta al Alma, el Alma constituyente de la Naturaleza. Pero esto no es más que para llegar a tomar consciencia del gran Devenir cósmico, que ni es falso ni irreal, pero cuyo conocimiento no es suficiente para darnos el verdadero conocimiento de nuestro Yo;  porque nuestro Yo verdadero es siempre algo más que esto y algo más allá de esto.

            Porque, más allá del alma manifestada en la Naturaleza y estrechamente ligada a su acción, hay, en efecto, otro status del Purusha, que es enteramente un estado de ser y no, en absoluto, una acción; es el Yo silencioso, inmutable, omnipenetrante, auto-existente, inmóvil, sarvagatam acalam,  el Ser inmutable y no el Devenir, el Akshara. En el Kshara, el Alma está involucrada en la acción de la Naturaleza; así pues, está concentrada, perdida ella misma, por así decir, en los momentos del Tiempo, en las olas del Devenir, no realmente, sino sólo en apariencia y siguiendo la corriente; en el Akshara, la Naturaleza se abandona al silencio y al reposo del Alma, y, desde entonces, toma consciencia de su Ser inmutable.  El Kshara es el Purusha del Sankhya cuando refleja las diversas funciones de los gunas de la Naturaleza, y él mismo se conoce como el Saguna, el Personal; el Akshara es el Purusha del Sankhya, cuando estos gunas han caído en un estado de equilibrio, y se conoce como el Nirguna, el Impersonal. Entonces, mientras el Kshara, asociándose con el trabajo de la Prakriti, parece ser el ejecutor de las obras, kartâ, el Akshara, disociado de todas las operaciones de los gunas, es el no-ejecutante inactivo, akartâ, y el testigo. El alma del hombre, cuando adopta la posición del Kshara, se identifica con el juego de la personalidad, y obscurece con suma facilidad  su conocimiento de sí  por medio el sentido del ego en la Naturaleza, de manera que el hombre se imagina, en su ego, ser el autor de las obras; cuando su Alma toma posición en el Akshara, se identifica con el Impersonal, y se da cuenta de que es la Naturaleza la ejecutora y que ella misma es el Yo testimonio inactivo, akartâram. La mente del hombre debe tender a una de estas posiciones, que son para ella los términos de una alternativa: o la Naturaleza la encadena  a la acción en las mutaciones de la cualidad y de la personalidad, o bien queda libre de sus operaciones en la personalidad inmutable.

            Pero las dos posiciones, el estado estático y la inmutabilidad del Alma, de una parte, y, de la otra, la acción del Alma y su mutabilidad  en la Naturaleza, coexisten de hecho. Y esto sería una anomalía irreconciliable, excepto para alguna  teoría como la de la Maya, o también la de un ser doble y dividido, si no hubiera una realidad suprema de la existencia del Alma, cuyos dos aspectos son contrarios, pero que ninguno de los dos limitan. Hemos visto que la Gîtâ encuentra esto en el Purushottama. El alma suprema es el Îshwara, Dios, el Señor de todos los seres, sarvaloka-mahesvara. Él pone delante su naturaleza activa, su Prakriti, -svam prakrtim, dice la Gîtâ-, manifestada en el jîva, elaborada por el svabhâva, el “devenir propio”, de cada jîva según la ley del ser divino en él, de la que cada jîva debe seguir las grandes líneas, pero elaborada también en la naturaleza egoísta por la desconcertante interacción de los tres gunas, gunâ, gunesu vartante. Ésta es la traigunyamayî mâyâ, la Maya que para el hombre es difícil de superar, duratyayâ, -y, sin embargo, es posible sobrepasarla trascendiendo los tres gunas. En efecto, mientras el Îshwara realice todo esto en el Kshara por medio de Su poder que es la Naturaleza, en el Akshara es intocable, indiferente, considera todo con igualdad, desplegándose en todo, no obstante por encima de todo. En los tres, él es el Señor, el Îshwara supremo en lo más alto de los tres;  la Impersonalidad tuteladora que todo lo impregna, prabhu y vibhu, en el Akshara; y la Voluntad inmanente y el Señor presente  y activo en el Kshara. Él es libre en su impersonalidad, incluso mientras elabora el juego de su personalidad; no es meramente ni personal ni impersonal, sino un solo y mismo ser bajo dos aspectos: él es el impersonal-personal, nirguno gunî,  del Upanishad. Por él todo ha sido deseado, incluso antes de que fuera ejecutado, -como él lo dice de los Dhârtarâshtrians, que viven todavía: “Ya han sido ellos aniquilados  por Mí”,  mayâ nihâtah pûrvam eva, -y la realización por la Naturaleza no es más que el resultado de su Voluntad; sin embargo, por la virtud de su impersonalidad en el plano de detrás, no está encadenado a sus obras, kartâram akartâram.

            Pero el hombre, en tanto que yo individual, y debido a su ignorante autoidentificación con la obra y el devenir, como si estuviera aquí toda su alma y no un poder de su alma, un poder procedente de ella, está desconcertado por el sentido del ego. Él cree que es él y los demás quienes hacen todo; él no ve que la Naturaleza está haciendo todo y que él es un representante tergiversador y deformador de sus obras ante sus propios ojos, por ignorancia y apego. Está esclavizado por los gunas, unas veces paralizado por el apagado confort del tamas, otras, arrebatado por las fuertes ráfagas del rajas, y otras, limitado por las luces parciales del sattwa; no sabe, en absoluto, distinguirse de la mente de la Naturaleza quien, solo,  está de ese manera modificado por los gunas. Así pues, él está dominado por el sufrimiento y el placer, por la felicidad y el dolor, por el deseo y la pasión, por el apego y el disgusto: desconoce la libertad.

            Él debe, para ser libre, retirarse de la acción de la Naturaleza y volver al status del Akshara; entonces será trigunâtîta, más allá de los gunas. Conociéndose como el Akshara Brahman, el incambiable Purusha, él se conocerá a sí mismo como un  yo inmutable e impersonal, el Atman, que observa tranquilamente y sostiene imparcialmente la acción, pero él mismo calmo, indiferente, intocable, inmóvil, puro, uno con todos los seres en su yo, no uno con la Naturaleza y sus operaciones. Este yo, aunque por su presencia autoriza las obras de la Naturaleza, aunque por su existencia infusa en todas las cosas las sostiene y las sanciona, prabhu vibhu, no crea él mismo las obras, ni el estado del ejecutor, ni tampoco relaciona las obras y sus frutos, na kartrtvam na karmâni srjati na karma-phalasamyogam, sino que sólo observa la Naturaleza en el Kshara resolviendo estas cosas, svabhâvas tu pravartate; no acepta como suyos el pecado ni la virtud de las criaturas vivas nacidas en esta vida, nâdatte kasyacit pâpam na caiva sukrtam; preserva su pureza espiritual. Es el ego, extraviado por la ignorancia, quien se atribuye estas cosas a sí mismo, porque asume la responsabilidad del ejecutante y elige figurar como tal y no como el instrumento de un poder mayor, que es todo lo que él es realmente, ajñânenâvrtam jñanam tena muhyanti jantavah. Retrocediendo al yo impersonal, el alma vuelve a un conocimiento de sí mayor y es liberada de la servidumbre de las obras de la Naturaleza, no alcanzada por sus gunas, libre de sus demostraciones de bien y de mal, de sufrimiento y de felicidad. El ser natural, la mente, el cuerpo y la vida permanecen, la Naturaleza trabaja siempre; pero el ser interior no se identifica con ellos, ni tampoco, mientras los gunas jueguen en el ser natural, se alegra ni se aflige. Él es el inmutable Yo tranquilo y libre que observa todo.

            ¿Está aquí el estado final, la última posibilidad, el secreto supremo? No, sin duda, ya que se actúa desde un status mezclado o dividido y no perfectamente armonizado, desde un ser doble y no unificado: libertad en el alma, imperfección en la Naturaleza. Esto no puede ser más que una etapa. Entonces, ¿qué hay más allá? Una solución es la del sannyasin, que rechaza completamente la naturaleza, la acción, al menos en la medida en que la acción pueda ser rechazada, de manera que haya una libertad pura y no dividida; pero esta solución, aunque admitida, no es preferida por la Gîtâ, que insiste también en el abandono de las acciones, sarvakarmâni sannyasya, pero interiormente, al Brahman. El Brahman en el Ksara sostiene completamente la acción de la Prakriti; el Brahman en el Akshara, incluso sosteniéndola, se disocia de la acción, preserva su libertad; el alma individual, unificada con el Brahman en el Akshara, es libre y disociada, mientras que unificada con el Brahman en el Kshara, sostiene pero no es afectada. Esto puede hacerlo ella tanto mejor cuando ve que los dos son aspectos del Purushottama único. El Purushottama, habitando en todas las existencias, en tanto que el Îshwara secreto, controla la Naturaleza y, por su voluntad, no distorsionada ni desfigurada ahora por el ego-sentido, la Naturaleza desarrolla las acciones por medio del swabhâva; el alma individual hace del ser natural divinizado un instrumento de la Voluntad divina, nimitta-mâtram. Incluso en la acción ella permanece trigunâtîta, más allá de los gunas, libre de los gunas, nistraingunya, cumplimenta por fin enteramente el mandato inicial de la Gîtâ, nistraigunyo bhavârjuna. Lo mismo que el Brahman, ella es, sin duda, todavía la disfrutadora de los gunas, aunque esto no la limita, nirgunam gunabhoktr ca; desapegada, no obstante sosteniéndolo todo, lo mismo que este Brahman, asaktam sarvabhrt; pero la acción  de los gunas dentro de ella es completamente distinta; es elevada por encima de sus características egoístas y de sus reacciones. Porque ella ha unificado su ser total en el Purushottama, está revestida del ser divino y de la naturaleza divina superior del devenir, madbhâva, ha unificado incluso su mente y su consciencia natural con el Divino, manmanâ maccittah. Este cambio representa la evolución final de la naturaleza y de la consumación del nacimiento divino, rahasyam uttamam. Una vez cumplimentado, el alma es consciente de sí misma como la señora de su naturaleza y, convertida en una luz de la Luz divina y en una voluntad de la Voluntad divina, es capaz de cambiar sus operaciones personales en una acción  divina.

 

 

 

 

XXIII

EL NIRVANA Y LAS OBRAS EN EL MUNDO

 

La unión del alma con el Purushottama por el Yoga de todo el ser -y no solamente la unión con el Yo inmutable, como en la doctrina más estrecha que sigue exclusivamente el camino del conocimiento-, tal es la enseñanza completa de la Gîtâ. Esto es por lo que, una vez efectuada la reconciliación entre el conocimiento y las obras, la Gîtâ puede desarrollar a continuación la idea del amor y de la devoción, unificados al mismo tiempo con las obras y con el conocimiento, y presentarla como la más alta cima de la senda hacia secreto supremo. Porque si la unión con el Yo inmutable fuera el único o el más alto secreto, esto no sería posible en absoluto; porque entonces, en un momento dado, la base interior de nuestro amor y de nuestra devoción, no menos que la fundamentación interior de nuestras obras, se desmoronaría y se colapsaría. La unión absoluta y exclusiva  con el Yo inmutable sólo, significa la abolición de todo el punto de vista del ser mutable, no solamente en su acción ordinaria e inferior, sino también en sus mismas raíces, en todo lo que hace posible su existencia, no sólo en las obras de su ignorancia, sino también en las obras de su conocimiento. Significaría la abolición de toda esta diferencia en la inmovilidad consciente y en la actividad consciente –que existe entre el alma humana y  el Divino que hace posible el juego del Kshara-, porque la acción del Kshara llegaría a ser entonces completamente un juego de la ignorancia sin raíz ni base alguna de realidad divina en él. Por el contrario, la unión por el Yoga con el Purushottama significa el conocimiento y la felicidad de nuestra unidad con Él en nuestro ser auto-existente, y de una cierta diferenciación en nuestro ser activo. Es la persistencia de esto último en un juego de las obras divinas animadas por la fuerza del amor divino, y constituidas por una Naturaleza divina perfeccionada; es la visión del Divino en el mundo, armonizada con una realización del Divino en el Yo, lo que hace posibles la acción y la devoción al hombre liberado, y no solamente posibles, sino inevitables en el modo perfecto de su ser.

            Pero el camino directo para la unión pasa por la firme realización del Yo inmutable; y la Gîtâ insiste sobre ésta como la primera necesidad - sólo después de lo cual, los trabajos y la devoción pueden adquirir su total significado divino-, que hace posible para nosotros confundir  su orientación. Porque si consideramos  los pasajes en los que insiste más rigurosamente sobre esta necesidad, y descuidamos observar toda la secuencia de pensamiento en la que ellos  figuran, podríamos fácilmente llegar a la conclusión de que la Gîtâ realmente enseña  la absorción  sin acción como el último estado  del alma, y que la acción no es más que un instrumento preliminar en vista de la inmovilidad en el Inmutable sin movimiento. Es al final del capítulo quinto y a lo largo de todo el sexto donde esta insistencia es más fuerte y más comprehensiva. Aquí encontramos la descripción de un yoga que parecería, a primera vista, incompatible con las obras; y también aquí hallamos el empleo repetido de la palabra nirvana para describir el status al que llega el yogui.

            La marca de este status es la paz suprema de una auto-extinción calma, sântim nirvâna-paramâm, y, como para mostrar con absoluta claridad que no se trata del nirvana de los budistas en una negación extática del ser, sino la pérdida vedántica de un ser parcial en un ser perfecto que intenta -la Gîtâ utiliza siempre la frase brahma-nirvâna-, una extinción en el Brahman; y aquí, el Brahman, parece claro designar al Inmutable, indicar, al menos al comienzo,  al Yo interior intemporal retirado de la participación activa, incluso inmanente, en el  carácter exterior de la Naturaleza. Entonces, nos es preciso ver cuál es aquí la tendencia de la Gîtâ, y especialmente si esta paz es la paz de un cese absoluto desprovisto de toda actividad, si la auto-extinción en el Akshara significa la escisión absoluta de todo conocimiento, de toda consciencia del Kshara y de toda acción en el Kshara. En efecto, estamos acostumbrados a considerar que el Nirvana es incompatible con cualquiera que sea el género de existencia y de acción en el mundo, y podríamos inclinarnos  a argüir que el empleo de la palabra es en sí misma suficiente y decide la cuestión. Pero si miramos de cerca al Budismo, nos preguntaremos si, de hecho, la incompatibilidad absoluta existía realmente incluso para los budistas; y si observamos de cerca la Gîtâ, veremos que esta incompatibilidad no forma parte de esta suprema enseñanza vedántica.

            La Gîtâ, después de haber evocado la igualdad perfecta del conocedor del Brahman, que se ha elevado a la consciencia bráhmica, brahmavid brahmani sthitah, desarrolla en los nueve versículos siguientes su idea del brahma-yoga y del nirvana en el Brahman. “Cuando el alma ya no está apegada a los contactos de las cosas exteriores, dice al comienzo, entonces uno encuentra la felicidad que existe en el Yo; tal conocedor disfruta de una felicidad imperecedera, porque su yo está en yoga,  yukta,  por Yoga con el Brahman.” El desapego es esencial, dice, si uno desea quedar libre de los ataques del deseo, de la cólera y de la pasión, una libertad sin la cual no es posible la felicidad verdadera. Esta felicidad y esta igualdad deben ser  ganadas enteramente por el hombre en el cuerpo; no debe permitir que el menor vestigio de sumisión a la agitada naturaleza inferior permanezca bajo la forma de la idea de que la perfecta liberación llegará del rechazo del cuerpo; una perfecta libertad espiritual debe conseguirse aquí abajo, sobre la tierra, poseída y saboreada en la vida humana, prâk sarîra-vimoksanât. Y la Gîtâ prosigue: “Aquel que posee la felicidad interior, la calma y el reposo interiores y la luz interior, ese yogui deviene aquí en el Brahman y alcanza la auto-extinción en el Brahman, brahma-nirvânam.” Aquí, muy claramente, Nirvana significa la extinción del ego en el Yo interior, en el Yo superior espiritual, que es eternamente intemporal, inespacial, no atado por la cadena de causa  y efecto ni por los cambios de la mutación universal, bienaventurado en sí mismo, y en sí mismo, iluminado y  sosegado para siempre. El yogui deja de ser el ego, la pequeña persona limitada por la mente y por el cuerpo; deviene en Brahman; está unido en consciencia con la divinidad inmutable del Yo eterno que es inmanente en su ser natural.

            Pero ¿se trata de penetrar en algún sueño profundo de samâdhi,  lejos de toda consciencia del mundo; o es el movimiento preparatorio en vista a una disolución del ser natural y del alma individual en algún Yo absoluto situado totalmente y para siempre más allá de la Naturaleza y de sus operaciones, laya, moksa? ¿Es necesaria esta retirada antes de que podamos entrar en el Nirvana; o es el Nirvana, como parece sugerirlo el contexto, un estado que puede existir simultáneamente con esta consciencia del mundo, e incluso, a su manera, incluirlo? Aparentemente, es esta última proposición la buena, porque en el versículo siguiente la Gîtâ continúa: “Los sabios conquistaron el nirvana en el Brahman, aquellos en quienes las manchas del pecado son borradas y cortado nudo de la duda,  señores de sus yoes, cuya ocupación es  hacer el bien a todas las criaturas, sarvabhûta-hite-ratâh.” Esto casi parecería querer decir que ser así es estar en el nirvana. Pero el versículo siguiente es muy claro y decisivo: “Para los yatis (aquellos que practican el dominio de sí por el Yoga y la austeridad), que están liberados del deseo y de la cólera y han obtenido el dominio de sí, el nirvana en el Brahman existe en todo su alrededor, los cerca, ellos ya viven en él porque tienen el conocimiento del Yo.” Es decir, tener conocimiento y posesión del yo es existir en el nirvana. Con toda evidencia, esto supone ampliar mucho la idea de Nirvana. La liberación de todas las manchas de las pasiones, el auto-dominio de la mente ecuánime en la que está fundamentada esta liberación, la igualdad ante todos los seres, sarvabhûtesu,  el amor benefactor para todos, la destrucción final de esta duda y de esta obscuridad de la ignorancia que nos mantienen separados del Divino que unifica todo, el conocimiento del Yo Único en nosotros y en todos, son, evidentemente, las condiciones del Nirvana que subyacen en estos versículos de la Gîtâ, que contribuyen a formar este nirvana y le aportan su substancia espiritual.

            Así pues, el nirvana es claramente compatible con la consciencia del mundo y la acción en el mundo. Porque los sabios que lo poseen son conscientes del Divino en el universo mutable, y están en íntima relación por las obras con Él; están ocupados en hacer el bien a todas las criaturas, sarvabhûta hite. Ellos no han renunciado a las experiencias del Kshara Purusha, sino que las han divinizado; porque el Kshara, nos dice la Gîtâ, es todas las existencias, sarvabhûtâni, y hacer el bien universal a todos es una acción divina en la mutabilidad de la Naturaleza. Esta acción en el mundo no es incompatible con la vida en el Brahman, sino más bien su condición inevitable y el resultado exterior, porque el Brahman en el que hallamos el nirvana -la consciencia espiritual en la que perdemos la consciencia separativa del ego- no está solamente dentro de nosotros, sino también dentro de todas estas existencias; no sólo existe por encima y aparte de todos estos acontecimientos universales, sino que los impregna, los contiene y está desplegado en ellos. Por lo tanto, por nirvana en el Brahman hay que entender una destrucción o extinción de la consciencia separativa limitada, que falsifica  y divide, y que está siendo suscitada en la superficie de la existencia por el Maya inferior de los tres gunas; la entrada en el nirvana es un pasaje en esta otra consciencia, verdaderamente unificadora, que es el corazón de la existencia, y su continente, y es toda su verdad original, eterna y última la que contiene y sostiene todo. Cuando obtenemos el nirvana, cuando penetramos en él,  no es solamente dentro de nosotros, sino también en todo nuestro entorno, abhito vartate, porque este nirvana no es sólo la consciencia brahmánica, que vive secretamente en nosotros, sino también la consciencia brahmánica en la que vivimos. Es el Yo que nosotros tenemos dentro, el Yo supremo de nuestro ser individual, pero también el Yo que nosotros somos exteriormente, el Yo supremo del universo, el yo de todas las existencias. Viviendo en este yo vivimos en todo, y no ya en nuestro ser egoísta solamente; por la unidad con este yo, una unidad firme con todo lo que está en el universo llega a ser la naturaleza misma de nuestro ser, el status fundamental de nuestra consciencia activa y el motivo radical de toda nuestra acción.

            Pero, por otra parte, encontramos inmediatamente después dos versículos que podrían parecer alejarnos de esta conclusión. “Habiendo rechazado todos los contactos exteriores y concentrada la visión en el entrecejo, y hechos iguales el prâna y el apâna que circulan por la nariz, teniendo controlados los sentidos, la mente y el entendimiento, el sabio consagrado a la liberación, de la que se han alejado el deseo, la cólera y el miedo, es libre por siempre.” Aquí tenemos un método de Yoga que introduce un elemento que parece completamente distinto del Yoga de las obras, y distinto, incluso, del puro Yoga del conocimiento por la discriminación y la meditación; en todos sus rasgos característicos apunta al sistema del Rajayoga del que introduce la ascesis psicofísica.  Hay una conquista de todos los movimientos de la mente, cittavrtti-nirodha; hay un control de la respiración, prânâyâma; hay una retirada de los sentidos y de la visión. Todos éstos son procesos que conducen al trance interior del samâdhi, el objeto de todos ellos es el moksa; y en el lenguaje ordinario, moksa significa renuncia, no sólo a la consciencia separadora del ego, sino también a toda la consciencia activa, una disolución de nuestro ser en el Brahman supremo. ¿Debemos suponernos que la Gîtâ da este método en este sentido como el último movimiento de una liberación por disolución, o solamente como un medio particular y una ayuda poderosa para vencer la mente vuelta hacia el exterior? ¿Está aquí la conclusión, la apoteosis, la última palabra? Encontraremos razones para verlo aquí a la vez  como un medio particular, como una ayuda, y, al menos, como una puerta abierta en una salida final, no por una disolución, sino por una elevación hasta la existencia supracósmica. Porque incluso aquí, en este pasaje, ésta no es la última palabra; la última palabra, la conclusión, la apoteosis llega en un versículo que sigue, y es la última estrofa del capítulo. “Cuando un hombre ha reconocido en Mí al Disfrutador del sacrificio y de la tapasyâ (de toda ascesis y de todo energismo),  al poderoso señor de todos los mundos, al amigo de todas las criaturas, obtiene la paz.” El poder del Karma-Yoga hace su reaparición; el conocimiento del Brahman activo de la Super-Alma cósmica se ve puesta en evidencia entre las condiciones de la paz en el nirvana.

            Volvemos a la gran idea de la Gîtâ, la idea del Purushottama, -aunque este nombre no sea pronunciado hasta del final o cerca del final, es siempre lo que Krishna entiende por su “Yo” y su “Mi”, el Divino presente como yo único en nuestro ser inmutable e intemporal, presente también en el mundo, en todas las existencias, en todas las actividades, el señor del silencio y de la paz, el señor del poder y de la acción, que se ha encarnado aquí abajo asumiendo los rasgos del auriga divino en el colosal conflicto, el Trascendente, el Yo, el Todo, el señor de todos los seres individuales. Él es disfrutador de todo sacrificio y de toda tapasyâ; por lo tanto, el buscador de la liberación llevará a cabo las obras en tanto que sacrificio y tapasyâ; él es el señor de todos los mundos, manifesto en la naturaleza y en estos seres, por lo tanto el hombre liberado seguirá haciendo las obras para el justo gobierno y la conducción de los pueblos en estos mundos, lokasangraha; él es el amigo de todas las exis-tencias, por lo tanto es el sabio que ha encontrado el nirvana dentro de él y en todo su entorno, que se ocupa pues, una y otra vez, por el bien de todas las criaturas, -del mismo modo que el nirvana del budismo mahayana tomó como señal suprema las obras de una compasión univer-sal. Esto es por lo que igualmente, incluso cuando él ha encontrado la unidad con el Divino en su yo inmutable e intemporal, es, sin embargo, capaz –ya que abarca  también las relaciones del juego de la Naturaleza-, de amor divino por el hombre y de amor por el Divino, de bhakti.

            Que éste es el contenido del significado, llega a ser más evidente cuando hemos sondeado el sentido del capítulo sexto, que es un amplio comentario y un desarrollo completo de la idea que figura en estos versículos que concluyen el quinto –lo cual muestra la importancia que la Gîtâ les atribuye. Entonces, vamos a pasar revista, tan brevemente como sea posible, a los elementos substanciales de este capítulo sexto. En primer lugar, el Maestro enfatiza –y esto es muy significativo- su frecuente y solemne declaración acerca de la esencia real del sannyasa: se trata de una renuncia interior, no exterior. “Quienquiera que lleve a cabo la obra debe hacerla sin pretender sus frutos; éste es el sannyasi y el  yogui, no el hombre que no alumbra el fuego del sacrificio y no cumple con las obras. Lo que uno ha  denominado renuncia (sannyasa), que sepa que se trata del Yoga verdadero; porque nadie que no haya  renunciado a la voluntad del deseo en  la mente, llega a ser yogui.” Es necesario realizar las obras, pero ¿con qué propósito y en qué orden? En primer lugar hay que realizarlas mientras se escala la montaña del Yoga, porque entonces las obras son la causa, kâranam. La causa ¿de qué?  La causa de la perfección de sí, de la liberación, del nirvana en el Brahman; porque haciendo las obras practicando resueltamente la renuncia interior, esta perfección, esta liberación, esta conquista de la mente de deseo, del yo egoísta y de la naturaleza inferior, son alcanzadas con facilidad.

            Pero ¿cuándo ha llegado uno a la cima? Una vez que las obras ya no son la causa. La calma del auto-dominio y de la auto-posesión obtenida por las obras llega a ser la causa. De nuevo, la causa ¿de qué? De la estabilidad en el Yo, en la consciencia brahmánica y de la perfecta igualdad en la que se realizan las obras divinas del hombre liberado. “Cuando uno no está apegado  a lo objetos de los sentidos, ni a las obras y ha renunciado a toda voluntad del deseo en la mente, entonces se dice que uno, evidentemente, ha alcanzado la cima del Yoga.” Éste es, como ya sabemos, el espíritu en el que el hombre liberado cumple el trabajo; él hace las obras sin deseo ni apego, sin la voluntad personal egoísta, y sin la búsqueda mental, que son los parientes del deseo. Él ha conquistado su yo inferior, ha accedido a la calma perfecta en la que su yo más elevado le es evidente, este yo más elevado que está siempre concentrado en su propio ser, samâhita, en samadhi, no sólo en el trance de la consciencia interiorizada, sino siempre, -también en el estado de vigilia de la mente, cuando está expuesta a las causas de deseo y de perturbación de la calma, al sufrimiento y al placer, al calor y al frío, a los honores y a la desgracia, a todas las dualidades, sîtosna-sukhaduhkhesu tathâ mânâpamânayoh. Este yo superior es el Akshara, kûtastha, que se mantiene por encima de los cambios y de los desórdenes del ser natural;  y se dice al yogui que él está en Yoga con él, cuando  está  también como su imagen, kûtastha, cuando es superior a todas las apariencias y a todas mutaciones, cuando se satisface del conocimiento de sí, cuando presenta una mente igual ante todas las cosas, acontecimientos y personas.

            Pero este yoga, después de todo, no es una cosa fácil de obtener, como, sin duda,  lo sugiere Arjuna poco después, porque la mente agitada siempre puede ser arrancada de estas cimas por ataques de cosas exteriores, y volver a caer en las poderosas garras del sufrimiento, de la pasión y de la desigualdad. Así pues, parecería, que la Gîtâ continúa dándonos, además de su método general  del conocimiento y de las obras, también un proceso particular de  meditación raja-yóguica, un vigoroso metodo de práctica,  abhyâsa, un medio sólido para completar el control de la mente y de todas sus operaciones. Este proceso ordena al yogui a practicar sin tregua la unión con el Yo, de manera que pueda llegar a constituir su consciencia normal. Debe sentarse aparte y solo; todo deseo y toda idea de posesión expulsados de su mente; el dominio de sí en todo su ser y en toda su consciencia. “Debe establecer firmemente su asiento en un lugar puro, ni demasiado alto  ni demasiado bajo, y recubrirlo de tela, de una gamuza, de hierba sagrada;  e instalado allí, la mente concentrada, las operaciones de la consciencia mental y de los sentidos bajo control,  practicará el yoga para su auto-purificación, âtma-visuddhaye.” La postura que tome ha de ser la erecta e inmóvil, la apropiada para la práctica del Raja-yoga; la visión debe estar vuelta hacia el interior y  quedar fija en el entrecejo, “sin mirar los alrededores”. La mente tiene que ser mantenida en calma y libre del temor, y observar el compromiso de  brahmacharya;  es preciso que toda la mentalidad dominada  sea consagrada al Divino y vuelta hacia el Divino, de manera que la acción inferior de la consciencia quede inmersa en la paz superior. Porque el objeto que se trata de alcanzar es la paz inmóvil del nirvana. “Poniéndose así  siempre en Yoga, por el control de su mente, el yogui entra en la paz suprema del nirvana que tiene su fundamentación en Mí, shântim nirvâna-paramâm matsamsthâm.”

            Se accede a esta paz del nirvana cuando toda la consciencia mental está perfectamente controlada y liberada del deseo, y mora inmóvil en el Yo; cuando, sin más movimiento que el de la luz de una lámpara en un lugar sin viento, cesa su acción agitada; cuando está cerrada a su movimiento exterior, y cuando, por el silencio y la inmovilidad de la mente, el Yo es visto dentro, no desfigurado como en la mente, sino en el Yo; visto, no falsamente o con parcialidad, como  es traducido por la mente o nos es representado a través del ego, sino en la percepción espontánea del Yo, svaprakâsa. Entonces, el alma está satisfecha y conoce su verdadera dicha, un dicha que rebasa todo;  no esa felicidad inquieta aportada por la mente y los sentidos, sino una felicidad interior y serena donde, al abrigo de las perturbaciones de la mente,  ya no puede decaer de la verdad espiritual de su ser.  Ni incluso el más ardoroso asalto del sufrimiento mental puede perturbarla; porque el sufrimiento mental nos llega desde el exterior; es una reacción a los contactos externos, mientras que esta felicidad es la felicidad interior, existente en sí, la de quienes no aceptan ya la esclavitud de las inestables reacciones mentales a los contactos exteriores.  Es el rechazo del contacto con el dolor, el divorcio de la mente, en otro tiempo esposada, del sufrimiento, duhkha-samyoga-vigoyam. La firme conquista de esta inalienable dicha espiritual es el Yoga, la unión divina; es el más grande de todos los beneficios y el tesoro al lado del cual todos los demás pierden su valor. Entonces, es preciso practicar este Yoga decididamente, sin ceder al desánimo, debido a la dificultad o al fracaso, hasta la liberación, hasta que la dicha del nirvana esté asegurada como posesión eterna.

            Aquí, el mayor acento está puesto especialmente en  la tranquilización de la mente emotiva, la mente de deseo y de los sentidos, recipientes de los contactos exteriores y que responden con sus habituales reacciones emocionales; pero es preciso inmovilizar incluso el pensamiento mental en el silencio del ser auto-existente. Hay que abandonar enteramente, en primer lugar,  sin excepción ni residuo, todos los deseos nacidos de la voluntad de deseo, y que la mente refrene los sentidos, de manera que no se precipiten de todos los lados con el desorden y agitación al que están acostumbrados; pero a continuación es preciso que la buddhi se apodere de la mente misma y la dirija hacia el interior. Uno tiene que cesar poco a poco la actividad mental mediante una buddhi mantenida vigorosamente en el puño  de la firmeza, y habiendo fijado la mente en el yo superior, no se debe pensar en nada en absoluto. Cada vez que la mente, agitada e inquieta, se proyecta hacia adelante, debe ser dominada y conducida al sometimiento del Yo. Cuando  se halla completamente en calma, entonces se otorga al yogui la suprema dicha, inmaculada y exenta de pasión, del alma devenida en el Brahman. “Liberada así de la mancha de la pasión y poniéndose constantemente en Yoga, el yogui experimenta fácil y gozosamente el contacto del Brahman que es una dicha que sobrepasa todo.”

            Y sin embargo, el resultado no es, en tanto que uno vive, un nirvana que descarte toda posibilidad de acción en el mundo, toda relación con los demás seres del mundo. Parecería, en primer lugar, que debe ser así.  Cuando se han extinguido todos los deseos y pasiones, cuando  ya no se permite a la mente lanzarse al exterior en ideas, cuando la práctica de este Yoga silencioso y solitario ha llegado a ser la regla, ¿qué otra acción o qué otra relación con el mundo de los contactos exteriores y de las apariencias mutables es todavía posible? Sin duda, el yogui permanece todavía por un tiempo en su cuerpo, pero la caverna, la selva, la cima de la montaña parecen ser ahora el escenario más apropiado y el único posible para continuar viviendo, y el trance constante del samâdhi, su única alegría y su única  ocupación. Pero, en primer lugar, mientras se prosigue este Yoga solitario, la Gîtâ no recomienda que se renuncie a toda otra acción. Este Yoga, dice, no es para el hombre que deja de dormir, de comer, de jugar y de actuar, como tampoco para aquellos que se dedican en exceso a estas cosas de la vida y del cuerpo; pero dormir y estar despierto, el alimento, el  juego, el esfuerzo puesto en las obras,  todo esto deber ser yukta. Esto se interpreta generalmente como significando que todo debe ser moderado, regulado, hecho con mesura, y que ésta puede ser, sin duda, la significación. Pero, en cualquier caso, cuando uno haya conseguido el Yoga, todo esto debe ser yukta en otro sentido, en el sentido ordinario que la palabra tiene en cualquier parte de la Gîtâ. En todos los estados, en vigilia y durmiendo, nutriéndose, jugando y actuando, el yogui estará en tal momento en yoga con el Divino, y hará todo con la consciencia de que el Divino es el yo y  el Todo, y lo que mantiene y contiene su propia vida y su acción. El deseo y el ego, la voluntad personal y el pensamiento de la mente no son motivos de acción más que en la naturaleza inferior; cuando el ego está perdido y el yogui deviene en el Brahman, cuando vive en una consciencia universal y trascendente, y es, incluso, esta misma consciencia, la acción fluye espontáneamente de ésta, lo mismo que el conocimiento luminoso superior al pensamiento mental, y un poder distinto y más potente que la voluntad personal, para llevar a cabo sus obras por él y producir los frutos1: la acción personal ha cesado, todo ha sido retomado en el Brahman, y asumido por el Divino, mayi sannyassya karmâni.

            Porque cuando la Gîtâ describe la naturaleza de esta auto-realización y el efecto del Yoga que nace del nirvana (en la consciencia bráhmica) de la mente egoísta separadora y de los móviles de su pensamiento, de sus sentimientos y de su acción, ella incluye el sentido cósmico, aunque exaltado en una nueva especie de visión. “El hombre, cuyo yo está en yoga, ve el yo en todos los seres y todos los seres en el yo;  ve todo con una visión igual.”  Todo lo que ve es para él el Yo, todo es su yo, todo es el Divino. Pero si él mora, por poco que sea, en la mutabilidad del Kshara, ¿no existe el peligro de que pierda todos los resultados de este yoga difícil, de que pierda  al Yo y caiga de nuevo en la mente, de que el Divino lo pierda y lo recupere el mundo? ¿no corre el riesgo de perder al Divino y de recuperar en su lugar al ego y la naturaleza inferior? No, dice la Gîtâ: “Aquel que Me ve en todo lugar y ve todo en Mí, Yo no me pierdo para él, ni él tampoco se pierde  para Mí.” Porque esta paz del nirvana, aunque sea conquistada por medio del Akshara, está fundamentada en el ser del Purushottama, mat-samsthâm, y éste está extendido, el Divino, el Brahman está igualmente extendido en el mundo de los seres y, aunque trascendente a él, no está aprisionado en Su trascendencia. Uno debe ver que todas las cosas son Él, y vivir y actuar enteramente según esta visión; tal es el fruto perfecto del Yoga.

            Pero ¿por qué actuar? ¿No es más seguro sentarse uno en su soledad y, si lo desea, considerar el mundo viéndolo en el Brahman, en el Divino, pero sin tomar parte de él, sin moverse en él, sin vivir en él, sin actuar en él, sino más bien viviendo ordinariamente en el samadhi interior? ¿No debería ser esto la ley, la regla, el dharma de esta condición espiritual suprema? No, de nuevo; para el yogui liberado no existe otra ley, otra regla, otro dharma que, simplemente, vivir en el Divino, amar al Divino y ser uno con todos los seres; su libertad es una libertad absoluta y no contingente, auto-existente y  no dependiente ya de  ninguna regla de conducta, de ninguna ley de vida, ni de ninguna limitación de cualquier género que sea. Él ya no tiene ninguna necesidad de un método de Yoga, porque él está ahora perpetuamente en Yoga. “El yogui que ha establecido sus cimientos sobre la unidad y Me ama en todos los seres, de cualquier forma que viva y actúe, vive y actúa en Mí.” El amor del mundo, una vez  espiritualizado, cambiado de una experiencia sensorial a una experiencia del alma, está fundamentado en el amor de Dios, y en este amor no existe ningún peligro ni ninguna deficiencia. El miedo y el disgusto por el mundo pueden, con frecuencia, ser necesarios para retroceder de la naturaleza inferior, porque es, en efecto, el miedo y el disgusto de nuestro propio ego lo que se refleja en el mundo. Pero ver a Dios en el mundo, es no temer nada, es abrazar todo en el ser de Dios; ver todo como el Divino es no odiar ni aborrecer nada ni a nadie, sino amar a Dios en el mundo y al mundo en Dios.

            Pero, al menos, ¿evitará y temerá el yogui las cosas de la naturaleza inferior que le han causado tanto sufrimiento para superarse? Tampoco esto; todo es abrazado en la igualdad de la visión de sí. “Aquel, oh Arjuna, que ve con igualdad todas las cosas en la imagen del Yo, ya sea sufrimiento  o felicidad, yo le tengo por el yogui supremo.” Lo cual  no significa en absoluto que no caiga él mismo de su felicidad espiritual sin dolor, y experimente de nuevo el malestar mundano, incluso en el dolor de los demás; pero percibiendo en los demás el juego de las dualidades que él mismo ha abandonado y superado,  él continuará, sin embargo, viendo todo como siendo él mismo, su yo en todo, Dios en todo, no perturbado ni desconcertado por las apariencias de estas cosas, movido solamente por ellas para ayudar y sanar, para ocuparse por el bien de todos los seres, para conducir a los hombres a la felicidad espiritual, para trabajar por el progreso del mundo hacia Dios, él vivirá la vida divina, mientras los días sobre la tierra son su porción. El amante de Dios  que puede hacer esto, que puede abrazar así todas las cosas en Dios, que puede mirar con calma la naturaleza inferior y las obras de la Maya de los tres gunas, y actuar en ellas y sobre ellas sin turbarse ni alterarse, desde la cima y desde la potencia de la unidad espiritual, libre en la vastedad de la visión de Dios, dulce, grande y luminoso en la fuerza de la naturaleza de Dios, de él puede ciertamente decirse que él es el yogui supremo. Sin duda que ha conquistado la creación, jitah sargah.

            Como siempre, la Gîtâ introduce aquí la bhakti como la cima del yoga, sarvabhûtasthitam yo mâm bhajati ekatvam âsthitah; esto es casi  lo que uno puede decir para resumir todo el resultado final de la enseñanza de la Gîtâ –quienquiera que ame a Dios en todo y tenga su alma fundamentada en la unidad divina, de cualquier manera que viva y actúe, vive y actúa en Dios. Y para subrayarlo todavía más, tras una intervención de Arjuna y una réplica a su duda en cuanto a cómo un Yoga tan difícil puede ser absolutamente posible para la mente agitada del hombre, el Maestro divino retorna a esta idea y hace de ella su declaración suprema. “El yogui es más grande que todos aquellos que practican la ascesis, más grande que los hombres de conocimiento, más grande que los hombres de acción; llega a ser, entonces,  el Yogui, oh Arjuna,” el yogui, aquel que persigue y alcanza por las obras, el conocimiento y la ascesis, o por cualquier otro medio,  no un conocimiento espiritual, ni un poder espiritual, ni ninguna de estas dos por lo que son, sino la unión con Dios solamente; porque en esta unión  todo lo demás está contenido,  elevado, sobrepasado, accede a una significación suprema-mente divina. Pero incluso entre los yoguis mismos, el más grande es el bhakta. “De todos los yoguis, aquel que habiéndoMe entregado todo su interior, por Mí tiene amor y fe, sraddhâvân bhajate, Yo lo sostengo para que esté más estrechamente unido a Mí en yoga.” Ésta es la última palabra que cierra estos seis primeros capítulos y contiene en sí misma la semilla de todo lo demás, de lo que todavía permanece sin formular y no se ha expresado íntegramente en ninguna parte, porque eso es siempre y permanece en una especie de misterio y de  secreto, rahasyam, el supremo misterio espiritual y el secreto divino.

 

1yoga-ksemam vahâmyaham

 

 

 

 

XXIV

LA ESENCIA DEL KARMA-YOGA

 

Los seis primeros capítulos de la Gîtâ forman una especie de bloque preliminar de la enseñan-za; los otros doce, todo lo demás, constituyen la elaboración  algunas figuras ciertamente inacabadas de este bloque, que son percibidas en él solamente como simples sugerencias tras la vasta ejecución de los motivos principales; pero en sí mismas, son de capital importancia y, por lo tanto, se las reserva para un tratamiento todavía más amplio de los otros dos aspectos de la obra. Si la Gîtâ no fuera una gran Escritura que debe seguirse hasta el final, si fuera realmente el discurso de un maestro vivo a un discípulo, que puede retomarse en un momento oportuno, un vez que el éste esta preparado para una nueva verdad, se podría concebir su detención aquí, al final del sexto capítulo, y decir: “Trabaja en primer lugar en esto, tienes mucho por hacer para llevarlo a cabo, y posees la base más amplia posible; conforme surjan las dificultades, se resolverán desde sí mismas, o yo las resolveré por ti. Pero en este momento vive en adelante lo que yo te he dicho; trabaja en este espíritu.” En verdad, hay aquí muchas cosas que no pueden ser comprendidas adecuadamente, más que a la luz derramada sobre ellas, lo cual debe llegar a continuación. Para clarificar las dificultades inmediatas y obviar posibles malentendidos, yo mismo he tenido que anticipar una buena parte y, por ejemplo,  introducir repetidamente la idea del Purushottama, porque sin ella habría sido imposible, evidentemente, elucidar ciertas obscuridades, que la Gîtâ acepta deliberadamente, acerca del Yo, de la acción y del Señor de la acción, para que no pueda ser turbada la firmeza de los primeros pasos al intentar alcanzar cosas demasiado elevadas todavía para la mente del discípulo humano.

            Arjuna mismo, si el Maestro hubiera interrumpido su discurso aquí, podría muy bien objetar: “Tú has hablado mucho de la destrucción del deseo y del apego, de la igualdad, de la conquista de los sentidos y de la tranquilización de la mente, de la acción desapasionada e impersonal, del sacrificio de las obras, de la renuncia interior como preferible a la exterior; y estas cosas yo las entiendo intelectualmente, a pesar de lo difíciles  que puedan parecerme en la práctica. Pero Tú has dicho también que es preciso elevarse por encima de los gunas incluso mientras uno permanece en la acción, y no me has dicho cómo funcionan los gunas, y, a menos que yo lo sepa, me será difícil detectarlos y elevarme por encima de ellos. Además, has hablado de la bhakti como el elemento supremo del Yoga, e incluso te has extendido mucho sobre las obras y el conocimiento, pero muy poco o nada de la bhakti. Pero la bhakti, esta cosa suprema  ¿a quién  se le debe ofrecer? Ciertamente no  al Yo inmóvil e impersonal,  sino a Ti, el Señor. Dime, entonces, lo que Tú eres; Tú que,  así como la bhakti es todavía más grande incluso que este auto-conocimiento, eres mayor que el Yo inmutable, quien, a su vez, es más grande que la Naturaleza mutable y que el mundo de la acción, como, igualmente, el conocimiento es superior a las obras. ¿Qué relación hay entre estas tres cosas? ¿entre las obras, el conocimiento y el amor divino?  ¿entre el alma en la Naturaleza, el Yo inmutable y lo que es al mismo tiempo el Yo universal  sin cambio y el Señor del conocimiento, del amor y de las obras, la Divinidad suprema que está aquí conmigo en esta gran batalla y en esta masacre, mi auriga en el carro de esta feroz y terrible acción?” Para responder a estas cuestiones se ha escrito el resto de la Gîtâ, y es preciso, efectivamente, abordarlas sin dilación y resolverlas en una solución intelectual completa. Pero en una verdadera sâdhanâ, uno debe avanzar de estadio en estadio, abandonando muchas cosas (de hecho, las más importantes) que vayan surgiendo y resolverlas plenamente a la luz del progreso realizado en la experiencia espiritual. La Gîtâ, en una cierta medida, sigue esta curva de la experiencia y pone en primer lugar una especie de vasta base preliminar de las obras y del conocimiento, que contiene un elemento conducente a la bhakti y a un conocimiento mayor, pero sin haber llegado allí completamente. Ésta es la base que nos ofrecen los seis capítulos.

            Entonces, podemos detenernos para considerar hasta dónde han llevado la solución del problema original con el que la Gîtâ se abre. No es necesario que el problema en sí mismo -por otra parte,  puede ser útil comentarlo de nuevo-, tenga que conducir a  toda la cuestión de la naturaleza de la existencia y del reemplazamiento de la vida normal  por la  espiritual Podría haber sido tratado sobre una base pragmática o ética; o bien desde un punto de vista intelectual o ideal, o incluso considerando todo esto a la vez;  tal habría sido, de hecho, nuestro método moderno de resolver la dificultad. En sí, el problema pone en primer lugar la cuestión de saber si Arjuna debe ser gobernado por el sentido ético del pecado personal en la masacre, o por la consideración, igualmente ética, de su deber público y social, la defensa de la Justicia, la oposición a las fuerzas armadas de la injusticia y de la opresión, que la voz de la consciencia exige de todas las naturalezas nobles. Esta cuestión ha sido planteada en nuestros días, y presentada ahora; y puede ser resuelta, como lo hacemos hoy día, por alguna de las múltiples y variadas soluciones, pero todas desde la óptica de nuestra vida normal y de nuestra mente humana normal. Se puede responder aquí como una cuestión planteada entre la consciencia personal y nuestro deber frente a la sociedad y al Estado, entre un ideal y una moralidad práctica,  entre “la fuerza del alma” y el reconocimiento del hecho penoso de que esta vida no es  -al menos, no todavía- toda el alma, y que levantarse en armas por la justicia en una lucha física es, a veces, inevitable. Todas estas soluciones pertenecen, sin embargo, al intelecto, al carácter, a las emociones; dependen del punto de vista individual y, en el mejor de los casos, constituyen nuestra forma personal de considerar la dificultad que nos es ofrecida, forma personal porque está adecuada a nuestra naturaleza y al estadio de evolución ética e intelectual en el que nos encontramos,  en lo que podemos ver y hacer lo mejor con la luz que disponemos; no conduce a ninguna la solución final. Y esto es así porque esta forma de ver procede de la mente normal,  que es siempre un embrollo de las variadas tendencias de nuestro ser, y no puede llegar más que a una elección o a un compromiso entre ellas, entre nuestra razón, nuestro ser ético, nuestras necesidades dinámicas, nuestros instintos de vida, nuestro ser emocional y aquellos movimientos más raros que quizás podamos denominar instintos del alma o preferencias psíquicas. La Gîtâ reconoce que aquí, desde este punto de vista, no cabe una solución absoluta, sino sólo una solución práctica inmediata; y, tras haber ofrecido a Arjuna, partiendo de los más altos ideales de su tiempo, esta simple solución práctica, que él no está de humor para  aceptar, y que, sin duda, no tenía intención de aceptar, la Gîtâ pasa a un punto de vista completamente distinto y a una respuesta completamente diferente.

            La solución de la Gîtâ es elevarse por encima de nuestro ser natural y de nuestra mente natural, por encima de nuestras perplejidades intelectuales y morales, a otra consciencia con otra ley de ser, y, por lo tanto, a otro punto de vista para nuestra acción; allí donde el deseo personal y las emociones personales  no la gobiernen ya; donde las dualidades se desvanez-can; donde la acción ya no sea nuestra y donde, por lo tanto, el sentido de virtud personal y de pecado personal se hallen superados;  donde el universal, el impersonal, el espíritu divino elaboren por medio de nosotros su propósito en el mundo;  donde nosotros mismos seamos, mediante un nuevo y divino nacimiento, transformados en seres de este Ser, en consciencias de esta Consciencia, en poderes de este Poder, en felicidad de esta Felicidad, y donde, no viviendo ya en nuestra naturaleza inferior, no tengamos que hacer ninguna obra que nos pertenezca, ninguna meta personal que perseguir, sino donde, por poco que hagamos, –y éste es el único problema real y  la única dificultad que subsisten- no realicemos más que las obras divinas, aquellas de las que nuestra naturaleza exterior no es más que un instrumento pasivo y no ya la causa, ni la suministradora del motivo; porque la fuerza motriz que está por encima de nosotros, en la voluntad del Señor de nuestras obras. Y esta solución nos es presentada como la verdadera, porque se remonta a la verdad real de nuestro ser; y caer bajo el sentido de vivir según la verdad real de nuestro ser, representa la solución más elevada, y la única enteramente verdadera para los problemas de nuestra existencia. Nuestra personalidad mental y vital es una verdad de nuestra existencia natural, pero una verdad de la ignorancia, y todo lo que se vincula a ella es también una verdad de este orden: válida en la práctica para las obras de la ignorancia, pero no ya válida cuando nos introducimos en la verdad real de nuestro ser. Ahora bien, ¿cómo podemos estar realmente seguros de que sea ésta la verdad? No podremos estarlo mientras permanezcamos satisfechos con nuestra experiencia mental ordinaria; porque nuestra experiencia mental normal es enteramente la de esta naturaleza inferior, saturada de ignorancia. No podemos conocer esta verdad superior más que viviéndola, es decir, pasando de la experiencia mental a la experiencia espiritual: por el Yoga. Vivir la experiencia espiritual hasta que dejemos de ser mentales y devengamos en espíritus; hasta que,  liberados de las imperfecciones de nuestra naturaleza presente, seamos capaces de hacerlo enteramente en nuestro ser real y divino, es realmente lo que, a fin de cuentas, entendemos por Yoga.

            Esta transferencia ascendente del centro de nuestro ser y la consiguiente transforma-ción de toda nuestra existencia y de toda nuestra consciencia,  teniendo por resultado un cambio en todo el espíritu y en todo el móvil de nuestra acción, la acción que permanece con frecuencia precisamente la misma en todas sus apariencias exteriores, es lo que constituye la esencia del Karmayoga de la Gîtâ. Cambia tu ser, renace en el espíritu y, por este nuevo nacimiento, prosigue la acción que ha fijado el Espíritu en tu interior; tal es, puede decirse, el corazón de su mensaje. O  también, formulado de otro modo, con un sentido más  profundo y más espiritual: haz de la obra que debes llevar a cabo aquí el medio de tu renacimiento espiritual interior, del nacimiento divino, y, habiendo llegado a ser divino, haz todavía las obras divinas como un instrumento del Divino para guiar a los pueblos. Por  consiguiente, hay aquí dos cosas que deben ser claramente establecidas y claramente comprendidas: el medio de este cambio, de esta transferencia ascendente, de este nuevo nacimiento divino, y la naturaleza de la obra o, más bien, el espíritu en el que debe ser hecha, ya que la forma exterior de ella no necesita cambio alguno, aunque en realidad, su alcance y meta lleguen a ser completamente diferentes. Pero estas dos cosas son prácticamente la misma, porque elucidar a la una supone elucidar a la otra. El espíritu de nuestra acción nace de la naturaleza de nuestro ser y de la fundamentación interior que ella ha tomado; pero también esta naturaleza queda en sí misma afectada por la tendencia y el efecto espiritual de nuestra acción;  un cambio muy grande en el espíritu de nuestras obras cambia la naturaleza de nuestro ser y modifica la fundamentación que él (¿) ha tomado; desplaza el centro de fuerza consciente desde el que actuamos. Si la vida y la acción fueran enteramente ilusorias, como algunos quisieran, si el Espíritu no tuviera nada que ver con las obras o con la vida, éste (¿) no sería así; pero el alma en nosotros se desarrolla por la vida y por las obras; y, de hecho, no es tanto la acción en sí misma, como el modo de funcionar de la fuerza interior de nuestra alma, que determina sus relaciones con el Espíritu. Así se justifica realmente el Karmayoga como medio práctico de la auto-realización superior.

            Nosotros partimos de esta base: la presente vida interior del hombre, dependiente casi enteramente, como ella es, de su naturaleza vital y física, no rebasándola más que mediante un juego limitado de energía mental, no es toda su existencia posible, ni incluso toda su existencia real presente. Hay dentro de él un Yo oculto, del que su naturaleza actual no es más que una apariencia exterior, o bien un resultado parcial dinámico. La Gîtâ parece admitir completamente su realidad dinámica, y no adoptar el punto de vista más severo de los vedantines extremistas de que no es más que una apariencia, un punto de vista que ataca en su misma raíz toda obra y toda acción. Su modo de formular este elemento de su pensamiento filosófico –sería posible hacerlo de una forma diferente-  es admitir la distinción sankhyana entre Alma y Naturaleza, el poder que conoce, sostiene y anima, y el poder que trabaja, actúa, suministra todas las variaciones de instrumento, de medio y de método. Simplemente, ella toma el Alma libre e inmutable de los sankhyanos, la llama en lenguaje vedántico el Yo único o Brahman inmutable y omnipresente, y la distingue de esta otra alma imbricada en la Naturaleza, que es nuestro ser mutable y dinámico, el alma múltiple de las cosas, la base de la variación y de la personalidad. Pero entonces, ¿en qué consiste esta acción de la Naturaleza?

            Ella consiste en un poder de acción, Prakriti, que es la interacción de los  tres modos fundamentales de su funcionamiento, de las tres cualidades o gunas. ¿Y cuál es el medio? Es el complejo sistema de la existencia creada por una evolución graduada de los instrumentos de la Prakriti; a medida que ellos quedan reflejados aquí en la experiencia que el alma tiene de sus operaciones, podemos denominarlas  sucesivamente la razón y el ego, la mente, los sentidos y los elementos de la energía material que están en la base de sus formas. Todos éstos son mecánicos, una máquina compleja de la Naturaleza, yantra;  y desde nuestra óptica moderna podemos decir que están todos involucionados en la energía material y que se manifiestan en ella  a medida que el alma en la Naturaleza llega a ser consciente de sí misma por una evolución ascendente de cada instrumento, pero en el orden inverso de aquel que nosotros hemos constatado: la materia primero, después la sensación, detrás la mente, a continuación la razón, y, finalmente, la consciencia espiritual. La razón, que en primer lugar no se ocupa más que de las operaciones de la Naturaleza, puede más tarde detectar su carácter fundamental, puede no verlas más que como un juego de los tres gunas en el que el alma está enmarañada, puede hacer la distinción entre el alma y estas operaciones; entonces el alma tiene una oportunidad de desenmarañarse y retornar a su libertad original y a su existencia inmutable. En el lenguaje vedántico, ella ve el espíritu, el ser; deja de identificarse con los instrumentos y las operaciones de la Naturaleza, con su devenir; se identifica con su Yo verdadero y con su ser verdadero, y recobra su inmutable existencia espiritual esencial. Es entonces, según la Gîtâ, desde esta existencia espiritual esencial, como puede ella, libremente y en la soberanía de su ser, en el Îshwara, sostener la acción de su devenir.

            Observando solamente los hechos psicológicos sobre los que reposan  estas distinciones filosóficas –la filosofía no es más que un modo de formularnos intelectualmente a nosotros mismos, y en su significado esencial, los hechos psicológicos y físicos de la existencia y sus relaciones  con toda realidad fundamental susceptible de existir–, podemos decir que hay dos vidas que nos es posible llevar: la vida del alma, absorbida en  las operaciones  de su naturaleza activa, identificada con sus instrumentos psicológicos y físicos, limitada por ellos, atada por su personalidad, sometida a la Naturaleza;  y la vida del Espíritu, superior a estas cosas, vasta, impersonal, universal, libre, sin límites, trascendente, sosteniendo con igualdad infinita su ser y su acción naturales, pero excediéndolas por su libertad e infinitud. Podemos vivir en  lo que es actualmente nuestro ser natural, o podemos hacerlo en nuestro ser más grande, nuestro ser espiritual. Ésta es la primera gran distinción sobre la que el Karmayoga de la Gîtâ está fundamentado.

            Toda la cuestión y todo el método residen entonces en la liberación del alma de las limitaciones de nuestro ser natural actual. En nuestra vida natural, el primer hecho dominante es nuestra sujeción a las formas de la Naturaleza material, a los contactos exteriores de las cosas. Estas formas y estos contactos se presentan en nuestra vida a través de los sentidos; y la vida, a través de los sentidos, retorna inmediatamente sobre estos objetos para atraparlos y estar ocupada en ellos, deseándolos, apegándose, buscando resultados. La mente, en todas sus sensaciones, reacciones, emociones internas, en todos sus hábitos de percibir, de pensar y de sentir, obedece a esta acción de los sentidos; la razón también, arrastrada por la mente, se entrega a esta vida de los sentidos, a esta vida en la que el ser interior está sometido al carácter exterior de las cosas y no puede, ni por un solo momento, elevarse realmente por encima de ellas, ni salir del círculo de su acción sobre nosotros, ni de los resultados y reacciones psicológicas que se siguen dentro de nosotros. La mente no puede superarlas porque existe el principio del ego por el cual la razón diferencia la cantidad de la acción de la Naturaleza sobre nuestra mente, nuestra voluntad, nuestros sentidos, nuestro cuerpo, de su acción sobre otras mentes, otras voluntades, otros organismos nerviosos,   otros cuerpos;  y la vida no significa para nosotros más que el modo con el que ella afecta a nuestro ego y el modo con el que nuestro ego responde a sus contactos. Nosotros nos sabemos nada más, nos parece que no hay nada más; el alma misma parece entonces no ser más que una masa separada de la mente, de la voluntad, de la recepción y reacción nerviosas y emotivas. Podemos ensanchar nuestro ego, identificarnos con la familia, el clan, la clase social, la región, la nación, incluso con la humanidad misma, pero el ego guarda (¿) todavía detrás de todos estos disfraces la raíz de nuestras acciones; simplemente, él encuentra una satisfacción mayor en su ser separado a causa de estas relaciones más amplias con las cosas externas.

            Lo que actúa en nosotros es, no obstante, la voluntad del ser natural  posesionándose de los contactos del mundo externo para satisfacer las diferentes fases de su personalidad; y la voluntad en esta toma de posesión es siempre una voluntad de deseo, de pasión y de apego a nuestras obras y a sus resultados, la voluntad de la Naturaleza en nosotros; nuestra voluntad personal, nos decimos, pero nuestra personalidad egoísta es una creación de la Naturaleza; no es y no puede ser nuestro yo libre, nuestro ser independiente. Todo eso es la acción de los modos de la Naturaleza. Puede ser ésta una acción tamásica, y entonces tenemos una personalidad inerte, sometida a la ronda mecánica de las cosas y donde encuentra su satisfacción, incapaz del menor esfuerzo vigoroso para conseguir una acción y un dominio más libres. O puede ser la acción rajásica, y entonces tenemos la personalidad activa e inquieta, que se arroja en la Naturaleza e intenta ponerla al servicio de sus necesidades y deseos, pero no se da cuenta de que su aparente dominio es una servidumbre, ya que sus necesidades y deseos son los de la Naturaleza, y en tanto que estemos sujetos a ellos, no puede haber libertad para nosotros. O puede ser una acción sáttwica, y entonces tenemos la personalidad inteligente, que intenta vivir según la razón, o realizar, en función de sus preferencias, algún ideal del bien, de la verdad o de la belleza; pero esta razón se halla todavía sometida a las apariencias de la Naturaleza, y estos ideales no son más que las fases cambiantes de nuestra personalidad en la que no encontramos, después de todo, ninguna regla segura, ni satisfacción alguna permanente. Somos todavía llevados sobre una rueda de mutación, y en nuestros giros obedecemos, por el ego, a un Poder que está dentro de nosotros y dentro de todo esto, pero no somos nosotros mismos ese Poder, ni estamos en unión ni en comunión con él. Todavía no existe libertad, ni un dominio auténtico.

            Sin embargo, la libertad es posible. Para eso tenemos que, en primer lugar,  entrar dentro nosotros para alejarnos de la acción que ejerce el mundo externo sobre nuestros sentidos; es decir, tenemos que vivir  interiormente y ser capaces de evitar el curso natural de los sentidos detrás de sus objetos exteriores. Un dominio de los sentidos, una aptitud en nosotros para prescindir de todo aquello tras lo cual ellos suspiran, es la primera condición de la verdadera vida del alma; solamente así es como podemos comenzar a experimentar que existe un alma dentro de nosotros que es distinta de las mutaciones de la mente en su recepción de los contactos de las cosas exteriores, un alma que en sus profundidades  se remonta a algo auto-existente, inmutable, tranquilo y dueño de sí, grandioso, sereno y augusto, soberano de sí mismo y no afectado por los ávidas acometidas de nuestra naturaleza exterior. Pero esto no puede hacerse mientras seamos los sujetos del deseo. Porque es el deseo, principio de toda nuestra vida superficial, el que se satisface con la vida de los sentidos y encuentra enteramente su justificación en el juego de las pasiones. Entonces, debemos despojarnos del deseo y, una vez destruida esta inclinación de nuestro ser natural, las pasiones -que son sus efectos emocionales-, quedarán apaciguadas; porque la alegría y el sufrimiento por la posesión y la pérdida, por el éxito y el fracaso, por los contactos agradables y desagradables, que las sustentan, abandonarán nuestra alma. Entonces, se habrá obtenido una igualdad calma. Y ya que nos es preciso todavía vivir y actuar en el mundo, y que en la acción nuestra naturaleza nos lleva a perseguir los frutos de nuestras obras, debemos cambiar esta naturaleza y llevar a cabo las obras sin apego a sus frutos; de otro modo, el deseo y sus efectos permanecerán. Pero ¿cómo podemos cambiar esta naturaleza del ejecutor de las obras en nosotros? Disociando las obras del ego y de la personalidad, viendo a través de la razón que todo esto no es más que el juego de los gunas de la Naturaleza, y disociando nuestra alma del juego, convirtiéndola, antes de nada, en la observadora de las operaciones de la Naturaleza y abandonando estas obras al Poder que está realmente detrás de ellas, a ese algo en la Naturaleza que es más grande que nosotros mismos, no nuestra personalidad, sino el Señor del universo. Pero la mente  no permitirá todo esto; su naturaleza es lanzarse al exterior, correr detrás de los sentidos arrastrando consigo la razón y la voluntad. Así pues, debemos aprender a silenciar la mente. Debemos alcanzar esta paz y esta inmovilidad absoluta en la que llegamos a ser conscientes del Yo dentro de nosotros, calmo, inmóvil, pleno de dicha, eternamente imperturbado y no afectado por los contactos de las cosas, que se basta sí mismo y que sólo en sí mismo encuentra su satisfacción eterna.

            Este Yo es nuestro ser existente en sí. No está limitado por nuestra existencia personal. Es el mismo en todas las existencias, impregna todas las cosas, igual para todas ellas, sostiene toda la acción universal con su infinitud, pero no limitado por nada de lo que es finito, no modificado en nada por los cambios de la Naturaleza y de la personalidad. Cuando este Yo se revela en nosotros, cuando experimentamos su paz y su silencio, podemos devenir en esto; podemos hacer pasar nuestra alma desde su posición inferior, sumergida en la Naturaleza, a su posición inicial en el Yo.  Podemos hacer esto por la fuerza de las cosas que hemos alcanzado, la calma, la igualdad, la impersonalidad sin pasión. Porque conforme vamos creciendo en estas cosas, llevándolas hacia su plenitud, sometemos a ellas toda nuestra naturaleza, devenimos en este Yo calmo, igual, sin pasión, impersonal y omnipenetrante. Nuestros sentidos vuelven a caer en esta quietud y reciben los contactos del mundo sobre nosotros con una tranquilidad suprema; nuestra mente vuelve a caer  en esta quietud y llega a ser el tranquilo testigo universal; nuestro ego se disuelve en esta existencia impersonal. Vemos todas las cosas en este yo que somos en nosotros mismos; y vemos este yo en todo; llegamos a ser un ser con todos los seres en la base espiritual de su existencia. Trabajando con esta tranquilidad sin ego y en esta impersonalidad, nuestras obras dejan de ser nuestras, dejan de atarnos o perturbarnos con sus reacciones. Por medio de sus gunas la Naturaleza teje la red de sus obras, pero sin afectar a nuestra tranquilidad auto-existente y exenta de sufrimiento. Todo es abandonado en este único Brahman igual y universal.

            Pero hay aquí dos dificultades. En primer lugar, parece existir una antinomia entre este Yo tranquilo e inmutable y la acción de la Naturaleza. ¿Cómo, entonces, existe la acción, por pequeña que sea, o cómo puede proseguir una vez que nosotros hemos penetrado en la existencia inmutable del Yo? Y aquí, ¿dónde se encuentra la voluntad de obrar que haría posible la acción de nuestra naturaleza? Si decimos con el Sankhya que la voluntad está en la Naturaleza y no en el Yo, entonces, debe haber un motivo en la Naturaleza, así como el poder en ella para atraer el alma a sus obras por el interés, por el ego y por el apego; y cuando estas cosas dejan de reflejarse en la consciencia del alma, el poder de la Naturaleza cesa, y el motivo de las obras desaparece con él. Pero la Gîtâ no acepta este punto de vista que parece, de hecho, necesitar la existencia de numerosos Purushas y no de un único Purusha universal; de otro modo, la experiencia separada del alma y su liberación separada, mientras que millones de otros están todavía atrapados en las mallas de la red, no sería inteligible. La Naturaleza no es un principio separado, sino el poder del Supremo proyectándose en la creación cósmica. En todo caso, si el Supremo  no es más que este Yo inmutable, y si el individuo es solamente algo que ha sido emitido de él en el Poder, entonces el momento en el que él retorna al yo y retoma su equilibrio, debe cesar todo, salvo la unidad suprema y la calma suprema. En segundo lugar, incluso si la acción continúa todavía de algún modo misterioso, no obstante, ya que el Yo es igual para  todas las cosas, no puede importar que las obras sean realizadas o, si lo son, el género de obra que sea realizada también carece de importancia. ¿Por qué, entonces, esta insistencia en la más violenta y desastrosa forma de  acción, este carro de la guerra, esta batalla, este guerrero, este auriga divino?

            La Gîtâ responde presentando al Supremo como algo más grande incluso que el Yo inmutable, más comprehensivo, uno que es a la vez este Yo y el Señor de las obras en la Naturaleza.  Pero él dirige las obras de la Naturaleza con la calma eterna, la igualdad, la superioridad sobre  las obras y  la personalidad que son lo propio del inmutable. Éste, podemos decirlo, es el equilibrio del ser a partir del cual él dirige las obras, y creciendo en esto, nosotros crecemos en su ser y en el equilibrio de las obras divinas. Desde éste Él se proyecta como Voluntad y Poder de Su ser en la Naturaleza, se manifiesta en todas las existencias, es nacido como Hombre en el mundo, está aquí en el corazón de todos los hombres, se revela como el Avatar, el divino nacimiento en el hombre; y conforme el hombre crece en Su ser, es en el nacimiento divino  donde él crece. Las obras deben ser hechas como un sacrificio a este Señor de nuestras obras, y debemos, deviniendo poco a poco en el Yo, realizar nuestra unidad con él en nuestro ser y ver nuestra personalidad como una de Sus manifestaciones parciales en la Naturaleza. Uno con él en el ser, devenimos uno con todos los seres en el universo y llevamos a cabo las obras divinas, no como nuestras, sino como operaciones que Él realiza a través de nosotros para el mantenimiento y la conducta de los pueblos.

            Es esto lo esencial de lo que hay que hacer, y una vez cumplido, las dificultades que se presenten a Arjuna desaparecerán. El problema no es ya un problema referido a nuestra acción personal, porque lo que hace nuestra personalidad llega a ser una cosa temporal y subordinada; la cuestión concierne, entonces, solamente a las únicas operaciones que la Voluntad divina, a través de nosotros, realiza en el universo. Para comprender esto nos es preciso saber lo que este Ser supremo es en Sí mismo y en la Naturaleza, lo que son las operaciones de la Naturaleza, y a qué conducen, y la íntima relación entre el alma en la Naturaleza y esta Alma suprema, de la que la bhakti asociada al conocimiento es el fundamento. La elucidación de estas cuestiones  es el tema del resto de la Gîtâ.

 

 

FIN DE LA PRIMERA SERIE.

           

 

 

 

CONTENIDOS

 

PRIMERA SERIE

 

I

Lo que la Gîtâ puede darnos.

 

II

El Maestro divino.

 

III

El discípulo humano.

 

IV

El corazón de la enseñanza.

 

V

Kurukshetra.

 

VI

El hombre y la batalla de la vida.

 

VII

La fe del guerrero ario.

 

VIII

Sânkhya y Yoga.

 

IX

Sânkhya, Yoga y Vedânta.

 

X

El Yoga de la voluntad inteligente.

 

XI

Las obras y el sacrificio.

 

XII

El significado del sacrificio.

 

XIII

El Señor del sacrificio.

 

XIV

El principio de las obras divinas.

 

XV

El Avatâr: posibilidad y objetivo de su encarnación

 

XVI

Cómo llega el Avatâr al mundo.

 

XVII

El nacimiento divino y las obras divinas.

 

XVIII

El obrero divino.

 

XIX

Igualdad.

 

XX

Igualdad y conocimiento.

 

XXI

El determinismo de la Naturaleza.

 

XXII

Más allá de los modos de la Naturaleza.

 

XXIII

El Nirvana y las obras en el mundo.

 

XXIV

La esencia del Karma-Yoga.